Há um vínculo estreito entre civilização e cidadania, entendida como o direito de cada pessoa à sua autdonomia, inviolabilidade e dignidade própria, seja qual for sua origem étnica, sua nacionalidade, seu sexo e sua comunidade cultural. Fernando Savater para a revista Letras Libres:
"What is the matter with the day?" said Wimsey. "Is the world coming to an end?"
"No", said Parker, "it is the eclipse".
— Dorothy L. Sayers, Unnatural Death
Antes
de intentar hablar de las singularidades de nuestro presente o de los
cambios que podría traer el futuro, mencionemos al menos una constante
del pasado que sigue perviviendo hoy y que sin duda durará tanto como
nosotros mismos: la de que nada impresiona tanto a los humanos como sus
propias convenciones.
El
hombre primitivo prefería enfrentarse a cualquier fiera antes que
profanar la tierra sagrada donde enterraba a sus muertos; en el Japón
clásico, cometer una torpeza involuntaria en el protocolo de una
recepción podía desembocar en suicidio (no nos riamos, porque la guerra
de Troya fue motivada por algo tan "convencional" como un adulterio);
una falta de ortografía o una equivocación trivial en los tiempos
verbales basta hoy para descalificar socialmente a cualquiera; en la
época de Franco, la censura prohibía con fervor que una mujer blanca
mostrase públicamente sus senos aunque admitía que en documentales más o
menos folclóricos apareciesen mujeres negras desnudas de cintura para
arriba (si no me equivoco, Juan Pablo II también expulsa de la Basílica
de San Pedro a las mujeres demasiado escotadas pero bendice a las que
con muy sucinta indumentaria le dan la bienvenida en sus visitas
pastorales a África… para luego, eso sí, recomendarles no utilizar la
píldora anti-baby). Hay gente capaz de envenenar a su vecino pero que
temblaría ante la posibilidad de eructar ruidosamente en un concierto de
Mozart. Por no hablar de la convención fundamental de la modernidad, el
dinero: individuos que poseen más de lo que podrían gastar en diez
vidas se consideran felices si aumentan su capital y se ponen tristes si
lo ven disminuir por poco que sea…
Las
convenciones cronológicas despiertan especial inquietud. Incluso las
personas con menos prejuicios hacen interiormente propósitos
constructivos cada Año Nuevo o se sienten notablemente más ancianos el
día que cumplen cincuenta años que la víspera. ¡Y ahora nos acercamos a
un nuevo milenio! El año mil estuvo marcado por múltiples espantos
prospectivos (la tesis doctoral de Ortega y Gasset versó precisamente
sobre Los terrores del año mil) y el 2000, aunque en tono menos
apocalíptico, también va a llegar rodeado de profecías, sobresaltos,
augurios de bienaventuranza o negros indicios decadentistas. Desde luego
parece que en esta ocasión hay más de espectáculo comercial (¡vender
nuevo milenio es buen negocio!) que de teología en el asunto. Incluso
hay más tecnología que otra cosa, lo cual no tiene nada de extraño
puesto que la tecnología es hoy la heredera más directa de los fervores
teológicos del ayer: el nuevo jinete del Apocalipsis es la alteración de
los ordenadores por un cambio de dígitos para el que sus programadores
no les habían preparado… Pero sea como sea la convención sigue
imponiéndose y tres ceros en el calendario nos parecen un augurio más
significativo o más inquietante, en cualquier caso más digno de
atención, que el hecho ya sabido de que 1,300 millones de seres humanos
intentan vivir hoy mismo con un ingreso inferior a un dólar diario. ¡Por
lo visto no hay realidad capaz de emocionarnos tanto como las ilusiones
normativas establecidas por nosotros mismos… tal como el niño que juega
a disfrazarse de vampiro se asusta al verse casualmente en el espejo!
Por
tanto reverenciemos otra vez la convención y sintámonos
convencionalmente preocupados ante el cambio de milenio. La primera
reflexión (y sin duda la más trivial) es que la convención misma no
parece estar demasiado clara. ¿Debemos sentir la especial conmoción
milenarista el uno de enero del año 2000 o un año más tarde, al comenzar
el año 2001? En un largo milenio la verdad es que 365 días no cuentan
demasiado, pero en la vida de un ser humano no son magnitud desdeñable. Y
no quisiera yo preocuparme con excesiva antelación o con tanto retraso…
Como otras disputas meramente convencionales, la que enfrenta a los
milenaristas del 2000 con los milenaristas del 2001 es a la vez
apasionada e insoluble, según ha demostrado con erudición y humor
Stephen Jay Gould en un libro (Millenium) dedicado al caso.
