São Henry James e Thomas Mann opostos complementares, rostos alternativos de uma mesma moeda literária? Rodrigo Fresán para Letras Libres:
Pocas
cosas más atractivas que los opuestos complementarios. Así, pensar en
Henry James y Thomas Mann como rostros alternativos de una misma moneda
literaria. James creando personajes que siempre parecen ocultar algo
(incluso a sí mismos) mientras que los de Mann no dejan de revelarse en
público aunque quieran evitarlo. James cerrando la puerta a la novela
decimonónica para abrírsela a Proust y al modernism; Mann ya desde sus
inicios a la caza de la idea de la Gran Novela del siglo XX. James
émigrée por decisión propia y maestro de la intimidad de cámara con un
único gran tema melódico a la vez que disonante (las fluctuaciones y
transformaciones de sus protagonistas por exponerse a las radiaciones de
lo extraño y extranjero); el sinfo-dodecafónico y panorámico Mann al
que ninguna trama o época le es ajena o impropia y exiliado y perseguido
primero por Hitler y luego por McCarthy. James como hombre a destiempo y
Mann como hombre de su tiempo, pero ambos cosmopolitas. James
revolucionando los viejos cuentos de fantasmas y Mann adicto a las
sesiones espiritistas. James sin esposa e hijos pero –como el Mann de
matrimonio y familia turbulenta– con compleja y competitiva relación con
totémico hermano mayor. Mann triunfador público con precoz premio Nobel
y James casi ignorado ganador secreto en su estilo tardío. James y Mann
sufriendo represiones sexuales y vínculos traumáticos con sus
respectivas patrias y mutuamente fascinados por el encandilador agujero
negro de Venecia como escenario perfecto para decadentes historias
inmortales.
Y,
también, el norteamericano Henry James y el alemán Thomas Mann –quienes
gustaban del fraseo largo y serpenteante– como personajes verdaderos de
sendas novelas del escritor irlandés Colm Tóibín, dueño de una prosa
funcional y con esa compleja sencillez que solo se alcanza luego de
mucho trabajo muy bien hecho. La primera acerca del primero fue, en
2004, The master: Retrato del novelista adulto (Edhasa y Lumen) y, en
2021, la segunda acerca del segundo es la recién traducida El mago: La
historia de Thomas Mann (Lumen). Y aquí –con Tóibín inevitablemente
interesado en los claroscuros de la refrenada faceta homosexual de
ambos– una vez más el juego de rivales accesorios a la hora de proponer
modelos diferentes de novelistas de ideas: a James nada le interesaba
más que encontrarle sentido al pasado mientras que Mann (incluso en sus
novelas bíblicas o medievales) solo quería interpretar un presente
convulso con vistas a un futuro incierto. Así, The master y El mago
tienen modales muy diferentes. El James de Tóibín abarca poco (partiendo
de su catastrófico rol como dramaturgo y abarcando lo que va de 1895 a
1899) y aprieta mucho concentrándose en su reclusión en Lamb House, en
Rye, para allí dictar una sucesión de crepusculares e incomprendidos
títulos magistrales antes del saludo final. Por el contrario, Tóibín
recorre con Mann ocho décadas tempestuosas e históricas destiladas con
estilo pero a toda marcha en 560 páginas. Pocas veces pasaron tantas
cosas en tantos lugares e, inevitablemente, se asiste a El mago como a
un gran truco ilusionista que por momentos opta por la narración/postal
biopic-didáctica de Stefan Zweig y por otros parece poseída por el
desenfreno escenográfico-pintoresco digno de película de Wes Anderson.
Digámoslo así: el James de Tóibín es más interesante en su reposado
magisterio ocupándose de cómo la vida acaba siendo la obra mientras que
el Mann de Tóibín resulta más fascinante en sus vertiginosas
prestidigitaciones rindiéndose al sortilegio de una obra como telón de
fondo de la vida.
Pero,
acaso lo más importante, tanto The master en su momento como El mago
provocan unas casi incontenibles ganas de volver a dar otra vuelta de
tuerca o de escalar por primera vez la por tantos anunciada y
postergada, cada verano, conquista de una montaña mágica.
