Em texto escrito em 2007, pouco depois da morte do filósofo Jean-François Revel - e incluído em um de seus últimos livros, "O Chamado da Tribo" - o escritor Mario Vargas Llosa presta homenagem ao combativo pensador francês. Reproduzido por Letras Libres, o ensaio segue aqui na íntegra:
Una
contribución valiosa de la Francia contemporánea, en el campo de las
ideas, no han sido los estructuralistas ni los deconstruccionistas –que
oscurecieron la crítica literaria hasta volverla poco menos que
ilegible–, ni los “nuevos filósofos”, más vistosos que consistentes,
sino un periodista y ensayista político: Jean-François Revel
(1924-2006). Sus libros y artículos, sensatos e iconoclastas, originales
e incisivos, resultan refrescantes dentro de los estereotipos,
prejuicios y condicionamientos que asfixiaron el debate ideológico de
nuestro tiempo. Por su independencia moral, su habilidad para percibir
cuándo la teoría deja de expresar la vida y comienza a traicionarla, su
coraje para enfrentarse a las modas intelectuales y su defensa
sistemática de la libertad en todos los terrenos donde ella es amenazada
o desnaturalizada, Revel hace pensar en un George Orwell de nuestros
días. Como el del inglés, su combate fue, también, bastante
incomprendido y solitario.
Al
igual que el autor de 1984, las críticas más duras de Revel fueron
disparadas hacia la izquierda y de ese lado recibió también los peores
ataques. Es sabido que el odio más fuerte, en la vida política, es el
que despierta el pariente más cercano. Porque si alguien se ha ganado
con justicia ese título, hoy tan prostituido, de “progresista” en el
campo intelectual fue él, cuyo empeño estuvo orientado a remover los
clisés y las rutinas mentales que impedían a las vanguardias políticas
contemporáneas entender cabalmente los problemas sociales y proponer
para ellos soluciones que fueran a la vez radicales y posibles. Para
llevar a cabo esta tarea de demolición, Revel, como Orwell en los años
treinta, optó por una actitud relativamente sencilla, pero que pocos
pensadores de izquierda de nuestros días han practicado: el regreso a
los hechos, la subordinación de lo pensado a lo vivido. Decidir en
función de la experiencia concreta la validez de las teorías políticas
resulta hoy poco menos que revolucionario, pues la costumbre que ha
cundido y que, sin duda, ha sido la rémora mayor de la izquierda
contemporánea, es la opuesta: determinar a partir de la teoría la
naturaleza de los hechos, lo que conduce generalmente a deformar éstos
para que coincidan con aquélla. Nada más absurdo que creer que la verdad
desciende de las ideas a las acciones humanas y no que son éstas las
que nutren a aquéllas con la verdad, pues el resultado de esa creencia
es el divorcio de unas y otras y eso es todavía lo más característico
(sobre todo en los países del llamado Tercer Mundo) de las ideologías de
izquierda, que suelen impresionar, sobre todo, por su furiosa
irrealidad.
Lo
novedoso, en Revel, era que los hechos le interesaban más que las
teorías y que nunca tuvo el menor empacho en refutarlas y negarlas si
encontraba que no eran confirmadas por la realidad. Tiene que ser muy
profunda la enajenación política en la que vivimos para que alguien que
se limitaba a introducir el sentido común en la reflexión sobre la vida
social –pues no es otra cosa obstinarse en someter las ideas a la prueba
de fuego de la experiencia concreta– apareciera como un dinamitero
intelectual.
Un
ejemplo es el escándalo que causó La tentación totalitaria, en 1976,
demostración persuasiva –con datos al alcance de todo el mundo pero que
el mundo no se había tomado hasta entonces el trabajo de sopesar– de
esta conclusión inesperada: que el principal obstáculo para el triunfo
del socialismo en el planeta no era el capitalismo sino el comunismo.
Además de lúcido, se trataba de un libro estimulante, pues, pese a ser
una crítica despiadada de los países y partidos comunistas, no daba la
sensación de un ensayo reaccionario, a favor del inmovilismo, sino lo
contrario: un esfuerzo por reorientar en la buena dirección la lucha por
el progreso de la justicia y la libertad en el mundo, un combate que se
había apartado de su ruta y había olvidado sus fines más por
deficiencias internas de la izquierda que por el poderío y habilidad del
adversario. Muy parecido también en esto a Orwell, Revel alcanzaba sus
momentos más sugestivos cuando se entregaba a una operación que tiene
algo de masoquista: la autocrítica de las taras y enfermedades que la
izquierda dejó prosperar en su seno hasta anquilosarse intelectualmente:
su fascinación por la dictadura, su ceguera frente a las raíces del
totalitarismo, el complejo de inferioridad frente al partido comunista,
su ineptitud para formular proyectos socialistas claramente distintos
del modelo estaliniano. Pese a ciertas páginas pesimistas, el libro de
Revel traía un mensaje constructivo, en su empeño por presentar el
reformismo como el camino más corto y transitable para lograr los
objetivos sociales revolucionarios y en su defensa de la
socialdemocracia como sistema que ha probado en los hechos ser capaz de
desarrollar simultáneamente la justicia social y económica y la
democracia política. Es un libro que nos hizo bien leer en el Perú, en
los setenta, pues apareció en momentos en que vivíamos en carne propia
algunos de los males cuyos mecanismos denunciaba. El régimen del general
Velasco Alvarado acababa de estatizar la prensa diaria y suprimir toda
tribuna crítica en el país y, sin embargo, la izquierda internacional lo
celebraba como progresista y justiciero. Eran los días en que los
exiliados políticos peruanos –apristas y populistas– se veían prohibidos
de presentar su caso en el Tribunal Russell sobre violación de derechos
humanos en América Latina que se reunió en Roma, pues, según hicieron
saber los organizadores, su situación no podía compararse a la de las
víctimas de las dictaduras chilena y argentina: ¿acaso no era, el
peruano, un régimen militar “progresista”?