Los
partidarios del 2001 cuentan con los argumentos más doctos y con los
abogados más insignes, de Rafael Sánchez Ferlosio a Arthur C. Clarke.
Resulta por lo demás evidente que si uno tiene mil pesetas (mejor dicho:
mil euros) no se quedará del todo sin dinero cuando se haya gastado
999, sino cuando logre invertir las mil unidades monetarias. Y comenzará
a derrochar su segundo millar al gastarse la peseta (¡o el euro!)
1,001, la cifra predilecta de Sherezade. Pero no es tan fácil zanjar el
asunto, porque en cambio los años de nuestra vida los vivimos a partir
de cero, no a partir de uno. Nos sentimos abrumados por los cuarenta o
los cincuenta el día que los cumplimos, no cuando ya han transcurrido y
cumplimos 41 o 51. En las biografías, es el cero el que marca la entrada
en una nueva época. Y resulta que la convención de los siglos o los
milenios tiene más que ver en nuestra imaginación con lo biográfico que
con cualquier otro respetable aspecto de nuestro sistema de pesas y
medidas. De modo que apuesto por la victoria final en el imaginario
colectivo de los tres ceros del 2000. Creo que los partidarios del 2001
son mejores matemáticos pero peores psicólogos…
Sigamos
adelante. Ortega y otros muchos hablaron de los terrores del año mil.
Ahora por todas partes oímos discutir sobre los temores o al menos las
preocupaciones del año 2000. Un poco más adelante ofreceremos un somero
catálogo de tales disturbios poco o mucho conjeturales. Antes, otra
cuestión previa: ¿por qué se trata ante todo de sobresaltos, amenazas y
negros presagios? ¿Por qué no oímos prioritariamente celebrar las
conquistas y los logros de nuestro milenio? Es innegable que algunos
beatos conmemoran llegado el caso con ingenuo entusiasmo la invención de
la imprenta, la abolición de la esclavitud, la Declaración de Derechos
Humanos, los viajes espaciales o Internet. Pero son escuchados por la
mayoría con conmiseración, impaciencia y —si insisten demasiado— con
franca irritación. ¿Cómo se atreven? ¿Es que acaso no ven los males
atroces del mundo en que vivimos ni son capaces de vislumbrar los
escalofriantes síntomas del empeoramiento que nos acecha?
Desde
luego nadie mínimamente sensato y por tanto sensible al dolor y la
injusticia puede estar realmente satisfecho del mundo en que le ha
tocado vivir. Pero esta constatación es igualmente válida para cualquier
siglo y cualquier época. La nuestra es indudablemente mala pero no por
cierto peor que otras, aunque lógicamente nosotros estemos mucho más
familiarizados con sus deficiencias y espantos que con los del pasado.
Habrá quien arguya, no sin buenas razones, que quizás antaño se confiaba
más en una justicia divina capaz de compensar en otra vida las miserias
de ésta, al menos a quienes lo mereciesen: una fe tan consoladora como
hoy universalmente debilitada. Y sin embargo también en el cristianísimo
año mil prevalecieron aparentemente los terrores sobre las esperanzas…
Otros señalan, no menos fundadamente, que es la noción misma de progreso
—esa versión laica de la Providencia— la que ha entrado definitivamente
en quiebra tras un efímero reinado que se extendió desde finales del
siglo xviii hasta la primera gran guerra mundial. Y sin embargo, según
han documentado historiadores como Jean-Pierre Rioux y otros, tampoco el
último cambio de siglo ni el anterior dejaron de estar presididos por
notables voces de alarma. Por cierto que los vigías que alertaban sobre
los nubarrones venideros a finales del XIX previnieron contra horrores
tan veniales como la moda de incinerar los cadáveres o contra ideólogos
tan escasamente atroces como los neokantianos (Rioux dixit), pero no
vislumbraron la amenaza del nacionalismo o del racismo, que habían de
traer dos guerras mundiales y el exterminio de millones de inocentes.
Apliquémonos la lección, ahora que intentamos profetizar las peores
sombras que nos aguardan a la vuelta del 2000.
