O Peru foi, até pouco tempo atrás, um país exitoso. Hoje é uma caricatura dos defeitos políticos da América Latina contemporânea. Seus conflitos e mal-estares oferecem lições sombrias para a região. Michael Reid para Letras Libres:
El
centro histórico de Lima, el llamado damero de Pizarro, es un lugar de
iglesias y conventos, de balcones de madera, de una decadencia sigilosa
interrumpida por intentos esporádicos de renovación, de gallinazos dando
vueltas oportunistas por un cielo calinoso. En estos días del verano
limeño se ha convertido en un lugar fantasmal, de calles desiertas
detrás de barreras policiales, de tiendas de artesanía vacías de los
turistas ahuyentados. Cada tarde la batalla empieza, entre centenares de
jóvenes enmascarados, armados con palos afilados, piedras grandes,
cocteles molotov y otros aparatos pirotécnicos, y la policía, con
escudos endebles, cantidades de gas lacrimógeno y órdenes de no disparar
bala.
El
aspecto ritual de este conflicto es engañoso. Representa la vanguardia
de una protesta organizada cuyo fin es derrocar al gobierno interino de
la presidenta Dina Boluarte, cerrar el Congreso y forzar una elección
general con convocatoria de una asamblea constituyente, la estratagema
acuñada por Hugo Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia y Rafael
Correa en Ecuador para lograr el poder absoluto sobre las instituciones
de la democracia. En clave menor los manifestantes quieren revindicar a
Pedro Castillo, el presidente de izquierda radical elegido por escaso
margen en 2021, quien malgobernó en forma inepta y corrupta hasta el 7
de diciembre de 2022 cuando anunció que cerraría el Congreso e
intervendría el poder judicial, en un eco del autogolpe de Alberto
Fujimori en 1992. Esto provocó su inmediata vacancia del cargo por 101
votos a seis, y con diez abstenciones, por parte del Congreso, que
rápidamente nombró como sucesora a Boluarte, la vicepresidenta.
La
protesta que está desgarrando el Perú se presta a múltiples lecturas.
Expresa una rabia popular ampliamente sentida contra la clase política
vista, no sin razón, como interesada solo en su propio enriquecimiento.
En ese sentido es comparable con los estallidos sociales de los últimos
años en países como Chile, Colombia, Ecuador y Panamá. Expresa, además,
un resentimiento de carácter étnico en un país donde la mayoría recién
toma conciencia de que hay un problema de racismo y todavía no lo
enfrenta del todo. Castillo, un maestro y sindicalista rural de
ascendencia indígena, logró forjar un vínculo identitario con un
segmento de la población, sobre todo en los Andes. Es en el sur andino,
una zona geográficamente desafiante e históricamente postergada, donde
las movilizaciones han sido más fuertes. Los errores y excesos de las
fuerzas de seguridad, que han matado a 47 civiles en confrontaciones
desde diciembre, han suscitado un rechazo amplio e inflamado en un gran
sector de la población.
Pero
también hay otra cara, más escondida, en la cobertura que ha hecho la
prensa extranjera de las protestas. Estas se han caracterizado por
violencia e intimidación. Hacia finales de enero, hubo por lo menos diez
muertos civiles como consecuencia de los bloqueos de carreteras, un
policía muerto y más de 580 heridos, algunos graves, las tomas de
aeropuertos y la destrucción de quince edificios del poder judicial,
veintiséis de la fiscalía y decenas de comisarías. Este asalto contra el
Estado democrático está siendo organizado y azuzado por media docena de
fuerzas autoritarias, entre las que se incluyen los partidos de la
izquierda dura que apoyaron a Castillo y que tienen nexos con Cuba y
Venezuela. Los remanentes de Sendero Luminoso, el movimiento maoísta
fundamentalista cuya insurgencia terrorista hundió al Perú en un baño de
sangre en los años ochenta y comienzos de los noventa del siglo pasado,
se han reorganizado en una plataforma política que, a través de un
sindicato de maestros, tiene influencia en lugares como Ayacucho,
Andahuaylas y Puno en la sierra sur. También están los mineros ilegales
de oro y cobre –cuyo número se estima en 200 mil personas que mueven
entre 2 mil y 4 mil millones de dólares al año– que florecieron con
Castillo y han sido prominentes en las protestas en algunas zonas. Y en
la región aimara de Puno, Evo Morales y sus operadores políticos han
pasado meses agitando en favor de una asamblea constituyente.