Al
mismo tiempo que un socialdemócrata y un liberal, había en Revel un
libertario que corregía y mejoraba a aquél, y ello se advierte sobre
todo en Ni Marx ni Jesús (1970), un libro tan divertido como insolente y
sagaz. Lo que allí sostenía, con ejemplos significativos, era
sorprendente. Que las manifestaciones más importantes de rebeldía social
e intelectual en el mundo contemporáneo se habían producido al margen
de los partidos políticos de izquierda y no en los países socialistas
sino en la ciudadela del capitalismo. La revolución, esclerotizada en
las naciones y partidos “revolucionarios”, está viva, decía Revel, por
obra de movimientos como el de los jóvenes que en los países
industrializados cuestionan de raíz instituciones que se creían
intocables –la familia, el dinero, el poder, la moral– y por el
despertar político de las mujeres y de las minorías culturales y
sexuales que luchan por hacer respetar sus derechos y deben para ello
atacar los cimientos sobre los que funciona la vida social desde hace
siglos.
También
en lo que concierne al problema de la información, los análisis de
Revel no podían haber sido más oportunos. Cada día tenemos pruebas
flagrantes de que es cierta su afirmación según la cual “la gran batalla
del final del siglo XX, aquella de la cual depende el resultado de
todas las demás, es la batalla contra la censura”. Cuando cesa la
libertad para expresarse libremente, en el seno de una sociedad o de una
institución cualquiera, todo lo demás comienza a descomponerse. No sólo
desaparece la crítica, sin la cual todo sistema u organismo social se
tulle y corrompe, sino que esa deformación es interiorizada por los
individuos como una estrategia de supervivencia y, consecuentemente,
todas las actividades (salvo, tal vez, las estrictamente técnicas)
reflejan el mismo anquilosamiento. Ésa es, en último término, sostenía
Revel, la explicación de la crisis de la izquierda en el mundo: haber
perdido la práctica de la libertad y no sólo por culpa de la represión
que le infligía el adversario exterior sino por haber hecho suya la
convicción suicida de que la eficacia es incompatible con aquélla. “Todo
poder es o se vuelve de derecha –escribía Revel–. Sólo lo convierte en
izquierda el control que se ejerce sobre aquél.” Y sin libertad no hay
control.
El
libro de Jean-François Revel que, después de La tentación totalitaria,
le dio más prestigio en todo el mundo fue Cómo terminan las democracias
(1983). Lo leí en los intervalos de un congreso de periodistas en
Cartagena, Colombia. Para escapar a las interrupciones, me refugiaba en
la playa del hotel, bajo unos toldos que daban al lugar una apariencia
beduina. Una tarde, alguien me dijo: “¿Está usted leyendo a esa Casandra
moderna?” Era un profesor de la Universidad de Stanford, que había
leído Comment les démocraties finissent hacía poco. “Quedé tan deprimido
que tuve pesadillas una semana”, añadió. “Pero es verdad que no hay
manera de soltarlo.”
No,
no la hay. Como cuando era escolar y leía a Verne y a Salgari en la
clase de matemáticas, pasé buena parte de las sesiones de aquel congreso
sumergido en las argumentaciones de Revel, disimulando el libro con
copias de discursos. Continué leyéndolo en el interminable vuelo
trasatlántico que me llevó a Londres. Lo terminé cuando el avión tocaba
tierra. Era una mañana soleada y el campo inglés, entre Heathrow y la
ciudad, lucía más verde y civilizado que nunca. Llegar a Inglaterra me
ha producido siempre una sensación de paz y de confianza, de vida
vivible, de poner los pies en un mundo en el que, a pesar de los
problemas y crisis, un sustrato de armonía y solidaridad social permite
que las instituciones funcionen y que conceptos como respeto a la ley,
libertad individual, derechos humanos, tengan substancia y sentido. Era
deprimente, en efecto. ¿Estaba, todo aquello, condenado a desaparecer en
un futuro más o menos próximo? ¿Sería la Inglaterra del futuro ese
reino de la mentira y el horror que describió Orwell en 1984?
El
lector de Cómo terminan las democracias emerge de sus páginas con la
impresión de que –salvo un cambio tan radical como improbable en los
países liberales– pronto se cerrará ese “breve paréntesis”, terminará
ese “accidente” que habrá sido la democracia en la evolución de la
humanidad y que el puñado de países que degustaron sus frutos volverán a
confundirse con los que nunca salieron de la ignominia del despotismo
que ha acompañado a los hombres desde los albores de la historia.
¿Una
Casandra moderna? Revel, panfletario en el alto sentido literario y
moral que tiene el término en la cultura francesa, un heredero de esa
tradición de polemistas e iconoclastas que encarnaron los
enciclopedistas, escribía con elegancia, razonaba con solidez y
conservaba una curiosidad alerta por lo que ocurría en el resto del
mundo, algo que fue una característica mayor de la vida intelectual en
Francia y que, por desgracia, muchos intelectuales franceses
contemporáneos parecen haber perdido. Sorprendía en este ensayo la
exactitud de las referencias a América Latina, lo bien documentados que
estaban los ejemplos de Venezuela, Perú, República Dominicana, Cuba y El
Salvador. Todos los libros de Revel han sido heterodoxos, desde aquel
que inauguró la serie –¿Para qué los filósofos?–, devastadora crítica a
los entonces intocables existencialistas. Pero Cómo terminan las
democracias tenía, además de fuerza persuasiva, ironía y agudos
análisis, algo de que adolecían los otros: un pesimismo sobrecogedor.
La
tesis del libro era que el comunismo soviético había ganado
prácticamente la guerra al Occidente democrático, destruyéndolo
psicológica y moralmente, mediante la infiltración de bacterias nocivas
que, luego de paralizarlo, precipitarían su caída como una fruta madura.
La responsabilidad de este proceso estaba, según Revel, en las propias
democracias, que, por apatía, inconsciencia, frivolidad, cobardía o
ceguera, habían colaborado irresponsablemente con su adversario en
labrar su ruina.
Revel
cartografiaba el impresionante crecimiento del dominio soviético en
Europa, Asia, África y América Latina y lo que él creía el carácter
irreversible de esta progresión. Una vez que un país cae dentro de su
zona de influencia, los países occidentales –decía– consagran este
episodio como definitivo e intocable, sin tener para nada en cuenta el
parecer de los habitantes del país en cuestión. ¿Alguien, en Washington o
Londres, se hubiera atrevido a comienzos de los ochenta a hablar de
“liberar” a Polonia sin ser considerado inmediatamente como un
pterodáctilo empeñado en precipitar una guerra nuclear por sus
provocaciones contra la URSS? Moscú, en cambio, no estaba maniatado por
escrúpulos equivalentes. Su política de ayudar a los países a
“liberarse” del capitalismo era coherente, permanente, no estorbada por
ningún género de oposición interna, y adoptaba múltiples tácticas. La
intervención directa de sus tropas, como en Afganistán; la intervención
indirecta, mediante tropas cubanas o alemanas orientales, como en Angola
y Etiopía; la ayuda militar, económica y publicitaria, como en Vietnam y
en los países donde había procesos guerrilleros y terroristas que, no
importa cuál fuera su línea ideológica, servían a la estrategia global
de la URSS.
