Eis a pergunta com que o filósofo alemão Rüdiger Safranski encara, em seu livro "Ser único", o desafio de uma antropologia filosófica à altura do presente. Manuel Barrios Casares para El Cultural:
Hace unos años, Peter Sloterdijk,
esa especie de reverso oscuro de la buena conciencia ilustrada en la
filosofía alemana actual, publicaba un libro de título sugerente y
prometedor planteamiento, Has de cambiar tu vida,
donde abordaba los procesos de constitución de la subjetividad en
términos de los diversos entrenamientos, tanto físicos como mentales,
habilitados por los hombres a lo largo de la historia para inmunizarse
de las frecuentes amenazas de la vida diaria y optimizar su rendimiento
ante el mundo.
Con
su habitual desparpajo, Sloterdijk aplicaba jerga gimnástica a las
viejas escuelas de sabiduría y entrecruzaba ascética y performance para
describir esos ejercicios de orientación existencial. Su ingenio y sus
ocurrencias teóricas no eran suficientes, sin embargo, para componer un
cuadro consistente que le hiciera avanzar más allá de lo formulado al
respecto en sus provocativas Normas para el parque humano.
El
texto quedaba a medio camino entre un humanismo de imposible retorno y
un posthumanismo rendido al poder de las nuevas tecnologías, sin
despejar cómo habría que afrontar de ahora en adelante la naturaleza de
lo humano.
El filósofo Rüdiger Safranski
(Rottweil, Alemania, 1945), que comparte con Sloterdijk talento
comunicativo y tirón mediático, podría haber aspirado en este nuevo
libro suyo, Ser único, a dar la réplica al enfoque de su antiguo colega
de intervenciones televisivas desde una vertiente más luminosa, pues su
comprensión del proceso de la modernidad simpatiza con el impulso
emancipador ilustrado más de lo que hace la del pensador de Karlsruhe y
tiende a resaltar en mayor medida sus rasgos positivos.
De
hecho, la pregunta que le sirve aquí de hilo conductor, la de qué
significa ser individuo, supone otra manera de encarar el reto de una
antropología filosófica a la altura del presente.
Safranski
es un excelente divulgador, un buen conocedor del acervo cultural
europeo de los últimos siglos y sabe explicar como pocos las
perplejidades de los problemas filosóficos. Pero en esta ocasión
renuncia a hablar con voz propia sobre el asunto y prefiere recurrir a
una modulación del formato narrativo que le ha ayudado a cosechar fama
internacional con sus estupendas biografías de grandes representantes de
la cultura alemana, de Goethe y Schiller a Nietzsche o Heidegger.
En
este caso, siguiendo las huellas del individualismo moderno, acude a
numerosos ejemplos de autores que han abordado la cuestión de cómo
compatibilizar el cultivo de una singularidad única con las exigencias
de una vida en sociedad. Eso sí, sus semblanzas son espléndidas, su
habilidad para atrapar el fondo de un personaje y enlazarlo a su obra
sigue siendo proverbial, y, así, los dieciséis capítulos que componen el
libro, pese a su brevedad, ofrecen una idea muy certera de cómo ha
discurrido la historia de las tensiones entre afirmación del individuo y
espíritu gregario del Renacimiento a la Segunda Guerra Mundial.
Safranski
registra en este transcurso histórico la tendencia a intensificar el
sentimiento de unicidad del individuo. De ahí provendrían las diferentes
emancipaciones modernas de la tradición, tanto las renacentistas e
ilustradas cuanto las de un individualismo religioso como el de Lutero,
que si forjó una nueva comunidad de fe fue por la radicalidad con la
que antepuso su relación personal con Dios a todo lo demás.
Ahora
bien, si en un principio estas rupturas con el pasado pudieron
experimentarse de un modo afirmativo, en la medida en que sugerían la
posibilidad de lograr una integración superior entre el deseo de
excepcionalidad personal y la acomodación a un orden social más
acogedor, poco a poco las formas de vida burguesa, inclinadas a una
visión cada vez más dominada por el éxito económico, fueron
intensificando la separación entre masa e individuo hasta acabar
complicando el sueño de una plena armonización de ambas esferas.
En el retiro de Montaigne a su biblioteca o en el de Thoreau al bosque aún se perciben modos no resentidos de alejamiento de la multitud. Con Rousseau,
en cambio, la aversión a la vida social comienza a generar un exceso de
mala conciencia, que, acentuado en Stirner, estallará en los pensadores
existencialistas, de Kierkegaard a Sartre.
La
parte final del libro —dividido en cuatro secciones, siendo esta última
la más amplia— es sin duda la más interesante, no sólo porque los
efectos perversos de la despersonalización en la era de las masas se
aproximan bastante a nuestros propios conflictos, sino porque Safranski
se maneja con especial pericia en este periodo y sus observaciones se
vuelven aquí mucho más penetrantes.
El apartado comienza evocando las aproximaciones sociológicas de Simmel
o Weber, conscientes ya de la imposibilidad de suturar al completo la
herida entre la “ley individual” o “el demonio interior” con las
exigencias de una esfera pública regida por las dinámicas de
racionalización de la vida moderna.
Luego nos entrega un retrato sumamente certero del poeta Stefan George
y su círculo, a modo de síntoma de las ominosas reacciones
irracionalistas que al poco tiempo asolarían Europa: el desafío de una
bella existencia frente a la prosa cotidiana reclamará el carisma de un
individuo singular que sirva de guía a un grupo de hombres selectos,
generador de la energía necesaria para llevar luego a cabo la
transformación de toda esa cotidianidad. Pero hoy sabemos bien que estas
hermosas promesas de aristocracia espiritual derivarían pronto en
imposiciones totalitarias como las del nazismo.
Por
eso, a renglón seguido, Safranski concita como consecuencia inevitable
de esta crisis del ajuste entre individuo y sociedad el perfil de
figuras tan controvertidas como las de Heidegger o Ernst Jünger, que contrasta oportunamente a las de Karl Jaspers, Hannah Arendt o Ricarda Huch, para quienes el “uno” sólo se constituye propiamente en diálogo y diferencia con el otro.
Es
una pena que el libro concluya algo abruptamente en este punto, pues
convendría atender a los cambios experimentados en la actualidad por
estas formas modernas de individuación. Los sectarismos identitarios se
siguen nutriendo de las mismas excusas esteticistas y sentimentales para
imponer su dictado; pero ahora dominan sobre todo el victimismo
narcisista y el tuneo egocéntrico del yo como modalidades espurias del
cultivo de sí, alentadas por una ideología de la realización personal
que, lejos de oponerse críticamente a las pulsiones gregarias, fomenta
la distracción de las masas.
Safranski
insinúa esta idea al comentar el conformismo de quienes compran a
diario fórmulas para sentirse especiales. No obstante, sería deseable un
trabajo ulterior, de cuño más personal, que profundizara en estas
sugerencias con la amenidad y claridad expositiva a la que nos tiene
acostumbrados.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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