Em longa resenha escrita para a Revista ed Libros, Carlos López-Fanjul analisa o livro de Adam Rutherford, (Como rebatir a um racista), recentemente traduzido na Espanha:
El
significado de la voz raza que ofrece el actual diccionario de la Real
Academia, expresado como «cada uno de los grupos en que se subdividen
algunas especies biológicas y cuyos caracteres diferenciales se
perpetúan por herencia», es tan políticamente correcto como poco
informativo, al no concretar en manera alguna ni a qué especies se
refiere ni cuáles son los atributos hereditarios a tener en cuenta para
encasillar en cada una de ellas a los distintos grupos que la componen.
Algo más precisa, quizás por obra del subconsciente académico, es la
especificación de etnia como «comunidad humana definida por afinidades
raciales, lingüísticas, culturales, etc.», que implícitamente remite al
uso común del término raza en lo que respecta al ser humano, alusivo a
conjuntos de individuos que comparten un mismo origen geográfico más o
menos remoto, cuyos rasgos distintivos abarcan características físicas
externas como color de la piel, tipo de cabello, o rasgos faciales,
junto con cualidades conductuales entre las que se incluyen
temperamento, moralidad y capacidad intelectual. En otras palabras, a
pesar de manifestaciones en contrario o premeditados silencios, cabe
pensar que, para muchos, sigue aún vigente en líneas generales la
clasificación propuesta por Linneo en su Systema Naturae (1758), que no
pasa de ser una verbalización de las opiniones racistas de su época, al
subdividir al Homo sapiens en cuatro grupos: europeos blancos,
americanos cobrizos, asiáticos cetrinos y africanos negros, respectiva y
supuestamente gobernados por leyes, atavismos, sentimientos o caprichos
específicos. Pasados algo más de dos siglos, el catálogo oficial de
razas del Census Bureau norteamericano (blancos, africanos, indios
americanos, asiáticos e isleños del Pacífico) coincide prácticamente con
el linneano, a pesar de su insistencia en que la configuración de dicha
lista obedece exclusivamente a criterios sociales y no biológicos. Al
aumentar el repertorio de caracteres diagnóstico propio de la taxonomía
al uso, el número de razas humanas propuesto por los especialistas
blancos llegó a alcanzar varias decenas, pero todos ellos coincidían en
situar a la suya en la cúspide de la estructura poblacional de la
especie. Es más, Linneo propuso una segunda especie, el Homo
monstruosus, que englobaba entre otros a patagones, hotentotes e,
incluso, indígenas canadienses.
A
exponer lo que la genética puede decir sobre los temas apuntados más
arriba está dedicado el texto objeto de la presente reseña, publicado en
2020 y traducido el año siguiente al castellano. Su autor, Adam
Rutherford, se ha aplicado a la divulgación científica, tras doctorarse
en genética por la universidad de Londres, como editor responsable de
los programas audiovisuales de la revista Nature durante una década,
presentador del programa radiofónico de la BBC Inside Science,
colaborador habitual del diario The Guardian, y autor de varios libros,
entre ellos Breve historia de todos los que han vivido: el relato de
nuestros genes, reseñado en Revista de Libros (20/12/2017).
La obra en cuestión está estructurada en cuatro capítulos que analizaré con detalle en lo que sigue, destinando los dos primeros a exponer la realidad genética en lo que toca a la pigmentación y la pureza racial, y dedicando los dos últimos a examinar la pretendida condición hereditaria del mayor potencial deportivo o la superior capacidad intelectual que, respectivamente, suele atribuirse a una ascendencia africana o europea. Precedido por una larga introducción y finalizado con unas cortas conclusiones, tanto el enfoque como la división del escrito me han traído a la mente la versión operística del mito de Fausto desarrollada por Arrigo Boito en su Mefistofele, una versión más del eterno combate entre el bien y el mal rematada esta vez con un final feliz.
A
lo largo de un siglo, la genética ha intentado establecer el alcance de
su influencia en la determinación de las diferencias entre comunidades
humanas asentadas en distintas áreas geográficas. Sin embargo, un
análisis científicamente satisfactorio sólo ha podido llevarse a cabo a
partir de los datos genómicos obtenidos utilizando las técnicas
moleculares desarrolladas durante los últimos veinte años, con la
notable excepción del expuesto en el párrafo siguiente. Por su novedad e
interés, creo que merece la pena extenderse en la exposición de esos
datos y examinar detenidamente las conclusiones alcanzadas a partir de
su elaboración.