Al
terminar la Segunda Guerra Mundial, la superioridad militar de los
países occidentales sobre la Unión Soviética era aplastante.
En
la década de los ochenta era al revés. La primacía soviética resultaba
enorme en casi todos los dominios, incluido el nuclear. Este formidable
armamentismo no había tenido el menor obstáculo interno para
materializarse: los ciudadanos de la URSS ni siquiera tenían idea cabal
de que ocurría. En Occidente, en cambio, el movimiento pacifista, en
contra de las armas nucleares y a favor del desarme unilateral, había
alcanzado proporciones considerables y contaminaba a grandes partidos
democráticos, como el laborismo inglés y la socialdemocracia alemana.
La
demostración de Revel abarcaba los dominios diplomático, político,
cultural y periodístico. Las páginas más incisivas describían la
eficacia con que la URSS llevó a cabo la batalla de la desinformación en
Occidente. Prueba de que la ganó, afirmaba Revel, eran esos cientos de
miles de demócratas que salían a protestar en las ciudades
norteamericanas, inglesas, francesas, escandinavas, contra la
“intervención yanqui” en El Salvador –donde había cincuenta asesores
norteamericanos– y a quienes jamás se les hubiera pasado por la cabeza
protestar del mismo modo contra los ciento treinta mil soldados
soviéticos de Afganistán o los treinta mil cubanos en Angola.
¿Creía
alguien todavía, en Occidente, que la democracia sirve para algo?, se
preguntaba. A juzgar por la manera como sus intelectuales, dirigentes
políticos, sus sindicatos, órganos de prensa, autocritican el sistema,
manteniéndolo bajo una continua y despiadada penalización, parecería que
habían interiorizado las críticas formuladas contra él por sus
enemigos. ¿Qué otra cosa explicaría el uso tramposo de fórmulas como
“guerra fría”, vinculada siempre a Occidente –cuando fue en ese período
que la URSS alcanzó la supremacía militar–, así como “colonialismo” y
“neocolonialismo” que sólo parecen tener sentido si se las asocia con
los países occidentales y jamás con la URSS? En tanto que, en la
subconsciencia de Occidente, las nociones de “liberación”,
“anticolonialismo”, “nacionalismo” parecían invenciblemente ligadas al
socialismo y a lo que representa Moscú.
La
tremenda amonestación de Revel contra las democracias me pareció en
buena parte fundada, pero excesivamente pesimista. Es cierto que
desconsolaba ver hasta qué extremo se había perdido en estos países el
entusiasmo y la convicción en la defensa de la libertad, del sistema que
trajo a sus ciudadanos formas y niveles de vida que no se conocieron
jamás en el pasado y que no conocen tampoco, ni remotamente, los que
viven bajo dictaduras.
El
problema que planteaba Revel en ese libro parecía casi insoluble. La
única manera como la democracia podría conjurar el peligro que señalaba
sería renunciando a aquello que la hace preferible a un sistema
totalitario: al derecho a la crítica, a la fiscalización del poder, al
pluralismo, a ser una sociedad abierta. Es porque en ella hay libertad
de prensa, lucha política, elecciones, contestación, que sus enemigos
pueden “infiltrarla” con facilidad, manipular su información,
instrumentalizar a sus intelectuales y políticos. Pero si, para evitar
este riesgo, una democracia robustece el poder y los sistemas de
control, sus enemigos también ganan, imponiéndole sus métodos y
costumbres.
¿No
había esperanza, entonces? ¿Veríamos los hombres de mi generación al
mundo entero uniformado en una barbarie con misiles y computadoras?
Afortunadamente no fue así. Por dos razones que, me parece, Revel no
sopesó suficientemente. La primera: la superioridad económica,
científica y tecnológica de las democracias occidentales. Esta ventaja
–pese al poderío militar soviético– se fue acentuando, mientras la
censura continuaba regulando la vida académica de la URSS y la
planificación burocrática seguía asfixiando su agricultura y su
industria. Y la segunda: los factores internos de desagregación del
imperio soviético. Cuando uno leía en esos mismos años a sus disidentes,
o los manifiestos de los obreros polacos, descubría que allá, tras la
cortina de hierro, pese a la represión y a los riesgos, alentaba,
creciente, vívido, ese amor a la libertad que parecía haberse apolillado
entre los ciudadanos de los países libres.
Después
de la muerte de Jean-Paul Sartre y de Raymond Aron, Jean-François Revel
pasó a ejercer en Francia ese liderazgo intelectual, doblado de
magistratura moral, que es la institución típicamente francesa del
“mandarinato”. Conociendo su escaso apetito publicitario y su recelo
ante cualquier forma de superchería, me imagino lo incómodo que debió
sentirse en semejante trance. Pero ya no tenía manera de evitarlo: sus
ideas y sus pronósticos, sus tomas de posición y sus críticas habían ido
haciendo de él un maître à penser que fijaba los temas y los términos
del debate político y cultural, en torno a quien, por aproximación o
rechazo, se definen ideológica y éticamente los contemporáneos. Sin el
“mandarín”, la vida intelectual francesa nos parecería deshuesada e
informe, un caos esperando la cristalización.
Cada
libro nuevo de Revel provocaba polémicas que trascendían el mundo de
los especialistas, porque sus ensayos mordían carne en asuntos de
ardiente actualidad y contenían siempre severas impugnaciones contra los
tótems entronizados por las modas y los prejuicios reinantes. El que
publicó en 1988, El conocimiento inútil, fue materia de diatribas y
controversias por lo despiadado de su análisis y, sobre todo, por lo
maltratados que salían de sus páginas algunos intocables de la cultura
occidental contemporánea. Pero, por encima de la chismografía y lo
anecdótico, El conocimiento inútil fue leída y asimilada por decenas de
miles de lectores en todo el mundo, pues se trata de uno de esos libros
que, por la profundidad de su reflexión, su valentía moral y lo
ambicioso de su designio, constituyen –como lo fueron, en su momento,
1984, de Orwell, y El cero y el infinito, de Koestler– el revulsivo de
una época.