¿Por
qué somos más sensibles a los males que suponemos próximos que a los
bienes de los que ya disfrutamos? No forzosamente porque éstos sean más
escasos o menos relevantes que aquéllos. Más bien se diría que es la
propia condición activa del ser humano la que le obliga a concebir
siempre la realidad existente como un fiasco que debe ser corregido y no
como un milagro que debe ser exaltado. Lo que está bien nos hace
pararnos (por ejemplo, Alain señaló que "la belleza no es lo que nos
gusta ni nos disgusta sino lo que nos detiene") mientras que lo malo nos
acicatea, nos estimula, nos convoca, nos mantiene en marcha. Las
imágenes recordadas de la Divina Comedia son las correspondientes al
infierno y al purgatorio, punzantemente perturbadoras porque se trata de
sufrimientos contra los que la iniciativa humana nada puede emprender.
Nadie llama "dantescas" a las imágenes de contento y beatitud, de modo
que el paseo del poeta toscano por el paraíso ha dejado sin duda menos
huella. Quizá la mejor explicación del fenómeno la ofrece una de las
voces menos conformistas de nuestra época, la del muy heterodoxo
psicoanalista y pensador Thomas Szasz:
En la eterna lucha entre el bien y el mal, el bien tiene una irreductible desventaja: no tiene futuro, mientras que el mal sí. Como los humanos estamos fundamentalmente orientados hacia el futuro, tenemos un insaciable incentivo para ser orientados por el mal en todas sus formas, esto es por la culpa y el arrepentimiento, la pobreza y la estupidez, el crimen, el pecado y la locura. Cada uno de estos daños es susceptible, al menos en principio, de ser remediado o corregido de una forma u otra. Pero ¿qué puede hacer una persona con lo que está bien salvo admirarlo? El bien frustra así precisamente esa ambición terapéutica en el alma humana que el mal satisface tan perfectamente. Por tanto lo que Voltaire debería haber dicho es que si no hubiese diablo, habría que inventarlo.
Al
mirar hacia el futuro, es por tanto casi inevitable que sea la denuncia
o premonición de los males lo que prevalezca sobre la celebración de
los bienes. ¿Cuáles son los que hoy —cara al mañana— más nos preocupan?
Por lo general las sombras siniestras que se alargan desde el presente
hacia el inmediato porvenir suelen darse por parejas opuestamente
amenazadoras. La mayoría de los que tocan a rebato contra uno de los
perjuicios previsibles permanecen tenazmente ciegos ante el otro,
denunciado con no menor brío por quienes en cambio no reputan como
temible el fantasma anterior. De modo que la mayoría de nuestras
Casandras son hemipléjicas. Salvemos al no tan reducido número de
quienes —olvidadizos, inconsecuentes o partidarios de los dilemas
agónicos— tanto nos previenen hoy contra uno de los extremos malignos
como mañana alertan no menos urgentemente ante la inminencia de su
contrario. Por decirlo del modo menos comprometido frente a los
denunciantes y más comprometedor frente a lo denunciado, puede que todos
tengan su parte de razón…
La
amenaza número uno incluye dos espectros antagónicos: por un lado la
homogeneización universal como consecuencia de la llamada mundialización
y, por otro, la creciente heterofobia que convierte cada diferencia
humana en pretexto de hostilidad o exclusión. Por culpa de la primera,
el mundo se va uniformizando y por tanto empobreciendo, desaparecen las
diferencias que constituyen la sal cultural de la vida, por mucho que
viajemos siempre encontramos los mismos programas de televisión y los
mismos anuncios de refrescos, nos dirigimos a marchas forzadas hacia un
hamburguesamiento cósmico, etc. Por culpa de la segunda, aumentan los
desmanes del racismo, la xenofobia, el nacionalismo y la intolerancia
religiosa. Crece la hostilidad al mestizaje, principio fecundo de las
edades de oro culturales y de toda innovación (hasta de nuestra vida
misma: la reproducción sexual —a diferencia de las mitosis clónicas de
organismos inferiores— impone un mestizaje genético obligado). Se
mitologiza hagiográficamente lo originario, lo puro, las raíces; la
autodeterminación se convierte en un pretexto para que una parte de la
población determine "quién" debe vivir y "cómo" debe vivirse en un
territorio determinado; se decretan identidades culturales y se las
acoraza frente a las demás, etcétera.