En
1972 Richard C. Lewontin publicó su famoso trabajo The apportionment of
human diversity, cuyo propósito era averiguar si las diferencias
taxonómicas convencionales hasta entonces utilizadas para establecer las
clasificaciones raciales podían aplicarse a la variación genética
subyacente, representada por la que era accesible entonces, esto es, por
nueve grupos sanguíneos conocidos de antiguo y ocho polimorfismos
enzimáticos detectados pocos años antes, examinados en muestras de
individuos tomadas en cada una de 168 poblaciones de diversa
localización geográfica a razón de unas 34 por cada uno de los cinco
continentes. Los resultados pusieron de manifiesto que el 86% de la
variabilidad total observada correspondía al promedio de las diferencias
entre las personas que formaban parte de una misma población, y que el
14% restante se repartía prácticamente por igual entre las divergencias
promedio entre las poblaciones asentadas en un mismo continente y las
existentes entre los seres humanos afincados en distintos continentes.
Debe destacarse la elevada repetibilidad de las conclusiones que acabo
de cuantificar, puesto que al llevar a cabo el análisis gen por gen las
respuestas individuales fueron extraordinariamente consistentes, cosa
insólita dada la escasa confianza que a priori cabe depositar en un sólo
gen si se le toma como representante de los veinte mil de nuestro
genoma. En consecuencia, Lewontin concluyó su estudio con la inevitable
afirmación de que la herencia de los caracteres en los que se basa la
clasificación racial convencional no presenta relación alguna con el
comportamiento de la variación genética general representada por los
genes analizados, dictaminando en consecuencia que dicha clasificación
carece de sentido científico.
Treinta
años después, el grupo dirigido por Noah Rosenberg repitió la operación
anterior en 52 poblaciones situadas en distintos lugares del globo,
pero utilizando un número mucho mayor de marcadores genéticos
moleculares, en este caso 377 microsatélites, esto es, segmentos del
genoma que muestran en la misma posición un número variable de
secuencias repetidas de ADN no codificante. Los resultados obtenidos
fueron, de facto, análogos a los anteriores, aunque las disparidades
entre continentes o entre distintas poblaciones de un mismo continente
se redujeron respectivamente al cuatro y el tres por ciento, adjudicando
por tanto a la variabilidad genética de los individuos adscritos a una
misma población el 93% de la total de la especie.
Tras
la presentación del primer genoma humano en 2001, el número de
variantes genéticas accesibles pasó de unos centenares a cientos de
miles, utilizando los llamados polimorfismos de un solo nucleótido (SNP =
single nucleotide polymorphism), es decir, los cambios de un nucleótido
por otro que se dan en unos cuantos millones de posiciones del genoma
como consecuencia de la acción reiterada de la mutación a lo largo de
las generaciones. Recurriendo a estas variantes es posible escudriñar,
mediante complejos procedimientos estadísticos, incluso pequeñas
divergencias genéticas entre grupos actuales geográficamente próximos
pero a los que tradicionalmente se atribuye un origen ancestral al menos
parcialmente distinto, por más que, como se ha dicho, dichas
diferencias sólo representen de promedio entre un tres y un cinco por
ciento de la variación total. Por dar un ejemplo, en el proyecto People
of the Bristish Isles iniciado en 2004 en la Universidad de Oxford, se
analizaron 600.000 SNPs en 4.500 ciudadanos del Reino Unido cuyos cuatro
abuelos habían nacido en puntos situados dentro de un círculo de 40 km
de radio, tomando como centro el punto de nacimiento del nieto. Las
mínimas diferencias detectadas permitieron distinguir a los pobladores
de las regiones a las que el romanticismo decimonónico denominó
«célticas» de los del resto del país, con la sorpresa de que escoceses,
galeses y córnicos diferían más entre sí que con respecto a los
ingleses, lo cual sugiere, para desconsuelo de algunos, que su anhelada
prosapia «céltica» es esencialmente lingüística y cultural pero no está
en la sangre. Dado que la edad media de los sujetos experimentales era
de 65 años, las inferencias obtenidas refieren a la población que
residía en las zonas en cuestión hacia 1880 y no a la actual, fruto en
parte de migraciones recientes. Lo mismo aplica a los conjuntos formados
por individuos con ocho apellidos vascos, que igualmente remiten a la
población del territorio en el último tercio del siglo XIX y no a la
actualmente empadronada en él, donde sólo un 20% tiene dos apellidos
vascuences y los de ocho deben ser mucho menos frecuentes.