La
tesis que El conocimiento inútil desarrolla es la siguiente: no es la
verdad, sino la mentira, la fuerza que mueve a la sociedad de nuestro
tiempo. Es decir, a una sociedad que cuenta, más que ninguna otra en el
largo camino recorrido por la civilización, con una información
riquísima sobre los conocimientos alcanzados por la ciencia y la técnica
que podrían garantizar, en todas las manifestaciones de la vida social,
decisiones racionales y exitosas. Sin embargo, sostenía Revel, no es
así. El prodigioso desarrollo del conocimiento, y de la información que
lo pone al alcance de aquellos que quieren darse el trabajo de
aprovecharla, no ha impedido que quienes organizan la vida de los demás y
orientan la marcha de la sociedad sigan cometiendo los mismos errores y
provocando las mismas catástrofes, porque sus decisiones continúan
siendo dictadas por el prejuicio, la pasión o el instinto antes que por
la razón, como en los tiempos que (con una buena dosis de cinismo) nos
atrevemos todavía a llamar bárbaros.
El
alegato de Revel iba dirigido, sobre todo, contra los intelectuales de
las sociedades desarrolladas del Occidente liberal, las que han
alcanzado los niveles de vida más elevados y las que garantizan mayores
dosis de libertad, cultura y esparcimiento para sus ciudadanos de los
que haya logrado jamás civilización alguna. Los peores y acaso más
nocivos adversarios de la sociedad liberal no son, decía Revel, sus
adversarios del exterior –los regímenes totalitarios del Este y las
satrapías progresistas del Tercer Mundo–, sino ese vasto conglomerado de
objetores internos que constituyen la intelligentsia de los países
libres y cuya motivación preponderante parecería ser el odio a la
libertad tal como ésta se entiende y practica en las sociedades
democráticas.
El
aporte de Gramsci al marxismo consistió, sobre todo, en conferir a la
intelligentsia la función histórica y social que en los textos de Marx y
de Lenin era monopolio de la clase obrera. Esta función fue letra
muerta en las sociedades marxistas, donde la clase intelectual –como la
obrera, por lo demás– era mero instrumento de la “élite” o
“nomenclatura” que había expropiado todo el poder en provecho propio.
Leyendo el ensayo de Revel, uno llegaba a pensar que la tesis gramsciana
sobre el papel del “intelectual progresista” como modelador y
orientador de la cultura sólo alcanzaba una confirmación siniestra en
las sociedades que Karl Popper llamó “abiertas”. Digo “siniestra” porque
la consecuencia de ello, para Revel, era que las sociedades libres
habían perdido la batalla ideológica ante el mundo totalitario y podían,
en un futuro no demasiado remoto, perder también la otra, la que las
privaría de su más preciado logro: la libertad.
Si
formulada así, en apretada síntesis, la tesis de Revel parecía
excesiva, cuando el lector se sumergía en las aguas hirvientes de El
conocimiento inútil –un libro donde el brío de la prosa, lo acerado de
la inteligencia, la enciclopédica documentación y los chispazos de humor
sarcástico se conjugan para hacer de la lectura una experiencia
hipnótica– y se enfrentaba a las demostraciones concretas en que se
apoya, no podía dejar de sentir un estremecimiento. ¿Eran éstos los
grandes exponentes del arte, de la ciencia, de la religión, del
periodismo, de la enseñanza del mundo llamado libre?
Revel
mostraba cómo el afán de desacreditar y perjudicar a los gobiernos
propios –sobre todo si éstos, como era el caso de los de Reagan, la
señora Thatcher, Kohl o Chirac, eran de “derecha”– llevaba a los grandes
medios de comunicación occidentales –diarios, radios y canales de
televisión– a manipular la información, hasta llegar a veces a
legitimar, gracias al prestigio de que gozan, flagrantes mentiras
políticas. La desinformación, decía Revel, era particularmente
sistemática en lo que concierne a los países del Tercer Mundo
catalogados como “progresistas”, cuya miseria endémica, oscurantismo
político, caos institucional y brutalidad represiva eran atribuidos, por
una cuestión de principio –acto de fe anterior e impermeable al
conocimiento objetivo–, a pérfidas maquinaciones de las potencias
occidentales o a quienes, en el seno de esos países, defendían el modelo
democrático y luchaban contra el colectivismo, los partidos únicos y el
control de la economía y la información por el Estado.
Los
ejemplos de Revel resultaban escalofriantes porque los medios de
comunicación con los que ilustraba su alegato parecían los más libres y
los técnicamente mejor hechos del mundo: The New York Times, Le
Monde,The Guardian, Der Spiegel, etcétera, y cadenas como la CBS
norteamericana o la Televisión Francesa. Si en estos órganos, que
disponen de los medios materiales y profesionales más fecundos para
verificar la verdad y hacerla conocer, ésta era a menudo ocultada o
distorsionada en razón del parti pris ideológico, ¿qué se podía esperar
de los medios de comunicación abiertamente alineados –los de los países
con censura, por ejemplo– o los que disponían de condiciones materiales e
intelectuales de trabajo mucho más precarias? Quienes viven en países
subdesarrollados saben muy bien qué se puede esperar: que, en la
práctica, las fronteras entre información y ficción –entre la verdad y
la mentira– se evaporen constantemente en los medios de comunicación de
modo que sea imposible conocer con objetividad lo que ocurre a nuestro
alrededor.
Las
páginas más alarmantes del libro de Revel señalaban cómo la pasión
ideológica podía llevar, en el campo científico, a falsear la verdad con
la misma carencia de escrúpulos que en el periodismo. La manera en que,
en un momento dado, fue desnaturalizada, por ejemplo, la verdad sobre
el sida, con la diligente colaboración de eminentes científicos
norteamericanos y europeos a fin de enlodar al Pentágono –en una genial
operación publicitaria que, a la postre, se revelaría programada por la
KGB– probaba que no hay literalmente reducto del conocimiento –ni
siquiera las ciencias exactas– donde no pueda llegar la ideología con su
poder distorsionador a entronizar mentiras útiles para la causa.
Para
Revel no había duda alguna: si la “sociedad liberal”, aquella que ha
ganado en los hechos la batalla de la civilización, creando las formas
más humanas –o las menos inhumanas– de existencia en toda la historia,
se desmoronaba y el puñado de países que habían hecho suyos los valores
de libertad, de racionalidad, de tolerancia y de legalidad volvían a
confundirse en el piélago de despotismo político, pobreza material,
brutalidad, oscurantismo y prepotencia –que fue siempre, y sigue siendo,
la suerte de la mayor parte de la humanidad–, la responsabilidad
primera la tendrá ella misma, por haber cedido –sus vanguardias
culturales y políticas, sobre todo– al canto de la sirena totalitaria y
por haber aceptado los ciudadanos libres este suicidio sin reaccionar.