La
segunda pareja antitética de espantos pudieran formarla, por un lado,
la proliferación ciegamente destructiva del terrorismo y por otro el
establecimiento agobiante de un orden mundial con su capital en EE.UU. y
el pensamiento único neoliberal como dogma ideológico. En el primero de
los casos, gracias a la sofisticación y manejabilidad cada vez mayores
de las armas de destrucción masiva, las sociedades democráticas se
encontrarán a merced de fanáticos que practican no sólo una violencia
instrumental —destinada a conseguir lo que quieren— sino ante todo
expresiva —cuyo fin es afirmar trágicamente lo que son—, los cuales, a
fin de cuentas, terminarán por lograr literalmente imponer lo que
quieran ser… o por no dejar títere con cabeza. Esta es la perspectiva de
perpetua guerra civil de la que nos previno Hans Magnus Enzensberger o
el mundo que se resigna a la generalización del asesinato en cadena,
según el irónico cuadro dibujado por el autor de ciencia-ficción
Stanislaw Lem en su trágicamente divertida novela El congreso de
futurología. En el extremo opuesto, están quienes advierten el posible
triunfo de un control mundial manejado por el omnímodo poder oligárquico
de quienes representan los intereses de los más privilegiados, aquellos
que disponen de la información, la propaganda, los medios electrónicos
de vigilancia de las vidas privadas y los más feroces elementos
punitivos de represión colectiva. También de la legitimación para
actuar: ayer la rebelión era un pecado contra el poder emanado de Dios,
mañana puede convertirse en un crimen contra la humanidad… según lo
entiendan quienes hablan en su nombre y decida el gendarme universal que
desde Washington castiga o sostiene tiranos siempre en beneficio
propio.
La
tercera plaga enfrenta la dualidad entre la creciente multitud de los
miserables, a la vez dignos de compasión y objeto de temor por su
vehemencia reivindicativa, y la extensión cada vez más general del
bienestar sin alma de una abundancia consumista que convierte a sus
supuestos beneficiarios en meros compradores o usuarios desprovistos de
sosiego espiritual. Según la primera y alarmante perspectiva, se va
haciendo más ancho el abismo que se abre en el mundo finisecular entre
los pobres y los ricos. A quienes no tienen casi nada les resulta más
fácil perder eso poco que conseguir algo más, porque la riqueza ya no
sólo es cuestión de dotes personales ni de falta de escrúpulos sino
también de poseer la información adecuada en el momento adecuado… para
lo cual hay que estar enchufado en la red comunicacional pertinente. La
multitud de los miserables pone su esperanza en llegar a acercarse a los
lugares donde es posible medrar un poco y recibir cierta protección
social, por lo que se desborda invasora hacia los países más pudientes.
En cambio la inquietud opuesta profetiza la metástasis de un
irrefrenable supermercado planetario en el que cada cual obtendrá más y
más productos pero disfrutará de menos y menos alma, sentimiento,
solidaridad, compañía comprensiva… hasta que llegue a quedar
definitivamente anestesiada, a fuerza de cosas poseídas, la capacidad
humana de rebelarse contra la embrutecedora acumulación: ¡el agobio del
ser por el tener o, mejor dicho, por el adquirir!
Cuarto
dilema atroz: por una parte, las pandemias contagiosas de diferentes
plagas ligadas a un uso vicioso de la libertad individual, desde el sida
y la droga hasta la adicción estupidizante a la pequeña pantalla de la
que recibimos órdenes y estímulos; por otra, la imposición obligatoria
de cierto tipo de salud pública física o mental por un paternalismo
despótico que se considera autorizado para establecer lo que ha de
sentar bien a cada cual. La primera denuncia la perversión de lo humano
por promiscuidad, pedofilia, la droga que todo lo corrompe o la
televisión que todo lo hipnotiza. Nuestros cuerpos están amenazados por
los manipuladores psíquicos a través de la vía libidinal, química o
catódica, favorecidos por medios que rebasan todas las fronteras y son
difícilmente controlables. La segunda insiste en que gubernamentalmente
sólo se entiende la vida como mero funcionamiento genérico de acuerdo a
patrones de ortodoxia productiva y no como experimento personal. Así se
pretende establecer de antemano un catálogo universal de "vicios" que
han de ser extirpados por todos los medios, incluidos la eugenesia y la
restricción supuestamente bienintencionada de la libertad de cada cual,
de modo que sólo lo certificado como "sano" tenga socialmente derecho a
existir. En algunos casos,siendo quizá el más evidente la cruzada contra
las drogas, las contraindicaciones del remedio se demuestran peores que
cualquier supuesta enfermedad…
Este
catálogo de amenazas contrapuestas podría sin duda extenderse aún
bastante, incluyendo lúgubres perspectivas ecológicas o demográficas,
etcétera. Todos los casos mencionados (y otros semejante que
añadiésemos) comparten dos características: primera, la de no ser cada
uno de ambos extremos tan incompatible con el otro como pudiera creerse a
primera vista. Quizá sean, en cierto modo, complementarios y uno de
ellos nazca precisamente como reacción exagerada contra su inverso. En
segundo lugar, lo que se contrapone en todos los ejemplos es por un lado
la pretensión de establecer pautas comunes universales que garanticen
cierta armonía entre las sociedades ultramasificadas y por otro la
exasperación de lo diverso y particular, que reivindica la irreductible
variedad de las formas de entender lo humano. Por un lado, los peligros
de la excesiva variedad, que impide la armonía y alimenta los
antagonismos; por otro, los de una hegemonía que impone el beneficio o
los ideales de unos cuantos a costa de todos los demás. ¿Pueden
intentarse propuestas que favorezcan la reconciliación de intereses a
tan gran escala? Supongo que en eso consiste la principal tarea política
y aun ética que deberemos afrontar a comienzos del nuevo milenio.