Así
las cosas, una interpretación es que el autogolpe lanzado por Castillo
sigue su curso en la calle. En ese sentido, se podría afirmar que enero
de 2023 vio dos intentos de secuestrar la democracia en América Latina:
uno desde la extrema izquierda en el Perú y otro, más descarado, desde
la extrema derecha en Brasil, con la toma por miles de fieles de Jair
Bolsonaro de los edificios emblemáticos de los tres poderes del Estado
en Brasilia, en un calco energuménico del 6 de enero washingtoniano con
el fin de derrocar el flamante gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva.
El círculo vicioso que atrapa a América Latina
Los
dos episodios son sintomáticos de los tiempos recios que vive América
Latina (para tomar prestada una expresión de Mario Vargas Llosa). Desde
hace varios años la región está atrapada en un círculo vicioso de
estancamiento económico, frustración social y descomposición política.
Económicamente, la década de los 2010 fue otra “década perdida”, con un
crecimiento promedio anual de solo 2.2%, menos que el promedio mundial
(de 3.1%) y apenas mayor que el incremento de la población en América
Latina. Incluso en los países latinoamericanos que han crecido más
rápidamente en este siglo, como Perú, Chile y Colombia, la velocidad se
ralentizó. Esto creó un problema de expectativas, de frustración frente
al estrechamiento de oportunidades, especialmente para las generaciones
más jóvenes quienes tienen más educación que sus padres pero que muchas
veces no encuentran los trabajos de clase media profesional que
esperaban. La pandemia lo intensificó todo. Las clases medias bajas,
expandidas en el boom de materias primas de la primera década del siglo,
enfrentan la precarización. Sienten vértigo, el miedo de caer otra vez
en la pobreza.
No
hay que perder de vista tampoco la descomposición política. La política
democrática está sufriendo de descrédito por la percepción, a veces
exagerada, de corrupción generalizada y la fragmentación y
debilitamiento de los partidos políticos, todo magnificado por el
lenguaje simplista y tribal de las redes sociales. El drama de América
Latina es que calmar la frustración social exige volver a crecer más
rápidamente. Para hacer esto en forma sostenible la región no puede
confiar solo en la exportación de materias primas, sino que necesita
reformas que incrementen la productividad, aspecto en que Latinoamérica
ha estado atrasada por décadas. Sin embargo, llevar a cabo estas
reformas exige gobiernos fuertes y visionarios, o la forja de consensos
muy amplios, ambos espejismos inalcanzables.
El
resultado es un enorme descontento que se ha manifestado en distintas
formas. Una han sido los estallidos sociales antes mencionados, con la
calle desafiando a las instituciones. Otra es una tendencia clara a
votar por la oposición, del color político que sea, como ha acontecido
en las últimas dieciséis elecciones presidenciales libres en la región.
Esto pone en perspectiva la supuesta nueva ola hacia la izquierda. No
solo sus triunfos han sido muy ajustados, como las victorias de Lula en
Brasil y Gustavo Petro en Colombia, sino también carecen de mayorías
legislativas propias y espacio económico para comprar la popularidad. La
tercera tendencia han sido las victorias populistas, de distintos
signos, de los años recientes: de Bolsonaro y Andrés Manuel López
Obrador en 2018 o la elección en Colombia donde Petro, de la izquierda
populista, se enfrentó a Rodolfo Hernández, un destemplado alcalde de
Bucaramanga y emprendedor político. En vez de reformas difíciles, los
populistas ofrecen un mensaje de política identitaria o la salvación o
“refundación” de la patria. El corolario ha sido el debilitamiento
–hasta la extinción en algunos países– del centro político reformista y
moderado.