No todas las imposturas que El conocimiento inútil denunciaba eran políticas.
Algunas
afectan la propia actividad cultural, degenerándola íntimamente. ¿No
hemos tenido muchos lectores no especializados, en estas últimas
décadas, leyendo –tratando de– a ciertas supuestas eminencias
intelectuales de la hora, como Lacan, Althusser, Teilhard de Chardin o
Jacques Derrida, la sospecha de un fraude, es decir, de unas laboriosas
retóricas cuyo hermetismo ocultaba la banalidad y el vacío? Hay
disciplinas –la lingüística, la filosofía, la crítica literaria y
artística, por ejemplo– que parecen particularmente dotadas para
propiciar el embauque que muda mágicamente la cháchara pretenciosa de
ciertos arribistas en ciencia humana de moda. Para salir al encuentro de
este género de engaños hace falta no sólo el coraje de atreverse a
nadar contra la corriente; también, la solvencia de una cultura que
abrace muchas ramas del saber. La genuina tradición del humanismo, que
Revel representaba tan bien, es lo único que puede impedir, o atemperar
sus estropicios en la vida cultural de un país, esas deformaciones –la
falta de ciencia, el pseudoconocimiento, el artificio que pasa por
pensamiento creador– que son síntoma inequívoco de decadencia.
En
el capítulo titulado significativamente “El fracaso de la cultura”,
Revel sintetizaba de este modo su terrible autopsia: “La gran desgracia
del siglo XX es haber sido aquel en el que el ideal de la libertad fue
puesto al servicio de la tiranía, el ideal de la igualdad al servicio de
los privilegios y todas las aspiraciones, todas las fuerzas sociales
reunidas originalmente bajo el vocablo de ‘izquierda’, embridadas al
servicio del empobrecimiento y la servidumbre. Esta inmensa impostura ha
falsificado todo el siglo, en parte por culpa de algunos de sus más
grandes intelectuales. Ella ha corrompido hasta en sus menores detalles
el lenguaje y la acción política, invertido el sentido de la moral y
entronizado la mentira al servicio del pensamiento.”
Recuerdo
haber leído este libro de Revel con una fascinación que hace tiempo no
sentía por novela o ensayo alguno. Por el talento intelectual y el
coraje moral de su autor y, también, porque compartía muchos de sus
temores y sus cóleras sobre la responsabilidad de tantos intelectuales
–y, a veces, de los más altos– en los desastres políticos de nuestro
tiempo: la violencia y la penuria que acompañan siempre el asesinato de
la libertad.
Si
la “traición de los clérigos” alcanzó en el mundo de las democracias
desarrolladas las dimensiones que denunciaba Revel, ¿qué decir de lo que
ocurría en los países pobres e incultos, donde aún no se acaba de
decidir el modelo social? Entre ellos se reclutan los aliados más
prestos, los cómplices más cobardes y los propagandistas más abyectos de
los enemigos de la libertad, al extremo de que la noción misma de
“intelectual”, entre nosotros, llega a veces a tener un tufillo
caricatural y deplorable. Lo peor de todo es que, en los países
subdesarrollados, la “traición de los clérigos” no suele obedecer a
opciones ideológicas, sino, en la mayoría de los casos, a puro
oportunismo: porque ser “progresista” es la única manera posible de
escalar posiciones en el medio cultural –ya que el establishment
académico o artístico es casi siempre de izquierda– o, simplemente, de
medrar (ganando premios, obteniendo invitaciones y hasta becas de la
Fundación Guggenheim). No es una casualidad ni un perverso capricho de
la historia que, por lo general, nuestros más feroces intelectuales
“antiimperialistas” latinoamericanos terminen de profesores en
universidades norteamericanas.
Y,
sin embargo, pese a todo ello, soy menos pesimista sobre el futuro de
la “sociedad abierta” y de la libertad en el mundo de lo que lo era en
ese libro Jean-François Revel. Mi optimismo se cimienta en esta
convicción antigramsciana: no es la intelligentsia la que hace la
historia. Por lo general, los pueblos –esas mujeres y hombres sin cara y
sin nombre, las “gentes del común”, como los llamaba Montaigne– son
mejores que la mayoría de sus intelectuales: más sensatos, más
democráticos, más libres, a la hora de decidir sobre asuntos sociales y
políticos. Los reflejos del hombre sin cualidades, a la hora de optar
por el tipo de sociedad en que quiere vivir, suelen ser racionales y
decentes. Si no fuera así, no habría en América Latina la cantidad de
gobiernos civiles que hay ahora ni habrían caído tantas dictaduras en
las últimas dos décadas. Y tampoco sobrevivirían tantas democracias a
pesar de la crisis económica y los crímenes de la violencia política. La
ventaja de la democracia es que en ella el sentir de esas “gentes del
común” prevalece tarde o temprano sobre el de las “élites”. Y su
ejemplo, poco a poco, puede contagiar y mejorar el entorno. ¿No era esto
lo que indicaban, al mismo tiempo que se publicaba El conocimiento
inútil, esas tímidas señales de apertura en la ciudadela totalitaria de
la llamada perestroika?
En
todo caso, no estaba todo perdido para las sociedades abiertas cuando
en ellas había todavía intelectuales capaces de pensar y escribir libros
como los de Jean-François Revel.
Todos
los que escribió fueron interesantes y polémicos, pero sus memorias,
que aparecieron en 1997 con el enigmático título de El ladrón en la casa
vacía, fueron, además, risueñas, una desenfadada confesión de
pecadillos, pasiones, ambiciones y frustraciones, escrita en un tono
ligero y a ratos hilarante por un marsellés al que las travesuras de la
vida apartaron de la carrera universitaria con que soñó en su juventud y
convirtieron en ensayista y periodista político.
Ese
cambio de rumbo a él parecía provocarle cierta tristeza retrospectiva.