Lo
anterior deja palmariamente clara la situación con respecto a la
variabilidad genética referida, generada inicialmente por mutación y
denominada neutra porque su magnitud está únicamente sometida a los
influjos de la migración y el azar, pero no de la selección natural. En
resumidas cuentas, las diferencias genéticas entre poblaciones son muy
pequeñas y las que existen entre los individuos que las componen muy
grandes. Queda por averiguar a qué momento del pasado refieren este tipo
de datos. El grupo de Wenqing Fu ha podido establecer que tres de cada
cuatro variantes SNP observadas en euro y afroamericanos corresponden a
mutaciones ocurridas entre los últimos 5.000 y 10.000 años de la
historia de la humanidad. En consecuencia, cabe analizar la
diferenciación de esas variantes entre poblaciones actuales de distinto
origen geográfico mediante el llamado modelo clinal, esto es, suponiendo
que, durante el lapso referido, los continentes fueron sucesivamente
ocupados por pequeñas cuadrillas y que la mayor parte de los migrantes
que se integraban reproductivamente en ellas provenían de otras
colectividades relativamente próximas, lo cual concuerda con el hecho
general de que la diversificación genética poblacional aumenta en
relación directa con la distancia que separa los respectivos
emplazamientos geográficos.
¿Qué
ocurrió antes? Las técnicas desarrolladas desde 2010 por el grupo de
investigación dirigido por Svante Pääbo hicieron posible la
secuenciación de genomas humanos procedentes de restos fósiles no
totalmente mineralizados datados por métodos radiocarbónicos, operación
continuada en el laboratorio de David Reich mediante el análisis
comparado de los acervos genéticos de individuos que vivieron en
distintos momentos del pasado hasta hace unos 50.000 años, esto es,
durante la práctica totalidad del período de ocupación del territorio
europeo por el Homo sapiens sapiens. La principal conclusión alcanzada,
que precisaré más adelante, es que el genoma de cualquier población
humana actual es el resultado de sucesivos mestizajes entre grupos de
procedencias diversas y presenta escasas coincidencias con el de sus
antepasados en un pasado remoto, digamos más atrás de 10.000 años. Es
preciso tener en cuenta que las muestras de genomas fósiles fechadas en
una determinada época son, irremediablemente, poco numerosas y, por
ello, las inferencias derivadas de su estudio van acompañadas de un
margen de error considerable a pesar del gran número de marcadores
genéticos empleados. Esto implica que las correspondientes conclusiones
pueden experimentar modificaciones a medida que va incorporándose nueva
información. En lo que sigue me limitaré a describir la situación en
Europa, donde el acopio de datos es mucho mayor que en cualquier otro
territorio, y en América, por ser el último continente ocupado por el
ser humano, glosando los datos aportados por Rutherford y los expuestos
en la obra de Reich Quiénes somos y cómo llegamos hasta aquí: ADN
antiguo y la nueva ciencia del pasado humano, también reseñada en
Revista de Libros (20/02/2019).
