BLOG ORLANDO TAMBOSI
Que la política haya sido reducida a la propaganda de las buenas intenciones y a la sustitución de palabras ofensivas es síntoma de una corrupción casi terminal. Javier Benegas para The Objetive:
La reforma constitucional mediante la que el Partido Socialista y el Partido Popular,
de mutuo acuerdo, sustituyen el término disminuido por discapacitado,
es un ejemplo paradigmático de cómo la política ha devenido en una
impostura donde los gobernantes se limitan a hacer propaganda de sus
buenas intenciones en vez de asumir compromisos verdaderos.
La
idea de que la realidad cambia si cambiamos las palabras sirve para
sustituir la siempre arriesgada acción política, que puede ser auditada y
contrastada, por una mera demostración de buenas intenciones, cuya
elevada moralidad elude la rendición de cuentas. Si lo que el político
pretende es moralmente deseable, criticarlo en cualquier forma es
inmoral. Así, quien cuestione tan buenos deseos será un indeseable.
Sin
embargo, cambiar las palabras no cambia la realidad, tampoco la cambian
los buenos deseos. Podemos reemplazar el nombre de disminuido por
discapacitado, pero la vida de quienes padecen alguna minusvalía no
mejorará si no mejoran sus circunstancias. Las dificultades a las que
deben enfrentarse no cambian con la eliminación de la palabra
disminuido. Si acaso, con el tiempo, el término discapacitado acabará
impregnándose de la misma realidad que convirtió en peyorativo el
término anterior, lo que obligará a inventar uno nuevo. Y así
sucesivamente.
Son
los hechos lo que cuentan, no las palabras. Podemos sustituir el
término pobre por persona desfavorecida con el loable fin de evitar que
la pobreza se convierta en un estigma. Pero el caso es que, lo llamemos
como lo llamemos, su pobreza no desaparecerá. Renombrar esta situación
indeseable con un eufemismo es, si acaso, un cruel ejercicio de cinismo.
Ser pobre no estaría tan mal y, por lo tanto, comprometerse en cambiar
esta realidad no será prioritario. Los pobres recibirán un nombre más
piadoso y se enriquecerán en buenas intenciones, pero el hecho que
define su pobreza, no llegar a fin de mes, permanecerá inalterado.
No
sólo pretender cambiar la realidad mediante las palabras es absurdo,
también lo es la grandilocuencia de las buenas intenciones.
Declaraciones como «no dejaremos a nadie atrás» son por definición
absurdas. Ni el gobernante más intervencionista puede evitar que nadie
quede atrás. De hecho, suele suceder lo contrario porque las buenas
intenciones y los eufemismos, en el mejor de los casos, sirven para
distraer la incompetencia. Y en el peor, para justificar los abusos de
poder, el arbitrismo y la corrupción.
En
el caso de la violencia de género, declaraciones como «ni una más» no
sólo son estúpidas, también ocultan la realidad de que esta variante de
la política de las buenas intenciones no ha supuesto ninguna mejora…
excepto, claro está, para los políticos, que han incrementado sus
presupuestos, su capacidad de colocaciones y su poder. Lo mismo sucede
con la promesa de concordia, a propósito de la ley de amnistía, que
sirve para justificar la transformación del Estado de derecho en un
Estado estamental donde las leyes devienen en privilegios.
Que
la política haya acabado reducida a la propaganda de las buenas
intenciones y a la sustitución de palabras y expresiones que puedan
resultar ofensivas es síntoma de una corrupción casi terminal. Nos
advierte de que la racionalidad convencional, según la cual los
políticos deberían discriminar alternativas en función del interés
general, ha sido sustituida por una racionalidad interactiva que, lejos
de atender al interés general, se rige por las reglas de un juego de
expectativas mutuas.
Los
políticos se condicionan unos a otros, descuentan que ninguno de ellos
hará nada que realmente desafíe el statu quo, que ninguno irá más allá
de la impostura de los buenos deseos, la propaganda y el eufemismo. Esto
los lleva a ignorar la propia orientación moral para centrarse en lo
que harán los demás participantes, convirtiendo así la política en una
formulación abstracta donde las estrategias no atienden a lo que sería
óptimo sino a las expectativas de los jugadores.
Cuando
se señala al consenso político como el mal de la política española se
suele caer en el error de identificar como su peligro principal la
asunción compartida y acrítica de ideas, legislaciones e iniciativas que
resultan sectarias y perjudiciales para la sociedad o para muchos
individuos. Y ciertamente es así. Sin embargo, lo peor de este consenso
es que blinda la incompetencia e institucionaliza ese juego perverso
donde los políticos atienden a sus propios intereses, y no al interés
general, descontando que los demás harán los mismo.
Es
este consenso, que se constituye alrededor de la política de las buenas
intenciones y los eufemismos, el más destructivo porque cronifica y
agrava los problemas. Condena a los pobres a seguir siendo pobres de
forma indefinida, aunque los llame personas desfavorecidas, y además
aumenta su número. No aporta ninguna mejora tangible a los
discapacitados, al contrario: mientras los distrae con cambios de
nombre, desprecia la educación especial. Y lejos de proteger a las
mujeres, las usa como pretexto para consumir cada vez más recursos que
convenientemente se derraman entre los vericuetos del sistema político.
Con
todo, lo peor es que, para los españoles, esta impostura que se ha
apoderado de la política, a un lado y a otro del eje ideológico, ha
hecho que percibamos la corrupción como una fuerza inescapable que
derriba todas las barreras y dicta las reglas de la vida. Y esto no es
muy diferente a decir que los españoles interpretamos la vida en
términos de corrupción, porque nos hemos acostumbrado a ella; es decir,
forma parte de nuestra cultura.
Así,
a menudo, cuando protestamos, no lo hacemos porque una arbitrariedad
resulte peligrosa para el conjunto de la sociedad o los principios
democráticos en general, sino porque consideramos que nos perjudica en
particular. Y a la inversa, si la arbitrariedad nos beneficia,
tenderemos a desarrollar estrategias que la justifiquen.
En
un entorno completamente corrupto, incluso las personas que piensan que
la corrupción es moralmente inaceptable probablemente acaben
participando de ella porque no ven ningún sentido en hacer lo contrario.
De hecho, cuando la corrupción supera un punto de inflexión,
corromperse puede convertirse en la única forma de salir adelante.
Cuando esto sucede, sólo un Big Bang puede revertir la situación. Pero
esta última opción necesita acumular energía y encontrar el momento
oportuno. De lo contrario, lejos de mejorar, la situación podría
empeorar. Porque si las fuerzas anticorrupción son escasas, carecen de
verdadera convicción y no resultan creíbles, acabarán vendiendo buenos
deseos; es decir, acabarán sumándose a la corrupción.
Postado há 2 days ago por Orlando Tambosi
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