Sin embargo, desde el punto de vista de sus lectores, no fue una
desgracia, más bien una suerte, que, por culpa de Sartre y una guapa
periodista a la que embarazó cuando era muy joven, debiera abandonar sus
proyectos académicos y partir a México y luego a Italia a enseñar la
lengua y la cultura francesas. Decenas de profesores de filosofía de su
generación languidecieron en las aulas universitarias enseñando una
disciplina que, con rarísimas excepciones (una de ellas, Raymond Aron,
de quien Revel trazó en ese libro un perfil cariñosamente perverso), se
ha especializado de tal modo que parece tener ya poco que ver con la
vida de la gente. En sus libros y artículos, escritos en salas de
redacción o en su casa, azuzado por la historia en agraz, Revel no dejó
nunca de hacer filosofía, pero a la manera de Diderot o de Voltaire, a
partir de una problemática de actualidad, y su contribución al debate de
ideas de nuestro tiempo, lúcida y valerosa, ha demostrado, como en el
ámbito de nuestra lengua lo hizo un José Ortega y Gasset, que el
periodismo podía ser altamente creativo, un género compatible con la
originalidad intelectual y la elegancia estilística.
El
ladrón en la casa vacía, a través de episodios y personajes claves,
evoca una vida intensa y trashumante, donde se codean lo trascendente
–la resistencia al nazismo durante la Segunda Guerra Mundial, los
avatares del periodismo francés en el último medio siglo– y lo
estrambótico, como la regocijante descripción que hace Revel de un
célebre gurú, Gurdjieff, cuyo círculo de devotos frecuentó en sus años
mozos. Esbozado a pinceladas de diestro caricaturista, el célebre
iluminado que encandiló a muchos incautos y esnobs en su exilio
parisino, aparece en estas páginas como una irresistible sanguijuela
beoda, esquilmando las bolsas y las almas de sus seguidores, entre los
que, por sorprendente que parezca, junto a gentes incultas y
desprevenidas fáciles de engatusar, había intelectuales y personas
leídas que tomaron la verborrea confusionista de Gurdjieff por una
doctrina que garantizaba el conocimiento racional y la paz del espíritu.
El
retrato es devastador, pero, como en algunos otros de la galería de
personajes del libro, amortigua la severidad una actitud jovial y
comprensiva del narrador, cuya sonrisa benevolente salva en el último
instante al que está a punto de desintegrarse bajo el peso de su propia
picardía, vileza, cinismo o imbecilidad. Algunos de los perfiles de
estos amigos, profesores, adversarios o simples compañeros de generación
y oficio, son afectuosos e inesperados, como el de Louis Althusser,
maestro de Revel en la École Normale, que aparece como una figura
bastante más humana y atractiva de lo que podía esperarse del talmúdico y
asfixiante glosador estructuralista de El capital, o la de Raymond
Aron, quien, pese a ocasionales entredichos y malentendidos con el autor
cuando ambos eran los colaboradores estrellas de L’Express, es tratado
siempre con respeto intelectual, aun cuando exasperaba a Revel su
incapacidad para tomar una posición rectilínea en los conflictos que, a
menudo, él mismo suscitaba.
Otras
veces, los retratos son feroces y el humor no consigue moderar la tinta
vitriólica que los delinea. Es el caso de la furtiva aparición del
ministro socialista francés cuando la Guerra del Golfo, Jean-Pierre
Chevènement (“Lenin provinciano y beato, perteneciente a la categoría de
imbéciles con cara de hombres inteligentes, más traperos y peligrosos
que los inteligentes con cara de imbéciles”) o la del propio François
Mitterrand, de quien estuvo muy cerca Revel antes de la subida al poder
de aquél, que se disputa con Jimmy Goldsmith el título del bípedo más
inusitado y lamentable de los que desfilan en el gran curso de estas
memorias.
Revel
define a Mitterrand como un hombre mortalmente desinteresado de la
política (también de la moral y las ideas), que se resignó a ella porque
era un requisito inevitable para lo único que le importaba: llegar al
poder y atornillarse en él lo más posible. La semblanza es memorable,
algo así como un identikit de cierta especie de político exitoso:
envoltura simpática, técnica de encantador profesional, una cultura de
superficie apoyada en gestos y citas bien memorizadas, una mente glacial
y una capacidad para la mentira rayana en la genialidad, más una
aptitud fuera de lo común para manipular seres humanos, valores,
palabras, teorías y programas en función de la coyuntura. No sólo los
prohombres de la izquierda son maltratados con jocosa irreverencia en
las memorias; muchos dignatarios de la derecha, empezando por Valéry
Giscard d’Estaing, asoman también como dechados de demagogia e
irresponsabilidad, capaces de poner en peligro las instituciones
democráticas o el futuro de su país por miserables vanidades y una
visión mezquina, cortoplacista, de la política.
El
más delicioso (y también el más cruel) de los retratos, una pequeña
obra maestra dentro del libro, es el del billonario anglofrancés Jimmy
Goldsmith, dueño de L’Express durante los años que Revel dirigió el
semanario, años en que, sea dicho de paso, esa publicación alcanzó una
calidad informativa e intelectual que no tuvo antes ni ha tenido
después. Scott Fitzgerald creía que “los ricos eran diferentes” y el
brillante, apuesto y exitoso Jimmy (que llegó al extremo en 1997 de
distraer su aburrimiento dilapidando veinte millones de libras
esterlinas en un Partido del Referéndum para defender, en las elecciones
de ese año en el Reino Unido, la soberanía británica contra los afanes
colonialistas de Bruselas y el canciller Kohl) parecía darle la razón.
Pero tal vez sea difícil en este caso compartir la admiración que el
autor de El gran Gatsby sentía por los millonarios. Un ser humano puede
tener un talento excepcional para las finanzas y al mismo tiempo, como
el personaje en cuestión, ser un patético megalómano, autodestructivo y
torpe para todo lo demás. La relación de los delirantes proyectos
políticos, periodísticos y sociales que Goldsmith concebía y olvidaba
casi al mismo tiempo, y de las intrigas que urdía contra sí mismo, en un
permanente sabotaje a una empresa que, pese a ello, seguía dándole
beneficios y prestigio, es divertidísima, con escenas y anécdotas que
parecen salidas de una novela balzaciana y provocan carcajadas en el
lector.
De
todos los oficios, vocaciones y aventuras de Revel –profesor, crítico
de arte, filósofo, editor, antólogo, gastrónomo, analista político,
escritor y periodista– son estos dos últimos los que prefirió y en los
que ha dejado la huella más durable.