Hace
unos 40.000 años, durante el Paleolítico superior, comenzó la primera
colonización de Europa por cazadores-recolectores de origen africano. A
partir de entonces, la paleogenómica ha permitido establecer a grandes
rasgos los cambios experimentados por el genoma de los pobladores del
continente como consecuencia de tres invasiones sucesivas. La primera
ocurrió unos 15.000 años después de la ocupación inicial y corresponde a
otro grupo de cazadores-reproductores, los llamados Noreuroasiáticos
antiguos (ANE = Ancient North Eurasians), del mismo origen que los
nativos coetáneos pero separados de estos a lo largo de unos milenios de
aislamiento en la estepa siberiana. A la etnia ANE perteneció la Dama
Roja, cuyos restos pintados de ocre datados hace unos 19.000 años se
excavaron en El Mirón (Cantabria), esto es, durante el período
magdaleniense al que corresponden la mayor parte de las pinturas de la
Gran Sala de Altamira. Pasados otros 15.000 años, en pleno Neolítico,
unos recién llegados procedentes del Creciente Fértil introdujeron en
Europa las técnicas agrícolas. Con ellas se hizo posible la implantación
de asentamientos estables, asociada a un empobrecimiento de la calidad
de la dieta resultante en la disminución de la talla. Por último, hace
unos 5.000 años, ya en la Edad de los Metales, hicieron su entrada desde
la estepa rusa los ganaderos Yamnaya, provistos de carros y caballos,
que importaron entre otras cosas el idioma protoindoeuropeo. A cada
incursión sucedió la substitución prácticamente total del genoma
autóctono previo por el foráneo, de manera que el de los europeos
actuales está compuesto por un 75% de ganaderos y un 25% de
agricultores, conservando sólo escasos vestigios de los
cazadores-recolectores previos. En otras palabras, el grueso del genoma
en cada período fue el resultado de la reiteración temporal de
apareamientos entre machos invasores llegados en sucesivas oleadas y
hembras nativas con un creciente grado de mestizaje, de tal modo que mil
años después de la entrada de los pueblos yamnayas en la Península
Ibérica correspondía a esta etnia el 90 % de los cromosomas Y de sus
habitantes. A lo que parece, la tez de los ANE era oscura, aunque a
veces venía acompañada por ojos azules, como es el caso de dos adultos
que vivieron hace unos 7.000 años en la vertiente leonesa de la
cordillera cantábrica (La Braña, Arintero); mientras que entre los
agricultores predominaba una piel algo más clara, pelo negruzco y ojos
pardos. Los primeros europeos dotados de una epidermis notoriamente
blanca, el distintivo prototípico del europaeus albus de Linneo,
corresponden a unos restos datados hace unos 8.000 años excavados en
Motala (Suecia), una intrigante colección de cráneos atravesados por
estacas. Sin embargo, la ventaja que puede proporcionar una baja
concentración cutánea de melanina, favorecedora de una síntesis más
eficiente de vitamina D en zonas de insuficiente radiación solar, sólo
explica parcialmente la presión selectiva determinante de la rápida
disminución de la pigmentación epidérmica en Europa, acaso acelerada por
la pertinente merma de la concentración de dicha vitamina en la dieta
de los agricultores comparada con la de los cazadores-recolectores. En
resumidas cuentas, la noción de raza como entidad biológica ancestral
conservada en pureza desde tiempos remotos es, a la luz de la genética,
insostenible. Por el contrario los europeos, y lo mismo puede decirse de
los restantes seres humanos actuales, son el producto de sucesivas
mixturas ocurridas en el transcurso de una extensa historia como
consecuencia de repetidas migraciones.
A
diferencia de lo ocurrido en los restantes continentes, la colonización
de América comenzó en tiempos mucho más recientes, hace tan sólo unos
15.000 años. Por ello, la constitución genética de las poblaciones
nativas modernas concuerda por lo general con la que correspondería a la
expansión de pequeñas bandas de cazadores-recolectores procedentes de
una misma raíz asiática, denominada Americana Primitiva, que fueron
ocupando sucesivamente el territorio. Aunque están documentadas
distintas migraciones orientales posteriores, su influencia sobre el
genoma contemporáneo de los pueblos autóctonos es de mucha menor
entidad. Es interesante señalar que, en lo que respecta a las mutaciones
ocurridas después de que el Homo sapiens saliera de África, se aprecia
cierta semejanza entre los actuales genomas de europeos y americanos
atribuible a su común ascendencia ANE, no compartida con los presentes
pobladores del Oriente asiático. Evidentemente, los mestizajes
importantes en América ocurrieron después del descubrimiento, tanto por
parte de los colonizadores europeos, predominantemente españoles, como
de los esclavos procedentes de África.
Con
todo, la historia de las amalgamas determinantes de la constitución de
nuestro genoma actual no acaba aquí. La paleogenómica ha permitido
establecer que dos subespecies de Homo sapiens hoy extinguidas
(neanderthalensis y denisova) convivían con la nuestra y, aunque se
separaron filogenéticamente de ella 600.000 años atrás, aún retenían
hasta hace unos 30.000 la propiedad que define a todas ellas como tales,
esto es, la capacidad de sus miembros para poder aparearse entre sí y
engendrar descendencia fértil. Todavía permanece en el genoma europeo un
promedio del orden de un dos por ciento del neandertal, lo que quiere
decir que aproximadamente la mitad de los europeos no conservan ni un
sólo gen de esa procedencia, para desengaño de aquellos que dicen
sentirse orgullosos de compartir el patrimonio hereditario de ambas
estirpes. Algo parecido ocurre con los denisovanos, de cuyo genoma aun
retiene un promedio de un 4% el de los actuales novoguineanos, pero que
se reduce a un 0,2 % en el de los asiáticos orientales.