Y
ahí están también la reciente reedición de los Cuentos tempranos y
tardíos de Mann (en DeBolsillo, incluyendo hits como “Tonio Kröger” y
“La muerte en Venecia” y “Señor y perro”) y una nueva y muy necesaria
traducción a cargo de Miguel Temprano García de esa gran tragicomedia
que es Los embajadores (Alba). Publicada en 1903 y ya casi
despidiéndose, la sombría pero luminosa Los embajadores era la preferida
de su autor por su “competencia arquitectónica” (presentándola en su
prefacio como cumbre de lo suyo y evidencia incontestable de que “la
Novela continúa siendo, bajo la correcta convicción, la más
independiente, más elástica, más prodigiosa de las formas literarias”) a
la vez que de nuevo muy lograda exposición de, como en la magnífica y
temprana Retrato de una dama, los efectos del Viejo Mundo sobre los
novatos made in usa que se arriesgan a exponerse a ellos. A su vez, Los
embajadores influyó tanto a La edad de la inocencia de Edith Wharton
como a Patricia Highsmith (quien la pone en manos de un inminente
asesino en serie en El talento de Mr. Ripley). Y fue reescrita y
modernizada con cambio de sexo en Cuerpos extraños por la muy jamesiana
Cynthia Ozick (llegando a declarar, con gracia, que “Odio a Henry James,
desearía que estuviese muerto”) y centrifugada
diplomática-política-familiarmente en ese estudio “de clase” que es La
línea de belleza de Alan Hollinghurst.
En
Los embajadores, el cincuentón y provinciano Lewis Lambert Strether
(como dijo alguien “hombre de mundo sin mundo” y paradigma del cómodo y
acomodado hombre inmóvil de pronto movilizado rumbo a lo desconocido)
parte a Europa a la busca y rescate del joven seducido Chad Newsome.
Casi enseguida Strether es también hechizado por una súbita “consciencia
de libertad personal” bajo las nieblas y luces de Londres y París y por
quienes las encienden y las hacen brillar, como la inolvidable y
encantadora Madame de Vionnet o la reflexiva y casi “lectora” de lo que
ocurre Maria Gostrey. Y es de nuevo Tóibín quien destaca y celebra –en
su prólogo para la edición de la Modern Library de 2011– su perfección
tonal y estructural a la hora de narrar el más sólido y elevado de los
derrumbes existenciales a la vez que destaca la más profunda exploración
de una recurrente obsesión de James: la súbita comprensión de un saber
hasta entonces desconocido o negado y, entonces, el no saber muy bien
qué hacer con él o cómo aprovecharlo aplicándolo a la propia historia.
Y, claro, es en Los embajadores donde late fuerte ese momento tan
citable y releíble –Libro cinco, Capítulo ii– en el que Strether
confiesa y aconseja a partir de la experiencia de su falta de
experiencia con ese sublime y sublimado “Viva todo lo que pueda. Es un
error el no hacerlo. Lo que haga en concreto es lo de menos mientras
tenga su vida. Si no tiene eso, ¿que habrá tenido?… ¡Viva usted!”
Algo
–ese deseo para muchos indeseable y que, por lo tanto, se queda en
teoría y nunca llega a la práctica– que Tóibín, en un profile que le
dedicó The New Yorker con motivo de la publicación de El mago,
diagnosticó así: “Yo creo que tanto James como Mann acabaron siendo
escritores porque estaban frustrados en sus pasiones y anhelos. Siempre,
de algún modo, estaban vigilantes, como fuera del grupo. Y cuando uno
es un outsider que intenta ser aceptado, aprende a imaginarse a sí mismo
de diferentes maneras y a verse desde una cierta distancia entendiendo
al mundo como algo más exótico que conocido.”
Entonces
y desde allí –presto James y abracadabrante Mann– lo único que queda es
ponerlo todo por escrito primero para, después, poder leerlo y
entenderlo y comprenderlo y, sí, vivirlo.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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