Todos
los periodistas deberían leer su testimonio sobre las grandezas y
miserias de este oficio, para enterarse de lo apasionante que puede
llegar a ser, y, también, las bendiciones y estragos que de él pueden
derivarse. Revel refiere algunos episodios cimeros de la contribución
del periodismo en Francia al esclarecimiento de una verdad hasta
entonces oculta por “la bruma falaz del conformismo y la complicidad”.
Por ejemplo, el increíble hallazgo, por un periodista zahorí, en unos
tachos de basura apilados en las afueras de un banco, durante una huelga
de basureros en París, del tinglado financiero montado por la URSS en
Francia para subvencionar al Partido Comunista.
No
menos notable fue la averiguación de las misteriosas andanzas de
Georges Marchais, secretario general de aquel partido, durante la
Segunda Guerra Mundial (fue trabajador voluntario en fábricas de la
Alemania nazi). Esta segunda primicia, sin embargo, no tuvo la
repercusión que era de esperar, pues, debido al momento político, no
sólo la izquierda tuvo interés en acallarla. También la escamoteó la
prensa de derecha, temerosa de que la candidatura presidencial de
Marchais quedara mellada con la revelación de las debilidades pronazis
del líder comunista en su juventud y sus potenciales votantes se pasaran
a Mitterrand, lo que hubiera perjudicado al candidato Giscard. De este
modo, rechazada a diestra y siniestra, la verdad sobre el pasado de
Marchais, minimizada y negada, terminó por eclipsarse, y aquél pudo
proseguir su carrera política sin sombras, hasta la apacible jubilación.
Estas
memorias retrataban a un Revel en plena forma: fogoso, pendenciero y
vital, apasionado por las ideas y los placeres, curioso insaciable y
condenado, por su enfermiza integridad intelectual y su vocación
polémica, a vivir en un perpetuo entredicho con casi todo lo que lo
rodeaba. Su lucidez para detectar las trampas y autojustificaciones de
sus colegas y su coraje para denunciar el oportunismo y la cobardía de
los intelectuales que se ponen al servicio de los poderosos por
fanatismo o apetito prebendario, hicieron de él un “maldito” moderno, un
heredero de la gran tradición de los inconformistas franceses, aquella
que provocaba revoluciones e incitaba a los espíritus libres a
cuestionarlo todo, desde las leyes, sistemas, instituciones, principios
éticos y estéticos, hasta el atuendo y las recetas de cocina. Esa
tradición agoniza en nuestros días y yo al menos, por más que escruto el
horizonte, no diviso continuadores en las nuevas hornadas de escribas,
con la excepción tal vez de un André Glucksmann. Mucho me temo, pues,
que con Revel, vaya a desaparecer. Pero, eso sí, con los máximos
honores.
La
muerte de Jean-François Revel en 2006 abrió un vacío intelectual en
Francia que, en lo inmediato, nadie ha llenado. Ella privó a la cultura
liberal de uno de sus más lúcidos y aguerridos combatientes y nos dejó a
sus lectores, admiradores y amigos con una sobrecogedora sensación de
orfandad.
Había
nacido en 1924 en Marsella y aprobado todos los requisitos que en
Francia auguran una carrera académica de alto nivel (Escuela Normal
Superior, agregación en filosofía, militancia en la resistencia durante
la ocupación) y enseñado en los institutos franceses de México y
Florencia, donde aprendió el español y el italiano, dos de los cinco
idiomas que hablaba a la perfección. Su biografía oficial dice que su
primer libro fue Pourquoi des philosophes? (1957) (¿Para qué los
filósofos?), pero, en verdad, había publicado antes una novela, Histoire
de Flore, que, por excesivo sentido de autocrítica, nunca reeditó.
Aquel ensayo, y su continuación de cinco años después, La Cabale des
dévots (1962) (La Cábala de los devotos), revelaron al mundo a un
formidable panfletario a la manera de Voltaire, culto y pugnaz, irónico y
lapidario, en el que la riqueza de las ideas y el espíritu insumiso se
desplegaban en una prosa tersa y por momentos incandescente. Recuerdo
haberlos leído sorprendido, sacudido, irritado y, a fin de cuentas, con
inmenso placer. Todos los grandes iconos en aquellos años quedaban
bastante despintados en esos ensayos que denunciaban el oscurantismo
gratuito, pretencioso y tramposo del lenguaje en que se expresaba buena
parte de la filosofía de moda (de Lacan a Heidegger, de Sartre a
Teilhard de Chardin, de Merleau-Ponty a Lévy-Strauss). El panfleto, en
el siglo XVIII, no era en modo alguno esa forma retórica de diatriba
vulgar y casi siempre insustancial que define en nuestra época aquel
vocablo, sino una comunicación polémica de alta cultura, un desafío
semejante a las cartas de batalla medievales pero en el orden de las
ideas, que empleaban los mejores talentos, volcando en esos textos sus
mejores prendas intelectuales, para llegar a un público más vasto que el
de los especialistas. Entre las mil actividades que desempeñó
Jean-François Revel, figura la de haber dirigido en la editorial
inconformista de J.J. Pauvert una excelente colección, llamada
“Libertés”, de panfletos en la que desfilaban Diderot, Voltaire, Hume,
Rousseau, Zola, Marx, Breton y muchos otros.
A
esa dinastía de grandes polemistas, rebeldes y agitadores intelectuales
pertenecía Jean-François Revel y fue una verdadera suerte para la
cultura de la libertad que, en 1963, abandonara su carrera universitaria
para dedicarse de lleno al periodismo y a escribir sus ensayos, que
llegaron a un público muy vasto, gracias al esfuerzo que hizo siempre,
muy coherente con las críticas que había formulado a sus colegas
filósofos, de conciliar el rigor intelectual con la claridad de la
expresión. En esto fue todavía mucho más lejos que Raymond Aron, su
amigo y maestro y a quien heredó la responsabilidad de ser el gran
valedor de las ideas liberales en un país y en un momento histórico en
que “el opio de los intelectuales” (como llamó Aron al marxismo en un
ensayo célebre) tenía poco menos que hechizada a la intelectualidad
francesa. (La obnubilación llegó a tal extremo que el inteligente Sartre
había declarado, a su regreso de un viaje a Moscú: “La libertad de
crítica es total en la Unión Soviética.”) Todos los libros de Revel, sin
excepción, están al alcance de un lector medianamente culto, pese a que
en algunos de ellos se discuten asuntos de intrincada complejidad, como
doctrinas teológicas, eruditas polémicas de filología o estéticas,
descubrimientos científicos o teorías sobre el arte. Nunca recurrió a la
jerga especializada ni confundió la oscuridad con la profundidad. Fue
siempre claro sin ser jamás superficial. Que eso lo consiguiera en sus
libros, ya es un mérito; pero lo es todavía más que ésa fuera la tónica
de los centenares de artículos que escribió, en las publicaciones en que
a lo largo de más de medio siglo comentó cada semana la actualidad:
France Observateur, L’Express (del que fue director) y Le Point.