Como
insiste Rutherford, quizás sea más ilustrativo pasar de la descripción
de lo ocurrido antaño a la averiguación de lo que sucede hogaño.
Supongamos, por facilitar el cálculo, que nos limitamos a Europa, que
nos remontamos al año mil de nuestra era, y que ajustamos la duración de
una generación a 25 años, esto es, retrocedemos 40 generaciones. El
número de antepasados que en esa fecha del pasado tiene cualquier
europeo de hoy es, aproximadamente, un billón (240 ~ 1012), sin embargo,
se ha estimado que sólo cuatro quintas partes de los 25 millones de
seres humanos que poblaban Europa al cumplirse el primer milenio cuentan
con descendencia en la actualidad. Por tanto, para acomodar esas dos
cifras tan dispares, es preciso que las ramas de los correspondientes
árboles genealógicos no sean independientes en el tiempo sino que
muestren numerosísimas interconexiones en diferentes momentos
pretéritos, esto es, un gran número de ascendientes repetidos que han
transmitido genes a su progenie a través de muy diversas vías, de manera
que una exploración de la situación recurriendo a modelos matemáticos
indica que cualquier europeo contemporáneo, siempre que lo sea por los
cuatro costados, desciende de todos y cada uno de esos 20 millones de
europeos de un ayer relativamente cercano. Evidentemente, los modelos se
construyen partiendo de determinados supuestos y sus predicciones
pueden variar si estos cambian, pero las consideraciones anteriores han
sido satisfactoriamente validadas recurriendo a datos empíricos, esto
es, a grandes números de variantes genéticas del tipo SNP, algo que
solamente ha sido posible en los últimos años. En otras palabras, un
promedio de unas mil líneas diferentes unen genealógicamente a cada
español coetáneo con cada uno de sus ancestros peninsulares de hace mil
años aunque, como cabría esperar, el número de esas líneas se reduce a
diez cuando conducen a cada uno de sus antecesores escandinavos en la
misma fecha. Hace tan sólo 600 años vivía un individuo que figura en el
árbol genealógico de todos los europeos del presente, pero, si queremos
ampliar la dispersión geográfica de sus ascendientes, basta con
retroceder 3.400 años para encontrar al anónimo progenitor común más
reciente de toda la humanidad actual, más o menos a los tiempos de
Nefertiti. A esta simple precisión quedan reducidos los desvelos de
tantos genealogistas que se afanaban y afanan en encontrar para sus
clientes un abuelo en Covadonga. Ahora sabemos que si alguno de aquellos
«abuelos» tiene actualmente «nietos», estos son el nutrido conjunto
formado por la totalidad de los europeos.
Las
consideraciones expresadas hasta aquí refieren a la porción neutra del
genoma, es decir, a aquellas variantes genéticas surgidas inicialmente
por mutación cuyas frecuencias fluctúan únicamente por la acción
conjunta de la migración y el azar. ¿Qué decir de los genes sometidos a
la presión de la selección natural? Aunque los datos pertinentes son
mucho menos abundantes, comenzaré apuntando que el porcentaje de genoma
neandertal portado por los miembros de nuestra subespecie era un 5% hace
unos 40.000 años pero se ha ido reduciendo con el paso del tiempo hasta
el 2% moderno como consecuencia de la acción selectiva en su contra, en
particular sobre los genes relacionados con la fecundidad de los
híbridos, de los que la muestra más obvia es el conjunto de los situados
en el cromosoma X, aunque parece que una fracción considerable de los
genes vinculados con el sistema inmunológico y la adaptación a climas
fríos podría proceder de los neandertales. Algo parecido ocurre con los
genes que, al facilitar la absorción del oxígeno en la sangre, permiten
la adaptación a grandes altitudes, posiblemente incluidos en un segmento
de ADN denisovano. A su vez, los indicios de selección natural
detectados en los genomas europeos cuya edad está comprendida entre los
últimos 8.000 y 2.000 años corresponden, en buena medida, a genes
relacionados con los cambios de dieta promovidos por la introducción de
las prácticas agrícolas y ganaderas, como las variantes que confieren a
sus portadores la capacidad de digerir la lactosa permitiéndoles la
ingestión de leche fresca, propias de las poblaciones europeas pero
ausentes en las de los demás continentes, a excepción de algunos pueblos
ganaderos africanos como los masais y los tuaregs cuya pertinente
mutación es distinta. Por otra parte, la frecuencia de los genes
deletéreos causantes de las denominadas enfermedades genéticas raras es
más baja en África que en el resto del planeta, lo cual probablemente se
debe al reducido censo de los grupos que iniciaron la dispersión
geográfica de la especie hace unos 100.000 años.
