BLOG ORLANDO TAMBOSI
Como sugere o escritor Fernando Aramburu, em conversa com o filósofo Antonio Escohotado (falecido em novembro de 2021) - em parte reproduzida por El Cultural -, é difícil referir-se ao heterodoxo pensador sem citar seu périplo por Ibiza, sua passagem pelo cárcere ou qualquer outra experiência fora do comum:
Fernando Aramburu. Empezaré por hacerte una pequeña confesión de lector. Por razones que no vienen al caso, volví hace no mucho tiempo a Masa y poder de Elias Canetti,
libro al que ya con anterioridad acudí en busca de respuestas que me
aclarasen el funcionamiento de las muchedumbres y del ser humano
concreto dentro de ellas. A la lectura de dicho tratado siguió la del
primer tomo de Los enemigos del comercio. Mi impresión inicial fue la de
estar leyendo al mismo autor. Canetti, en su libro, como tú en el tuyo,
me pareció un hombre memorioso apostado ante un opulento bufé de
lecturas, de las que se va sirviendo conforme a un criterio que no le
viene impuesto de fuera. Discurre, como quien dice, a su aire. Le
interesa, como creo que a ti también, averiguar con ayuda de la
reflexión razonada en qué consiste el hecho fortuito de ser hombre y de
serlo en un lugar preciso, en una época y unas condiciones determinadas.
He sabido que eres minucioso en la elaboración de tus textos y que
perseveras en la corrección. Ignoro si Canetti trabajaba de la misma
manera; pero me consta que él equiparaba el acto de la escritura con el
ejercicio del pensamiento. Esto es, que para saber qué pensaba acerca de
una cuestión se ponía a escribir sobre ella; dicho de otro modo, a
traducir a escritura ordenada los contenidos de su conciencia con la
expectativa de poder leerse a sí mismo. Escribir era para él antes que
nada quitar y poner, proseguir y rectificar, mantener en definitiva a
raya la tentación de la rápida certeza. No sé si cometo una desfachatez
al poner delante de ti este espejo.
Antonio Escohotado.
Al contrario, es una oportunidad de precisar algo que tenía en el
tintero desde finales de la adolescencia -cuando empecé a dedicar gran
parte del tiempo a estudiar, y una fracción a poner por escrito lo
aprendido-, pues nadie me lo había preguntado. Más de medio siglo
después, hoy, comprendo que empecé a buscarme como un sonámbulo, sin
saber a ciencia cierta cosa distinta de que tenía “un opulento bufé” de
cosas ignoradas, y adentrarme en ello ayudaría a lo que siempre me
pareció prioritario: aprender a vivir y, sobre todo, morir sin miedo.
Empecé con excentricidades como el neoplatonismo, los trataditos de
Hermes Trismegisto, el pelmazo de Husserl y el laborioso Zubiri, hasta descubrir simultáneamente a Hegel y Freud,
con los cuales anduve años y años, leyendo hasta su correspondencia, y
para cuando dejé el ICO por la experiencia de Ibiza (1970) -viviendo de
traducciones- tenía claro que necesitaba darle sentido propio a las diez
o doce palabras nucleares, pues sin la poesía en prosa llamada
metafísica hablaría siempre de prestado. A mediados de los 80 me sentí
capaz de volcar la atención sobre los seres de tercer tipo -no sólo
objetivos o subjetivos- que fundan la complejidad, viendo ya el designio
consciente como la pequeña parte visible de los icebergs, y desde
entonces el estudio fue cada vez más pródigo en hallazgos, mostrando la
enorme diferencia que media entre ver de lejos y de cerca, investigar
para averiguar y fingir hacerlo, cuando en realidad uno pretende
confirmar algo previamente acordado. Las últimas tres pesquisas -sobre
historia de las drogas, sociología científica e historia del comunismo-
me hicieron ver que sencillamente estaba equivocado siempre, aunque es
una gozada cambiar de idea cuando resulta ser tu curiosidad por lo real
quien te refuta. Volviendo a tu pregunta, escribo para tener a raya lo
inmediato, la chapuza del primer ensayo, pero también para poder olvidar
algo esencial cuando el disco ronda la saturación. Entre un pendrive y
el otro, la sólida letra preserva lo que el amor a la verdad hizo
aflorar.
FA.
Perdona que me ponga anecdótico. Es este un vicio en el que a menudo
incurrimos, quizá por falta de recursos, los contadores de historias. En
cierta ocasión estuve en Lanzarote, pasando unos días de asueto con la
familia. Alquilamos un apartamento y almorzábamos en el comedor
colectivo. Traigo a colación este episodio trivial porque quiero sacarle
un poco más de provecho a la metáfora del bufé. Había turistas que se
lanzaban fieramente sobre la mesa de los manjares y llenaban los platos
como si no se hubieran metido nada comestible entre pecho y espalda
desde hacía largo tiempo. Cambiemos los alimentos expuestos por libros.