Por
ignorantes, o para tratar de desprestigiarlo, muchos cacógrafos lo han
presentado en estos días como un pensador “conservador”. No lo fue
nunca. Fue, en su juventud, un socialista, y por eso se opuso, con
críticas acerbas, a la Quinta República del general De Gaulle (Le style
du Général, 1959), y todavía en 1968 se enfrentó, en un ensayo sin
misericordia, a la Francia de la reacción (Lettre ouverte à la droite).
El año anterior, había sido candidato a diputado por el partido de
François Mitterrand. Toda su vida fue un republicano ateo y
anticlerical, severísimo catón del espíritu dogmático de todas las
iglesias y en especial la católica, un defensor del laicismo y del
racionalismo heredados del Siglo de las Luces (se explayó al respecto
con sabiduría y humor en su libro-polémica con su hijo Matthieu, monje
tibetano y traductor del Dalái Lama: Lemoine et le philosophe, 1997).
Dentro del espectro de variantes del liberalismo, Revel estuvo siempre
en aquella que más se acerca al anarquismo, aunque sin caer en él, como
sugiere aquella insolente declaración del principio de sus memorias:
“Aborrezco a la familia, tanto aquella en la que nací como las que yo
mismo fundé.”
Pero
es verdad que el grueso de sus críticas, y esos libros que provocaron
verdaderos seísmos intelectuales en el seno de la corrección política,
se dirigían a esa izquierda enemistada con la cultura democrática, la
sometida al dogmatismo marxista o maoísta, y, sobre todo, a la
acobardada y paralizada por el temor de ser acusada de “venderse a la
reacción”, que sirvió en tantos países de caballo de Troya del
totalitarismo, y a la proliferación de una literatura política
supuestamente progresista sin vuelo, sin músculos y sin alma, hecha de
lugares comunes y retórica estupefaciente. La tentation totalitaire
(1976), Comment les démocraties finissent (1983), Le terrorisme contra
la démocratie (1987) y La connaissance inutile (1988) provocaron
intensas y estimulantes polémicas y sirvieron para mostrar que un
pensador liberal podía ser capaz, si tenía el talento, la cultura y la
valentía de un Revel, de encarnar el verdadero espíritu inconforme y
trasgresor en tiempos de abdicación y aplatanamiento moral de la
izquierda democrática.
Pero
sería una gran injusticia hablar de Jean-François Revel sólo como
ensayista político. En realidad, fue un humanista moderno, con
curiosidades por todo el abanico de vocaciones y disciplinas, las letras
y las artes, como testimonian sus libros y sus artículos que versan
sobre los temas más diversos. Pero en ninguno de los temas sobre los que
escribió aparecía como un mero diletante. Su ensayo sobre Proust es
delicado y sensible, una lectura original, con algunos hallazgos
sorprendentes. Y también lo son sus escritos sobre el arte y la crítica
de arte, que revelan una larga frecuentación de museos, galerías y
bibliotecas afines. Su hermosa Uneanthologie de la poésie française
(1984, 1991) muestra una curiosa mezcla de amor por la tradición y la
vanguardia al mismo tiempo y es, como todo lo que escribió, iconoclasta y
original. Su libro sobre gastronomía, Un festin en paroles (1979), es,
qué duda cabe, el libro de alguien que sabía muy bien de lo que hablaba.
Verlo disfrutar de la comida era un espectáculo, sólo comparable al que
ofrecía Pablo Neruda frente a una mesa llena de manjares. Todo su
inmenso amor a la vida –a esta vida, la única en la que creía–
trasparecía allí, en el brillo feliz de sus ojos, en la seriedad con que
probaba cada bocado, en la gran sonrisa que era signo inequívoco de su
aprobación.
Desde
que, en su juventud, pasó dos años en México, como profesor, se
interesó en América Latina, leyó mucho su literatura y estudió su
historia y siguió sus avatares políticos con la seriedad y la falta de
prejuicios que le permitieron conocer al continente de las esperanzas
frustradas como muy pocos intelectuales europeos. También en este campo
dio una batalla que nunca podremos agradecerle bastante los
latinoamericanos. Es verdad que no era suficiente contrapeso al inmenso
caudal de estereotipos y distorsiones que anegan por lo general los
artículos y ensayos sobre América Latina que se publican en Europa, pero
sin él las cosas hubieran sido todavía mucho peor. Cada una de las
giras de Jean-François Revel por los países latinoamericanos en las
últimas tres décadas fueron enormemente positivas y gracias a él, por
ejemplo, el venezolano Carlos Rangel se animó a publicar sus magníficos
ensayos.
El
temible polemista era un hombre bueno, generoso, un amigo leal,
deslumbrante en las conversaciones de pequeños grupos, cuando, con una
copa en la mano, se abandonaba al chisme, la anécdota, la picardía y el
humor, inmensamente divertido. Parecía haberlo leído todo, pues sobre
casi todo hablaba con una solvencia tranquila y una memoria de elefante,
pero no había en él ni asomo de pedantería. Todo lo contrario. Nos
conocimos a principios de los años setenta y, desde entonces, fuimos
amigos, y también, creo que puedo decirlo sin parecer jactancioso,
compañeros de barricada, porque ninguno de los dos se avergonzaba de ser
llamado un liberal, palabra que, a pesar de todas las montañas de
insidia con que han querido ensuciarla en estas décadas, sigue siendo,
para mí, como lo era para Revel, una palabra hermosísima, pariente
sanguínea de la libertad y de las mejores cosas que le han pasado a la
humanidad, desde el nacimiento del individuo, la democracia, el
reconocimiento del otro, los derechos humanos, la lenta disolución de
las fronteras y la coexistencia en la diversidad. No hay palabra que
represente mejor la idea de civilización y que esté más reñida con todas
las manifestaciones de la barbarie que han llenado de sangre,
injusticia, censura, crímenes y explotación la historia humana. Y pocos
intelectuales modernos obraron tanto como Jean-François Revel para
mantenerla viva y operante en estos tiempos difíciles.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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