Buena
parte de los genes afectados por la selección tienen efectos pequeños
y, por ahora, su identificación se limita a aquellos que los tienen lo
suficientemente grandes como para provocar los llamados barridos
selectivos, consistentes en rápidos aumentos de la frecuencia génica del
gen favorecido asociados a la reducción de la variación genética en
torno a su posición cromosómica. Aunque su estudio está limitado a los
últimos 30.000 años, sólo un 20% de los barridos identificados en
regiones cromosómicas concretas son comunes a poblaciones residentes en
distintos continentes, como consecuencia de la acción diferencial de la
selección en circunstancias ambientales distintas. Por ejemplo, algunos
de los genes responsables de la pigmentación de la piel, la tolerancia a
la lactosa, o la resistencia a la malaria no son los mismos en
poblaciones europeas, asiáticas o africanas, ni están necesariamente
situados en la misma posición genómica.
El
desarrollo técnico ha hecho posible el florecimiento de empresas
dedicadas a ofrecer la secuenciación del genoma individual, completando
la información con la atribución de porcentajes de la ascendencia del
interesado a distintos grupos históricos que se consideran atractivos,
por ejemplo, el vikingo. Aunque dichas asignaciones satisfagan las
aspiraciones genealógicas de los clientes, lo cierto es que no se basan
en una comparación con una inexistente muestra de genomas vikingos
ancestrales, sino con la población escandinava actual cuya relación con
los pobladores de su zona de asentamiento hace un milenio es, como
mínimo, difusa.
Por
ser el rasgo más visible, las clasificaciones raciales, de Linneo en
adelante, han tomado el color de la piel como el signo más evidente de
pertenencia a una determinada etnia. Pero si bien es cierto que la
pigmentación de la epidermis, el cabello y el iris depende esencialmente
de la concentración de melanina que, a su vez, está determinada
genéticamente, Rutherford también se afana en demostrar que la
coloración no es una característica discontinua que permita diferenciar
sin ambages a las razas humanas tradicionales, sino una variable
continua que muestra una apreciable dispersión dentro de cada una de
ellas como ocurre, por ejemplo, con el tinte de la piel de los europeos
que oscila entre la palidez del escandinavo y lo cetrino del siciliano.
Es más, un determinado color, sensu lato, no es exclusivo de los
pobladores de un mismo continente, como proclama la tez oscura que
comparten los africanos subsaharianos con los aborígenes australianos y
neoguineanos y los isleños del golfo de Bengala. En los últimos años el
número de genes identificados con efecto sobre el grado de pigmentación
ha pasado de una decena a más de un centenar, cuya manifestación
individual puede variar de un individuo a otro dependiendo de sus
respectivas constituciones genéticas con respecto a los restantes. Así,
la variante del gen MC1R, que hasta hace unos cuatro años se consideraba
determinante del fenotipo pelirrojo si se presentaba en dosis doble, ha
pasado a ser una condición necesaria pero poco suficiente, puesto que
un 70% de sus portadores son rubios o castaños claros. La presencia de
otra variante, en este caso del gen OCA2, resulta en ojos pardo oscuros
en un tercio de sus portadores, pero en verdes o azules en un 13% de
estos. Por último, una variante más, esta vez del gen SLC24A5,
probablemente originada por mutación en Europa y estrechamente asociada a
la piel blanca, se encuentra con frecuencias elevadas en etíopes y
tanzanos. De hecho, los bosquimanos, cuya epidermis es considerablemente
más clara que la de otros sudafricanos nativos, también portan con
frecuencia alta una variante idéntica a la europea, probablemente
recibida de pueblos pastores etíopes hace unos 2000 años y, más
modernamente, de los boers. Por estas razones, las coloraciones
atribuidas a los portadores de genomas fósiles a las que me he referido
anteriormente no pasan de ser meras conjeturas.