Claro,
muchas de estas tendencias son mundiales, sufridas por democracias en
Europa y Estados Unidos. Lo que preocupa especialmente en el caso de
América Latina es que, en muchos casos, sus democracias ya de por sí
sufrían de instituciones y partidos políticos débiles, Estados de
capacidades limitadas y un rule of law (imperio de la ley) cada vez más
endeble. Un incidente hacia finales de enero en el Perú mostró cuán
cerca está el país de un mundo hobbesiano donde impera la ley del más
fuerte: unos jóvenes manifestantes en Puerto Maldonado, una ciudad de la
Amazonía, atacaron la casa del gobernador regional, que respondió
disparando un arma. Los manifestantes eran afines a los mineros ilegales
de oro, quienes son responsables por daños ambientales colosales. El
gobernador fue electo en octubre pasado con el apoyo de los mineros
ilegales, pero para ellos cometió el pecado de reunirse con el gobierno
en su propósito de aliviar el agudo desabastecimiento creado por los
bloqueos de los manifestantes. El Estado y las fuerzas del orden
estuvieron totalmente ausentes. Llama la atención que, mientras en la
Amazonía peruana los mineros ilegales apoyan a Castillo, sus pares
brasileños respaldan a Bolsonaro.
¿Cuándo se jodió el Perú… otra vez?
El
Perú ofrece desde hace algún tiempo una paradoja (que tal vez no lo es
tanto). Por un lado, por tres décadas ha gozado de tasas de crecimiento
económico entre las más altas en América Latina. Fueron producto de las
privatizaciones y reformas promercado llevadas a cabo por Alberto
Fujimori, el autócrata que gobernó el país entre 1990 y 2000, y que
quedaron plasmadas en la Constitución de 1993. Vinieron después de
veinte años de un estatismo económico asfixiante, hiperinflación y
depresión: en 1992 el ingreso por persona en el Perú fue 30% menor que
en 1981. Pero la situación se revirtió: el ingreso per cápita creció a
una tasa anual de 3% entre 1990 y 2013 (comparado con una tasa promedio
de 1.7% para América Latina como un todo). Ese crecimiento produjo la
reducción más rápida en la pobreza monetaria de cualquier país
latinoamericano en ese periodo, cayendo de 55% al final de los años
noventa a 17% en 2016 según las estadísticas oficiales.
Sin
embargo, el avance económico no estuvo acompañado de desarrollo
institucional. Perú sobresale en América Latina por el inmenso peso de
su economía informal. Alrededor del 70% de la población económicamente
activa trabaja en los sectores informales (porcentaje que con la
pandemia subió a 75%). Una cohorte reducida de grandes empresas formales
provee divisas y pagan impuestos. Están rodeadas por un mar de
informalidad de la cual algunas se aprovechan.
A
la vez, y no casualmente, Perú se ha convertido en una caricatura de
los males políticos de América Latina. Los orígenes de esos males se
remontan al régimen de Fujimori, si es que no son anteriores. Fujimori
fue popular (hasta que dejó de serlo). Es fácil olvidar ahora que muchos
peruanos lo vieron como un salvador, que había vencido al terrorismo de
Sendero Luminoso además de la inflación. Viajó incansablemente por el
interior del país, abriendo postas de salud y escuelas, aunque no
siempre fueron dotadas de médicos o maestros bien capacitados.
Pero
con Vladimiro Montesinos, su siniestro jefe de inteligencia, Fujimori
sistematizó la coima y la corrupción como instrumentos de poder y
gobierno. Intervino al poder judicial. No le interesaron los partidos
políticos, ni las instituciones. Lo entrevisté en 1995, en la cima de su
popularidad y con su reelección por un segundo periodo ya ganada. La
entrevista se llevó a cabo en una instalación militar en Lima. Tres
veces le pregunté si la mejor forma de consolidar la transformación del
país no era devolver el poder a las instituciones democráticas. Tres
veces esquivó la pregunta. Afirmó que gobernaba según criterios
“técnicos” y no “políticos” –una respuesta que me recordó el lema de
Porfirio Díaz de “poca política, mucha administración”.