Permítanme
una breve digresión sobre el fundamento de la concordia entre seres
pensantes. En las disputas científicas o filosóficas el entramado causal
de la realidad física, lo que llamamos el "mundo exterior", es a fin de
cuentas el arbitraje decisivo entre las diversas teorías propuestas.
Por muy posmoderna que sea nuestra perspectiva y por más flexibles o
relativos que sean nuestros criterios de verificación, la última
instancia sigue siendo la adecuación o no de lo que profesamos con la
terca realidad. Sólo las descripciones que se parecen al mundo logran
funcionar en él. Pero, en cambio, cuando se trata de valores éticos o
políticos (y desde luego también hay valores políticos, más allá de la
simple apetencia de conquistar el poder y conservarlo a toda costa)
falta ese último tribunal de apelación: en el terreno moral no hay algo
análogo a la causalidad física o al "mundo exterior", aunque muchos
moralistas postulan un arbitraje semejante acudiendo a Dios —del que
sabemos poco— o a la Naturaleza, cuyos propósitos normativos conocemos
aún peor. Como bien ha señalado Bernard Williams, cuando la pregunta es
"¿qué debo creer?" (por ejemplo sobre la altura del Mont Blanc o acerca
de si el estroncio es un metal) cabe una respuesta en tercera persona
basada en la realidad física; pero en lo tocante a la razón práctica, es
decir a la pregunta "¿qué debo hacer?", sólo puedo ofrecer
razonamientos en primera persona que justifiquen mis motivos de actuar.
Tales argumentaciones también procuran apoyarse en lo real aunque
siempre de un modo mucho más aleatorio que en el caso de las ciencias;
busco ganarme las adhesiones razonables de mis interlocutores pero no
puedo aspirar —salvo superstición, es decir, salvo imponer una
estructura valorativa arbitraria universal— a un árbitro objetivo y no
meramente intersubjetivo que zanje suficientemente la disparidad de
criterios. En los valores no todo es meramente relativo pero nada
resulta inequívocamente absoluto: el mejor razonamiento en este campo
nunca excluye sino que toma en cuenta tras el debido debate las razones
del otro.
Tras
declarar este planteamiento, voy a atreverme a proponer ciertas
orientaciones sobre la forma de afrontar en la práctica los temores
convencionales que marcan el cambio de milenio. Creo que todas las
culturas, desde la más primitiva hasta la tecnológicamente más
desarrollada, tienen dimensiones que las cierran sobre sí mismas hasta
llegar a blindarlas frente a las otras (la acertada expresión es de
Giacomo Marramao). La proclamación defensiva o agresiva de "identidades
culturales" responde a este repliegue belicoso, siempre basado en el
neurótico esquema entre lo "nuestro" y lo "ajeno", lo "propio" y lo
"impropio", etc… Pero las culturas no tienen como única función
identificar a los miembros de un grupo: también sirven para desarrollar
idiosincrásicamente lo que no pertenece a ningún grupo en concreto,
aquello que nos identifica con lo distinto y no sólo con lo próximo y lo
igual, en una palabra lo que nos abre a la pluralidad universal de lo
humano. En cada cultura la superstición, el capricho o el afán de rapiña
alejan de los otros, pero la creación artística, el conocimiento
científico o la compasión moral nos aproximan al resto de nuestros
congéneres. Podemos llamar "culta" a la persona que conoce bien su
propia tradición cultural y quizá los rasgos importantes de algunas más;
pero sólo es "civilizado" quien desde su propia cultura o desde varias
aspira a reconocer, fomentar y reconciliar lo que tienen en común todos
los seres humanos. Las culturas y subculturas son —y deben ser, tal es
su encanto— voluntariosamente distintas; pero la civilización humana ya
no puede ser más que una en lo esencial y tal vez en ello estriba lo más
noble de la por tantas otras razones sospechosa mundialización.