Los
depósitos de melanina cutánea absorben los rayos ultravioletas y
protegen al individuo de la radiación solar, lo cual es ventajoso en
zonas luminosas y desventajoso en las oscuras, puesto que, como se ha
indicado antes, la radiación ultravioleta activa la producción de
vitamina D, que es esencial para el desarrollo óseo. Prueba de la acción
de la selección natural sobre la pigmentación es la ausencia de
variación en poblaciones nativas subsaharianas del gen MC1R al que me he
referido más arriba, uno de los importantes en la regulación de la
producción de eumelanina.
El
tercer capítulo del libro está dedicado a desmontar la opinión
generalizada de que los africanos están genéticamente mejor dotados que
otros pueblos para la práctica de determinados deportes, lo que
presuntamente explicaría el predominio de los atletas afroamericanos en
las carreras olímpicas de 100 metros lisos durante los últimos 40 años.
En este sentido, el entrenador de Jesse Owens, ganador de los 100 y 200
metros y los relevos 4 x 100 en la olimpiada de Berlín de 1936 pese a la
irritación de Hitler, atribuía el triunfo de la raza negra a la
velocidad que decidía entre la vida o la muerte de sus primitivos
antepasados en las adversas circunstancias de la jungla donde se
afincaban. Más tarde, se trató de achacar dicha preponderancia a un
proceso de selección artificial dirigido a aumentar el vigor físico de
los esclavos supuestamente puesto en práctica en las plantaciones
sureñas de los Estados Unidos, pero, como cabría esperar, la comparación
del ADN de afroamericanos y africanos de su mismo origen geográfico no
reveló indicio alguno de esa pretendida presión selectiva. En este orden
de cosas, también se ha tratado de asignar a la nacionalidad keniana o
etíope de los ganadores de las carreras de fondo una especial aptitud
genética, supuestamente fijada durante un pasado pastoril donde el
esfuerzo físico para mantener unido el rebaño condicionaría el éxito
reproductivo en hábitats desfavorables.
Por
ahora se han identificado en deportistas de elite unas 150 variantes en
83 genes presuntamente relacionados con el vigor físico, aunque la gran
mayoría de sus efectos no hayan alcanzado la significación estadística
exigible. Como excepción, Rutherford se detiene en el análisis de
aquellos que el sensacionalismo al uso de los medios de comunicación ha
bautizado como el gen de la velocidad (ACTN3) o el de la resistencia
(ACE). La variante R del gen ACTN3 aumenta la capacidad de contracción
muscular y es más frecuente en afroamericanos (96%) que en
euroamericanos (80%), pero, por ser muy abundante en ambos grupos, es
muy improbable que decida la supremacía atlética de los primeros. A su
vez, la variante D del gen ACE proporciona a sus portadores una mayor
tasa de incorporación de oxígeno a la sangre, aunque su frecuencia no
difiere entre atletas y no atletas de nacionalidad keniana o etíope. Un
buen número de empresas ofrecen reactivos que permiten a sus clientes
averiguar su constitución genética con respecto a estos dos genes. Sin
embargo, la Federación Internacional de Medicina Deportiva ha salido al
paso de este negocio afirmando que los resultados no predicen el futuro
éxito deportivo de los solicitantes ni especifican el tipo de
entrenamiento preciso para lograrlo.
Aunque
no puede negarse la influencia de los genes en la condición física del
individuo, no parece que haya grupos humanos hereditariamente mejor
dotados que otros para la práctica de un deporte concreto. Con todo,
muchos jóvenes se someten a un entrenamiento intensivo por el éxito
económico y social alcanzado por sobresalientes deportistas de su misma
oriundez en una especialidad determinada, aunque no en otras. En este
sentido, los afroamericanos nunca han destacado en los 50 metros libres
de natación, acaso equivalente a los 100 metros lisos en tierra, lo cual
debe tener que ver con que un 70% de ellos no sabe nadar, por más que
no han faltado explicaciones ad hoc que atribuyen esa carencia a que
«están menos evolucionados». Como burlonamente apunta Rutherford, la
mayor parte de los campeones británicos de tenis de mesa han nacido en
Reading, pero esto no se debe a compartir una especial dotación genética
sino a su excelente entrenamiento en un afamado club de esa localidad.