En
este siglo en el Perú los vicios políticos han vencido a las virtudes
técnicas. Seis de los nueve presidentes desde 2001 han sido acusados de
corrupción. Se ha intensificado la inestabilidad política. Boluarte es
la sexta persona en ocupar la presidencia desde 2016. Ninguno de estos
presidentes ha gozado de una mayoría legislativa, y el enfrentamiento
entre el ejecutivo y la legislatura se ha hecho crónico, con dos
mandatarios (Castillo y Martín Vizcarra) vacados por “incapacidad moral
permanente” (una versión criolla del impeachment) y otro (Pedro Pablo
Kuczynski) renunció para evitar su destitución. El sistema partidario se
encuentra fracturado: los 130 miembros actuales del Congreso se dividen
entre una docena de partidos, sin contar con los “no agrupados”, que
cambian de bando de manera vertiginosa. Muchos de estos partidos son
negocios, “vientres de alquiler” al mejor postor.
Hay
varias causas para este colapso político. No solo Fujimori dañó el
sistema partidario sino también lo hizo el antifujimorismo, la corriente
política dominante en los últimos quince años, que ha sido puramente
negativa. Irónicamente Fuerza Popular, el vehículo político fujimorista,
es el único partido razonablemente sólido y disciplinado hoy día en el
Perú. La oposición exagerada que enfrenta lo ha llevado a convertirse
por momentos en una fuerza obstruccionista. Otro factor es el activismo
judicial. El Perú ha tenido presidentes corruptos, sin duda, pero los
cuestionamientos y las investigaciones sin fin y sin final de los
fiscales han servido para descalificar a toda la clase política.
Persecuciones legales desincentivan a la gente honesta a entrar en la
política. Cambios constitucionales mal concebidos –como la iniciativa de
Vizcarra de prohibir la reelección de congresistas, gobernadores
regionales y alcaldes– impiden la rendición de cuentas e imposibilitan
una carrera política normal. Con todo, el principal factor detrás de la
descomposición política es la informalidad y la debilidad del Estado que
conlleva. Hay una desconexión casi absoluta entre el mundo de la
política formal, de los congresistas con sus salarios altos y sus
beneficios, y las vidas cotidianas de la inmensa mayoría de los
peruanos.
Los
conflictos de diciembre y enero han añadido un problema nuevo para el
Perú: una polarización no solo política sino también de la sociedad. Ya
no hay puentes de diálogo. Reconstruirlos no será sencillo. La única
salida visible al conflicto es una elección general adelantada, pero no
hay garantía de que traerá tranquilidad y progreso.
Perú
ofrece una advertencia, tanto para la izquierda como para la derecha.
La izquierda debe reconocer que no se puede tener derechos humanos y
democracia sin orden público, y que no se puede reducir la pobreza y
ofrecer igualdad de oportunidades sin una vigorosa economía capitalista.
Para la derecha, la lección es que no se puede tener una vigorosa
economía capitalista sin generar instituciones políticas robustas y sin
un Estado capaz de garantizar el imperio de la ley.
En
circunstancias como las que tiene actualmente el Perú, hace unas
décadas no habría duda de que la salida hubiera sido un golpe militar.
Felizmente esos tiempos parecen haberse quedado en el pasado (por más
que los simpatizantes de Bolsonaro se resistan a darse cuenta). El
peligro hoy en día es el de un autócrata civil. El modelo es Nayib
Bukele en El Salvador, quien gobierna con mano dura: ha encarcelado a
más de 50 mil presuntos miembros de las maras, hostigado a la prensa
independiente y perdido 65 millones de dólares de las reservas
nacionales especulando con las Bitcoin sin rendir cuentas. Goza de una
tasa de aprobación de 85%, la más alta en todo el continente americano.
El Perú ya es terreno fértil para un autócrata civil, un hombre fuerte
(probablemente un hombre y no una mujer), sea de izquierda o de derecha.
~
Michael
Reid escribe la columna “Bello” sobre América Latina en The Economist.
Su libro “Spain: the trials and triumphs of a modern European country”
será publicado por Yale University Press a comienzos de 2023.
Postado há Yesterday por Orlando Tambosi

Nenhum comentário:
Postar um comentário