Posiblemente el reto del próximo siglo (me resisto a hablar del próximo
milenio, porque mil años no me parecen medida adecuada para proyectos
humanos… ¡sólo la inhumanidad de los nazis pretendió un Reich de mil
años!) consista en potenciar la civilización a partir de cada una de las
culturas y no cada cultura en detrimento de la común civilización…
Hay
un vínculo estrecho entre civilización y ciudadanía, entendida como el
derecho de cada persona a su autonomía, inviolabilidad y dignidad
propia, sea cual fuere su origen étnico, su nacionalidad, su sexo, su
comunidad cultural de pertenencia. No es que la civilización exalte a
los individuos como independientes de sus grupos culturales, sino que
entiende tales grupos a partir de los individuos que los forman y a
éstos como nunca del todo reducibles a sus rasgos de identificación
colectiva. Tal es precisamente el sentido de la Declaración de Derechos
Humanos, cuya prueba de fuego estriba en reconocérselos no a los
compatriotas o a quienes nos son más próximos y parecidos, sino al que
viene de fuera: al inmigrante, al exilado, al apátrida, al distinto y
distante, a quien no tiene el respaldo de su afiliación a un país
poderoso sino sólo su pertenencia inerme a la humanidad que los demás
han de confirmarle. Sin duda, los derechos humanos implican una
concepción de lo social profundamente subversiva de prejuicios atávicos y
modos de pensar tradicionales. Sus críticos los consideran meramente
una imposición imperialista del etnocentrismo occidental y reivindican
el derecho frente a ellos a la autoafirmación de colectivismos tribales,
olvidando que en su raíz revolucionaria (se impusieron por primera vez
en América gracias a una sublevación y en Francia tras cortar la cabeza a
un rey) esos principios universalistas también subvirtieron a los
viejos regímenes europeos y siguen hoy subvirtiendo cuando se los
reclama de veras el propio tribalismo consumista, acumulativo,
depredador y excluyente del modelo occidental de sociedad.
Un
mundo de ciudadanos no es meramente un conjunto de átomos regidos por
el principio seudodarwinista de la ley del más fuerte sino un campo
abierto en el que las determinaciones tradicionales influyen pero no
constriñen hasta la asfixia. Un pensador actual (Z. Bauman) habla de una
pluralidad de hábitats de significado personales que se solapan y
coexisten dentro de cada una de las áreas culturales y cuya
proliferación armónica podría ser precisamente la cifra de esa
civilización a la que aspiramos. Por supuesto, desde la vieja democracia
ateniense sabemos que no puede haber ciudadanía efectiva sin un mínimo
económico garantizado: la miseria sin remedio ni esperanza convierte a
las democracias en parodia y a los ciudadanos en esclavos o marionetas.
Por muy personal e individual que sea la iniciativa que enriquece a los
unos, la creación misma de abundancia es un proceso social del que nadie
debe verse plenamente descartado por sus circunstancias personales o
por las exigencias del mercado. De modo que la exigencia de una renta
básica de ciudadanía, un ingreso mínimo común garantizado a todos como
un derecho y no como forma de caridad, es uno de los objetivos
irrenunciables de la civilización venidera. Permitiría además que cada
cual regulase de acuerdo con sus preferencias su entrega a la
productividad y al ocio, favoreciendo el reparto del trabajo que en
muchos países aparece como la única alternativa digna imaginable (frente
a la aniquilación de las garantías sociales y la degradación de la mano
de obra) ante el paro endémico de las sociedades altamente
industrializadas.
Una
última indicación: hablar del futuro de las culturas y de la
civilización implica, necesariamente, hablar de educación. Mientras
millones de niños en todos los continentes carezcan de los elementos
básicos del conocimiento laico y racional, mientras crezcan desatendidos
por sus mayores, abandonados a su suerte o aun peor —utilizados como
minisoldados, como mano de obra barata, como esclavos del placer de
adultos sin escrúpulos—, la civilización seguirá siendo un sueño
impotente o una vil coartada para que las multinacionales extiendan la
red de sus negocios. Y esa es la sombra más oscura que lanza sus
tinieblas sobre el nuevo milenio, como entenebrece ya nuestro presente
ahora mismo.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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