El
último capítulo del texto reseñado se centra en el controvertido tema
de la herencia de la inteligencia y la posible existencia de diferencias
genéticas entre poblaciones humanas con respecto a este atributo. El
autor admite sin reparos que, grosso modo, las diferencias fenotípicas
promedio del cociente intelectual (IQ = intelligence quotient) entre los
individuos de una misma población se reparten por mitad entre las
causas hereditarias y las ambientales, lo cual, en la jerga del oficio,
corresponde a una heredabilidad del 50%. En paralelo, opina que
recientes estudios han identificado decenas de variantes genéticas
relacionadas con mejores puntuaciones en las valoraciones cognitivas,
afirmando que no le sorprendería si el número ascendiera «a muchos
centenares si no a miles». Sin embargo, también procura escurrir el
bulto con la manida excusa de que los resultados referidos son fruto de
la aplicación de técnicas científicas complejas y análisis estadísticos
enrevesados. En primer lugar, aunque mantiene que el IQ debe ser
utilizado como medida de inteligencia por ser un buen predictor, tanto
de las calificaciones académicas como del salario y el éxito
profesional, también insinúa que no está claro lo que ese índice mide.
En segundo lugar, reconoce que los procedimientos de estima de la
heredabilidad mencionada, basados en la semejanza de gemelos
monocigóticos y dicigóticos criados por separado, no están exentos de
reparos aunque considera que estos no son importantes, por más que
repetidamente se ha demostrado que pueden serlo. Por último, admite que
los efectos de genes putativos (regiones del genoma marcadas por SNPs)
sobre el número de años de educación recibidos están correlacionados con
los que pudieran tener sobre el IQ, cuando es mucho más fácil que
dichos efectos dependan en buena medida de la situación socioeconómica
del examinando y no tanto de su capacidad intelectual. Llegados aquí,
Rutherford aclara que lo dicho sólo proporciona información sobre las
poblaciones objeto de análisis y no sobre las diferencias genéticas
entre ellas. Aunque técnicamente no hay duda de que le asiste la razón,
para este viaje no precisaba de las antedichas alforjas. Para mantener
su postura bastaba con expresar que la importancia de la base genética
del IQ, por no decir de la inteligencia, dista mucho de haber sido
establecida en términos estrictamente científicos.
Como
he insistido desde el comienzo de esta reseña, cabe esperar que existan
diferencias entre poblaciones para cualquier rasgo heredable y también
que dichas disparidades no representen más que una menuda fracción de
las que distinguen a unos individuos de otros entre los que componen
cada una de ellas. Aunque algunos de los genes relacionados con la
adaptación a distintos medios sean causantes de diferencias patentes,
como los que determinan el grado de pigmentación de la epidermis, esa
distinción sólo opera a flor de piel y no es en absoluto representativa
de lo que ocurre en el resto del genoma. También existen divergencias de
signo alternante con respecto a la susceptibilidad a determinadas
enfermedades. Por ejemplo, la esclerosis múltiple es más frecuente en
euroamericanos que en afroamericanos y lo contrario ocurre con el cáncer
de próstata. Algo semejante sucede con caracteres de base poligénica
amplia como la estatura adulta, pero la discrepancia promedio entre las
poblaciones del Norte y el Sur de Europa con respecto a la frecuencia de
89 variantes con efecto significativo pero pequeño sobre este atributo
ha resultado ser algo menor del 1%, a efectos prácticos insignificante.
A
veces, profundos prejuicios personales pueden llegar a negar
cerrilmente la evidencia científica contrastada, resultando en
incoherencias flagrantes cuando la mano izquierda decide ignorar lo que
hace la derecha. Así, las continuas manifestaciones racistas de James D.
Watson, codescubridor de la estructura en doble hélice del ADN por lo
que se le concedió el premio Nobel y primer director del Proyecto Genoma
Humano, motivaron que la institución que dirigió durante largos años,
el Laboratorio Cold Spring Harbor, le retirara en 2019 todos sus títulos
honoríficos. El propio Rutherford, hijo de inglés y guayanesa de
ascendencia india, comenta que, en cierta ocasión, Watson le indicó
despectivamente que podría ser un buen genético «porque los indios son
muy trabajadores aunque poco imaginativos». Como resume Rutherford al
final de su obra, las razas son reales porque las concebimos como tales y
el racismo es real porque así lo decretamos. Pero ni unas ni otro se
fundamentan en consideraciones científicas. Ambas entran, en fin, en
franca contradicción con los hechos.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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