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A cegueira do totalitário consiste em sua incapacidade de reconhecer que nem todas as desigualdades são injustas. J. L. González Quirós para Disidentia:
En
las sociedades que se sienten, y están, razonablemente organizadas, lo
que se conoce como sociedades abiertas, los individuos suelen aceptar de
buen grado la situación relativa en que se encuentran. Saben que,
aunque su situación no se deba por entero a sus méritos y esfuerzo,
pueden optar por adaptarse a lo que hay y tratar de ser felices, pero
también intentar algo, mejorar, cambiar, tratar de ser distintos.
En
la medida en que hemos evolucionado hacia sociedades muy competitivas,
es evidente que siempre encontraremos un número más alto del deseable de
personas inadaptadas y descontentas con su destino, y que esa situación
no siempre se habrá debido a factores que esas personas hubieran podido
sortear. Para esos casos, sin duda, hay que prever soluciones que
racionalicen la solidaridad y que garanticen un nivel suficiente de
recursos de subsistencia y decoro.
Entre
las razones que pueden hacer que una persona se sienta injustamente
tratada podemos distinguir las de carácter objetivo y las que responden a
expectativas exageradas. Por ejemplo, un científico puede considerar
que ha fracasado si no obtiene el Premio Nobel, pero difícilmente podría
sostener que ese sea un criterio razonable para estimar el éxito de un
investigador. Las causas de supuesto fracaso que merecen un examen más
objetivo son las que afectan a grupos más amplios, aunque tampoco ese
criterio sería suficiente, porque eso supondría considerar, por ejemplo,
que los supremacistas catalanes son efectivamente un caso relevante de
fracaso colectivo, puesto que no tienen lo que quieren y se sienten muy
afectados por esa carencia. Se necesita que haya algo más consistente
que un brumoso sentimiento de insatisfacción para pensar seriamente en
un mal objetivo que habría que remediar.
Cuando
se debate sobre si efectivamente vivimos en un mundo mejor que el del
pasado, se suele confundir con lamentable descuido, los datos objetivos
(la esperanza de vida, el nivel educativo, las libertades efectivas o el
desarrollo económico) con percepciones mucho más objetables (como las
diferencias regionales o las formas de desigualdad) que responden más a
expectativas no satisfechas que a carencias objetivas. Esto sucede,
sobre todo, porque tanto el capitalismo como la tecnología nos han
acostumbrado a desear sin límite, a pensar que nos asiste una especie de
derecho a cualquier bien concebible.
En
este esquema mental es en el que se inscriben las maniobras de los
revolucionarios de hoy, esas gentes que son capaces de recomendarnos una
igualdad a la venezolana precisamente porque les parece
insoportablemente doloroso que no todos podamos gozar de yate o, por
ejemplo, de una segunda residencia en algún resort de lujo como la que
se han costeado con su esfuerzo continuado la pareja que lidera Podemos,
el gran partido contra la desigualdad en España, y donde haga falta.
La
ceguera del totalitario consiste en su incapacidad para reconocer que
no todas las desigualdades son injustas y que no todas las demandas
satisfechas producen contento. Pero, sobre todo, su ceguera voluntaria
consiste en ignorar sistemática y dolosamente la relación que
efectivamente existe entre los males que pretenden combatir y los bienes
y ventajas que efectivamente procuran sus políticas, en reconocer que
Maduro es su modelo procedimental, pero ignorar que sus resultados han
sido, una vez más, desastrosos.
El
intento de convertir la política democrática en un gigantesco mecanismo
capaz de proporcionar toda clase de bienes gratuitos e inagotables es
lo que legitima, supuestamente, el recurso de estos nuevos
revolucionarios a una politización integral de nuestra conciencia
cívica, a sostener una visión conforme a la cual el origen y la causa de
todos los males concebibles se encuentra en el sistema democrático
mismo, pues no les parece sino una falsa democracia todo lo que
signifique pluralismo y separación de poderes, la Constitución y el
conjunto de leyes que no se pueden someter a discusión sin un riesgo
grave de provocar el derrumbe del Estado de Derecho. Precisamente porque
persiguen el derribo y la destrucción apoyan causas tan
abracadabramentemente absurdas y antidemocráticas como el supuesto
derecho a decidir de los separatistas, porque todo lo que destruye les
alimenta y fortalece, en la medida precisa en que son la fuerza política
del resentimiento.
La
absorción de todo por la política es esencial al totalitarismo, la
ideología que promete liberarnos de cualesquiera desgracias concebibles,
de todas las envidias y los resentimientos mediante la igualación
universal en la miseria, aunque suela ocultar que pretende hacer eso
preservando únicamente el bienestar de los pocos llamados a administrar
los nuevos paraísos.
Este
totalitarismo de las causas universales e intemporales nos pretende
robar la intimidad y nos expropia nuestras creencias, de cualquier
religión o vínculo, precisamente porque pretende que los ciudadanos
singulares, con sus historias, méritos y carencias a cuestas, se
conviertan en piezas sin conciencia de un nuevo y maravilloso artilugio
político.
El
totalitarismo no admite límites y no sabe hacer otra cosa que destruir,
es pura antipolítica, y por eso recurre sin parar a recordar el pasado,
ignorando sistemáticamente lo que en el presente existe de superación,
atribuyendo al ahora los peores vicios del ayer, los que realmente hubo y
los que inventa y explota con absoluta desfachatez. Por eso la
“justicia universal” de los Garzones, y de los muy tontos que en ella
creen, es perfectamente compatible con la desvergüenza y el cohecho, con
las cloacas más indecentes.
De
esta clase de políticos decía Ortega que tienden a apagar las luces
para que todos los gatos resulten pardos, para que los liberales sean
indistinguibles de los fascistas, para que una Monarquía constitucional
se confunda con una dictadura, o para que unos supremacistas
totalitarios se puedan considerar como agentes activos de la revolución,
sencillamente porque todas esas confusiones deliberadas catalizan la
tendencia al desastre que siempre amenaza a las sociedades en que
existen un mínimo de libertades, unas fracturas y debilidades que
constituyen la verdadera esperanza de los totalitarios, la ilusa de los
que, entre ellos, son bobos y la criminal de los que aspiran simplemente
a ser nuestros tiranos.
Postado há 5 days ago por Orlando Tambosi
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