Me pregunto con no poca curiosidad cómo haces tú, no ya para digerir la
masa abundante de texto ajeno, sino para retener sustancia intelectual
útil con ayuda de la memoria y para tenerlo, además, como a quienes te
escuchamos y leemos nos parece, todo ordenado y listo para la reflexión
razonada, la cita clarificadora e incluso la certeza. Al contrario que
los turistas glotones, yo soy un lector selectivo y frugal. Pruebo un
poco de aquí, un poco de allá, y enseguida me sacio. Después olvido o,
en todo caso, me agarro en medio del océano de la ignorancia a cuatro
nociones flotantes con la esperanza de trasladar a la escritura algo de
lo aprendido y en lo cual reconocerme. No es raro en mí el recuerdo
defectuoso o tergiversado. En algún lugar del cerebro hay un botón que
no he encontrado o que no tengo. Seguro que tú sabes dónde está.
AE.
La metáfora del bufé sigue siendo un gran hilo para el laberinto. Nací
sin apetito, en la mili me llamaban artista del hambre, y claras de
gaseosa siguen aportándome gran parte de las calorías cotidianas. Soy
incapaz de tragar sin náusea un solo bocado que no me sepa rico, y
deglutir menús sosos en principio -hoy ante todo la Wiki, donde pico
cuando menos dos horas diarias- no obsta para haber peregrinado por los
mejores restaurantes, ni seguir considerando idóneo tal gasto. Como la
hermana Gravedad castiga con su lastre a quien coma más de lo preciso, y
las indigestiones persiguen por sistema al ávido, quizá carecer de gula
sea la principal bendición totalmente inmerecida; y quizá de ella parta
el hambre insaciable de datos, que al ser tan sincera como la
inclinación a masticar redunda en una memoria robusta, porque se graba
lo amado, y el goloso de conocimiento olvida todo -para empezar si
estamos a lunes o viernes-, salvo aquello que dejó de ignorar sobre la
parte del mundo no identificada con su inmediatez. Poco antes de
terminar la carrera un fragmento de Heráclito (el 29) me orientó
decisivamente en esa dirección, al decir: “Algunos lo dan todo por dejar
un buen nombre, los más se contentan con atiborrarse como animales”.
Quizá el botón al que te refieres pasa por la suerte de que nos interese
ante todo qué pensaron o sintieron los demás. Allí podría estar el
tapón para la agujereada vasija de Mnemosyne, y el requisito para
empezar a llenarla de un sentido no sólo particular sino común. Por lo
demás, tu última novela está colmada de semejante ánimo, y temo que te
quejas sin fundamento.
FA.
Era sólo un ardid para sonsacarte una descripción de tu método de
lectura; pero se conoce que me has calado. Ocurre una cosa curiosa con
Antonio Escohotado. Con frecuencia, cuando sale tu nombre en la
conversación (en conversaciones que versan sobre tus libros, tus
conferencias, tus entrevistas), mis interlocutores, sin conocerte
personalmente, mencionan algún hecho de tu vida. Supe así que tocas o
tocaste la guitarra. Alguien me contó que fundaste una discoteca en
Ibiza. No voy a activar aquí el dilema pueril que se empeña en oponer la
consagración intensa a la tarea intelectual y la vida, entendiendo por
vida lo que sea que uno haga de interés biográfico cuando sale de casa. A
Borges,
que como tú era un hombre de copiosas lecturas y eficiente memoria, me
cuesta imaginarlo fuera de la biblioteca o del salón de conferencias. Su
propia ceguera le imponía una forma de aislamiento. No es tu caso o al
menos has conseguido como pocos fundir la erudición con el experimento
vital al aire libre, y la impresión que nos llega de ti no es la del
sabio retirado del mundanal ruido, sino la de un hombre público que
tiene una alta consideración del placer y que es capaz de la autocrítica
¿porque ama el conocimiento o, como yo barrunto, porque no hay dios que
le robe un milímetro de libertad? Padeciste la dictadura. Conociste la
cárcel, donde tengo entendido que te construiste un espacio para
aislarte de tu reclusión, al menos mentalmente, y aprovechaste el tiempo
para escribir la Historia general de las drogas. Se dice que
renunciabas a salir de la prisión los fines de semana. Te lo estabas
pasando bomba, ¿verdad?
