Observando-se os conflitos dos últimos 100 anos, é fácil constatar que as razões da guerra estão na filosofia: as guerras, afinal, são travadas por ideias. Ramón González Férriz para El Confidencial:
Las
guerras siempre tienen muchas razones. Se desatan por territorios, por
el control de los recursos, por venganza y orgullo o por la enajenación
de la élite dominante. Muchos creen que, al final, la causa de toda
guerra es el poder o el dinero. Ninguna de esas razones es falsa. Pero
la principal, si uno observa los conflictos de los últimos 100 años, es
la filosofía. Las guerras se libran por ideas, aunque los cínicos crean
que eso solo lo sostienen los ingenuos. Ese es el caso de la guerra de Ucrania. Y, por extensión, de la guerra fría en la que, poco a poco, aunque con ambigüedades, nos vamos adentrando.
Simplificando
un poco, en Occidente tendemos a pensar que esta es una lucha entre dos
modelos políticos y sociales que no solo son muy desiguales moralmente,
sino que de manera casi inevitable tienden a chocar por una cuestión de
valores: la democracia liberal y la dictadura nacionalista. Lo definió
muy bien la presidenta de la Comisión Europa, Ursula von der Leyen, en
el discurso del estado de la Unión
del pasado 14 de septiembre: “Esta no es solo una guerra que Rusia ha
lanzado contra Ucrania. Esta es una guerra contra nuestra energía, una
guerra contra nuestra economía, una guerra contra nuestros valores y una guerra contra nuestro futuro. Esto es la autocracia contra la democracia”.
Por
supuesto, los occidentales no solo podemos tener tratos comerciales, de
defensa o migratorios con dictaduras: en muchos sentidos, hemos
convertido eso en un refinado ejercicio de hipocresía. Compramos
petróleo a Arabia Saudí, fabricamos la mayor parte de nuestros
cachivaches en China y nuestro historial con las dictaduras africanas o
latinoamericanas es deleznable. Oscilamos entre el idealismo y la 'realpolitik', y tal vez esa oscilación sea nuestra única opción viable.
Pero, al mismo tiempo, sentimos repugnancia moral cuando uno de los países que no forman parte de nuestro club político agrede
a otro que forma parte de él. Y nos gusta el relato que prendió durante
la anterior Guerra Fría y que ahora aplicamos a esta: hay un mundo
libre y hay un mundo que no lo es; no queremos lanzar por la borda
nuestro bienestar para derrotar al segundo, pero sí estamos dispuestos a
hacer ciertos sacrificios
para que no crea que puede dominarnos y para convencer a los países
indecisos de que se pongan de nuestro lado. ¿Por qué? También por
recursos, poder y dinero, pero sobre todo por la convicción de que
nuestro modelo es mejor: vemos el mundo en términos de democracia y
libertad contra dictadura y sumisión.
Pero,
inevitablemente, el otro lado de esta guerra real y de la incipiente
guerra fría no lo ve así. Sus términos son otros. Los describió muy bien
Vladímir Putin en el discurso del pasado viernes 30 de
septiembre, en que explicó por qué Rusia se anexionaba regiones
pertenecientes a Ucrania y, en última instancia, por qué inició esta
guerra: Occidente, dijo, se ha embarcado en una “negación radical y
completa de las normas morales, la religión y la familia”. La
“dictadura” de las élites occidentales “se dirige contra todas las
sociedades, incluidos los pueblos de los propios países occidentales. Es
un reto a todo el mundo. Es una negación completa de la humanidad, el
derrocamiento de la fe y los valores tradicionales. De hecho, la
supresión de la libertad ha adoptado los rasgos de una religión: el
abierto satanismo”.
Xi
Jinping nunca lo diría de una manera tan tosca, ni utilizaría
argumentos religiosos tan disparatados, pero su mensaje podría ser el
mismo, y es el que ha utilizado la élite del Partido Comunista chino
en múltiples ocasiones: el liberalismo occidental está condenado a
desaparecer porque su sistema político, basado en la separación de
poderes, y su economía, basada en el individualismo y el consumo
desaforados, generan contradicciones, caos y la negación de los
principios básicos del nacionalismo, la sumisión a la jerarquía y el
sacrificio personal.
Líderes como Putin o Xi asumen que su autoritarismo requiere en ocasiones
una cierta brutalidad contra los disidentes; una brutalidad que creen
que nosotros también aplicamos, aunque hipócritamente lo neguemos. Pero
sostienen que eso es indispensable para mantener una sociedad
cohesionada y sometida a las órdenes de unos líderes cuya legitimidad va
más allá de los votos, los sistemas electorales y la separación de
poderes liberal. Es una legitimidad que les hace guardianes del orden y
la perduración de sus naciones.
Por supuesto, países como Rusia o China no solo están dispuestos a hacer negocios con Occidente,
sino que toda su economía depende de ello. Muchas veces, incluso
reconocen que nuestro sistema nos ha hecho más prósperos, aunque eso
esté condenado a dejar de ser así por nuestra propia debilidad corrupta y
la conflictividad que esta provoca en el interior de las sociedades.
Pero si nuestra manera de ver la nueva geopolítica es en términos de
democracia contra dictadura, la suya se basa en la distinción entre
orden y caos. Lo único que ellos pretenden es un mundo ordenado con sus
países en el centro gestionando ese orden. Y eso solo se consigue,
creen, parándole los pies al liberalismo occidental y a su máquina de
generar sociedades fragmentadas.
Estas
ideas, que inevitablemente estoy simplificando, son robustas. Aparecen
en discursos, impregnan los papeles de los 'think tanks' más serios y
reflejan las visiones de la vida y la sociedad en los dos lados, que son
esencialmente contrapuestas. Ambas cuentan con tradiciones literarias,
filosóficas y políticas con siglos de antigüedad, aunque muchos
occidentales quisieran poner el orden autoritario por encima de la
libertad, y muchos no occidentales prefieran el individualismo al sometimiento al grupo.
No
son equivalentes moralmente: el mundo libre es, de hecho, más libre y
próspero que el otro, y nunca deberíamos olvidarlo. Pero tampoco
deberíamos ignorar la ideas del contrario al fijar el marco del debate.
Este, para Occidente, es la democracia (nosotros) contra la tiranía (ellos).
Para Rusia y China, por muchas que sean las diferencias entre ellas, es
el orden (ellos) contra el caos (nosotros). No son ideas absolutas y
caben mil matices en ellas. Pero recuerden: esos son los distintos
marcos que regirán la próxima década.
Las
guerras siempre tienen muchas razones. Se desatan por territorios, por
el control de los recursos, por venganza y orgullo o por la enajenación
de la élite dominante. Muchos creen que, al final, la causa de toda
guerra es el poder o el dinero. Ninguna de esas razones es falsa. Pero
la principal, si uno observa los conflictos de los últimos 100 años, es
la filosofía. Las guerras se libran por ideas, aunque los cínicos crean
que eso solo lo sostienen los ingenuos. Ese es el caso de la guerra de Ucrania. Y, por extensión, de la guerra fría en la que, poco a poco, aunque con ambigüedades, nos vamos adentrando.
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