AE. Aproveché el año en el penal de Cuenca para redactar buena parte de esa investigación, pues reunir sus materiales tomó bastante más de un lustro. Y sí, me lo pasé bomba, porque era un desafío múltiple -empezando por aprovechar una celda de aislamiento-, y me encantan los retos. Sabía que si el libro resistiera el análisis de historiadores, juristas y sociólogos demolería indirectamente la versión policiaca, y evitaría ser abortado por completo del cuerpo social. Podía salir del atolladero con sentido de la responsabilidad -que es la libertad práctica-, y entretanto el trabajo cotidiano me fue enseñando a enveredar por temas complejos, presididos por consecuencias no intencionales de la acción. Allí sigo, fascinado por lo inconsciente e impersonal de nuestro espíritu, ese yo que es un nosotros y va innovando sin pausa. No logro separar conocimiento y libertad, y los años me han ido convenciendo de que la batalla humana, individual y colectiva, pasa por ir domando con inteligencia la voluntad, aunque precisamente lo inverso pretenda el energúmeno. También es cierto que tuve y tengo en alto aprecio el placer -tanto el de no sufrir como el goce positivo-, y que sin amar los riesgos de cualquier aventura propiamente dicha quizá tampoco llegamos a nacer. La peripecia culminada con Amnesia, por ejemplo, fue sobre todo una frivolidad; pero sació ansias carpetovetónicas de ligar, desquiciadas por décadas de pudibundez franquista.
FA.
Soy hijo de un obrero fabril y un ama de casa. Por suerte la educación
escolar es obligatoria y accedo en la adolescencia a los libros. Los del
colegio los leo a la fuerza, no siempre sin ganas, la verdad sea dicha;
otros, leídos por curiosidad o por placer, los elijo yo, y son estos
los que con mayor fuerza me ayudan a modelar mis gustos y criterios.
Pronto noto cosas raras a mi alrededor, similares a otras que mencionas a
menudo en Los enemigos del comercio. La religión me decía que debo no
sólo aceptar la pobreza, sino aferrarme a ella a fin de merecer una
recompensa magnífica al término de mis días, lo cual equivale a
estimular un egoísmo supremo. Pronto llego a Marx y Lenin,
y como tantos jóvenes de la época, negando la evidencia del infierno,
hago una tentativa de acercamiento al comunismo, que no prospera. Los
puestos están copados por hijos de clase media alta y me persuado de que
no tengo dinero suficiente para ser comunista. El hijo del dueño de la
fábrica donde trabajaba mi padre (y posteriormente, él mismo, dueño) era
cantautor. También Gabriel Celaya, a quien conocí y veneré, era hijo de
empresario. Lo recuerdo en un bar de la Parte Vieja donostiarra
tratando de venderme a mí, a un vástago de la clase obrera, el realismo
social y la conciencia colectiva, mientras yo preconizaba, exento de
rencor de clase y de mala conciencia, el surrealismo y cualesquiera
formas de libertad creativa. Me da que en la España actual vuelven a
hacerse presentes los señoritos revolucionarios y redentores que nunca
han visto una fábrica por dentro, necesitan al pobre eterno y tratan de
tutelar a una clase a la que jamás pertenecieron. ¿Qué opinas?
AE. Mi pesquisa sobre historia del movimiento comunista se propuso saber quiénes fueron pensando que la propiedad privada es un robo y el comercio su instrumento, así como el contexto social y personal de cada uno. Casi dos décadas después, cuando la exposición logró llegar a Pablo Iglesias júnior, toda suerte de incógnitas se habían despejado, y entre ellas el malentendido de las clases sociales, que desde Marx se plantean como un horror superable cuando más bien son la única alternativa al sistema de castas, donde la cuna es todo. Descubrí que ni uno solo de quienes fueron erigiéndose en redentores del trabajador se dignó trabajar; que todos hicieron la trampa de ilegalizar el trabajo por cuenta propia, y que el resultado invariable de sus dictaduras ha sido no sólo depauperación sino retorno a las castas, adobado con la suplantación del conocimiento por paranoia, y planes eugenésicos sinónimos de genocidio. Su gran éxito común ha sido canonizar la pobreza de espíritu -en las mil variantes que se siguen de tener un mesías u otro-, y transformar el rencor de Caín a su hermano en sinónimo de progreso colectivo. Léxicamente, el logro fue convertir el prosaico usus aureum en sacrilegio y crimen de usura, desplazando la podredumbre desde los cuerpos en descomposición a la riqueza en cualquiera de sus formas, una metonimia quizá capaz de realimentarse mañana tanto como ayer y hoy. Santificar la pobreza sembró resignación en un Imperio romano donde habían abundado las rebeliones de esclavos, y desincentivar el trabajo -convirtiéndolo en tarea servil- consolidó un milenio después la Europa-leprosario, gobernada por el analfabeto Carlomagno, aunque seguimos sin querer enterarnos del espanto que fue aquello, ni del porqué último. Ese por qué me lo enseñó la pesquisa del modo más imprevisto, al mostrar minuciosamente cómo la arrogancia autoritaria asfixia al espíritu objetivo, exigiendo que todo sea orden consciente. En cada aquí y ahora, por ejemplo, los precios son señales sobre existencias concretas, formadas combinando billones de actos protagonizados por millones de personas. Al fijarlos por decreto, las existencias concretas se tornan abstractas y pasan luego a desvanecerse, pues 5 o 110 personas asumen lo procesado en otro caso por infinitos mediadores, como si un sistema nervioso articulado sobre billones de neuronas pudiera funcionar reducido a 5 o 110. Lo equivalente a un infarto cerebral masivo han venido creando todos los decretos sobre precios, desde el de Diocleciano en 310.
FA.
En una intervención pública, te oí hablar de la unidad indisoluble de
la libertad y la justicia. Veo en ello un antídoto eficaz contra
cualquier tentación de totalitarismo; pero al mismo tiempo veo otra cosa
sobre la cual quizá me puedas proporcionar confirmación. Tengo la
sensación de que cuando razonas, hablando o por escrito, no olvidas la
existencia del prójimo. Tienes, por tanto, en cuenta su dignidad, su
integridad como individuo y su derecho a ser distinto en lo que él
quiera, con la obligación de obedecer las leyes. Según esto, el
ejercicio de la libertad no se opone al ejercicio del respeto; antes al
contrario, se diría que aquella exige a esta y viceversa. Te imagino
ahora en presencia de Gorki cuando afirma que la humanidad será
arrastrada por la fuerza a la felicidad. Te creo capaz de golpearte con
un martillo en la mano hasta que Gorki se diera por vencido. Pienso
asimismo en la misantropía de Schopenhauer,
quien dice preferir el afecto por su perro y por otros animales al del
hombre plebeyo, y te imagino exhortándolo a ser humilde. Yo nací en un
rincón de España donde unas gentes se organizaron para imponer un
proyecto político por la vía expeditiva de liquidar adversarios. He
visto manifestaciones de ciudadanos que pedían a coro más ejecuciones.
Alguna vez estuve cerca de perder la fe en el ser humano; pero luego,
conversando con familiares de víctimas del terrorismo, recibí lecciones
de humanidad que me libraron de un fácil acomodo al derrotismo. Me
gustaría saber qué piensas, qué sientes, cuando estás sentado en la
terraza de una cafetería y ves pasar a la gente por la calle.
AE.
Siento orgullo por pertenecer al género sapiens/demens, que inventó las
cafeterías, el sistema gulag, la rueda y -monumento de los monumentos-
internet, con el cual se cancela toda distancia, salvo la de alma y
alma. El respeto de mi vecino funda el mío propio, sin perjuicio de que
podría ser un asesino, y en ese caso toca ir a por él sin
contemplaciones. La palabra fe siempre me produjo algo de alergia,
porque no se me olvida que el creyente originario fue Abraham, y creyó
en la voz interior cuando le mandaba degollar a Isaac. ¿Cómo no puso en
duda una orden venida de su ombligo, permitiéndose al tiempo dudar del
mundo entero? Temo que ahí está el prototipo del vecino chungo,
dispuesto a darte órdenes en función de su propia incapacidad para
convencer y seducir. La inteligencia es lo divino del hombre, y
llamándonos a entender nos enseña lo esencial de la elegancia -de
eligere, elegir-, que es precisamente experimentar antes de pontificar,
lo inverso de Abraham y Mahoma cuando abogan por creer antes de ver. La
herida que te dejó el delirio homicida en el País Vasco es quizá la que
todos sobrellevamos en un mundo donde las cosas mejoran sin pausa; pero
violando con ello el sermón de los rencorosos, cuyo logro supremo es
llamar información al alarmismo amarillista, olvidando por sistema lo
fértil que fue y sigue siendo identificar la libertad con la justicia,
haciéndonos responsables en todo momento a todos.
FA.
Siento poner fin a este diálogo mencionando un asunto en extremo
doloroso para ti. Así y todo, dime, amigo Antonio, ¿cómo sobrellevas la
desgracia de no haber sido Jimi Hendrix?
AE.
Eso fue durísimo. Tenía 35 tacos, una Gibson SG, una casa payesa
acondicionada para hacer música en vivo, el bajo y el batería de Bad
Company como acompañantes, las melenas proclives a convertirme en terror
de las nenas... ¿Y qué? Pues entonces apenas fallaba notas -hoy piso
mal 7 de cada 10-, pero mi voz no era la propia, y antes o después
perdía el compás. Zapatero, a tus zapatos.
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