O ex-premier sueco Olof Palme |
Parece evidente que subordinar a política a uma determinada ideia de Bem está causando um grave prejuízo às democracias ocidentais. Javier Benegas para The Objective:
Se
entiende por guerra cultural el conflicto o lucha por el dominio entre
grupos dentro de una sociedad o entre sociedades, que surge de sus
diferentes creencias, convenciones, prácticas y costumbres. Normalmente,
estos enfrentamientos giran alrededor de cuestiones como el aborto, la
eutanasia, la transexualidad, el multiculturalismo y, en general, todos
aquellos asuntos en los que la intervención política provoca una
profunda división moral.
En
la actualidad, la idea gramsciana de que la hegemonía cultural antecede
a la hegemonía política ha sido asimilada más allá de la izquierda. Lo
que a llevado a que la guerra cultural se convierta en la clave de
bóveda de una confrontación que solo puede resolverse mediante la
imposición de una de las partes y la exclusión de la otra. Como explica
el sociólogo Donald Black, la cultura es un juego de suma cero. Sus
conflictos no pueden resolverse mediante el compromiso entre las partes
porque las discrepancias culturales generan reacciones más viscerales
que las disputas políticas convencionales. Por poner un ejemplo, una
política fiscal expansiva puede generar profundos desacuerdos, pero el
establecimiento del aborto como derecho absoluto dará lugar a un
antagonismo insuperable.
En
principio, podría parecer que la guerra cultural es patrimonio de la
izquierda y la derecha, y que ambas la instrumentalizan en su propio
beneficio, mientras que el resto del arco político la contempla con
desdén. Pero, si bien la guerra cultural alcanza hoy su máxima expresión
en el enfrentamiento descarnado entre izquierda y derecha sobre
determinados asuntos, quien sentó las bases de este conflicto fue una
opción política aparentemente moderada: la socialdemocracia.
Como
explico en La ideología invisible (2019), en los años 20 del siglo XX
el Partido Socialdemócrata sueco abandonó los postulados marxistas
ortodoxos y diseñó una nueva ruta. La sociedad capitalista competitiva
debía ser reemplazada por otra tecnocrática dirigida, pero de forma
progresiva, sin violencia y utilizando una nueva vía. La expropiación de
los medios de producción no se llevaría a cabo, como proponía el
marxismo, porque era mucho más eficiente que siguieran en manos
privadas, se condicionarían los bienes que consumían los ciudadanos y,
en consecuencia, sus costumbres y hábitos. Para lograrlo, había que
modernizar la forma de pensar de las personas, para que llevaran un tipo
de vida sana, correcta… y sostenible. Así el capitalismo no sería
controlado por el lado de la oferta sino por el de la demanda.
Esto
supuso la puesta en marcha de un intenso proceso de ingeniería social
que dejó a los ciudadanos a los pies de las autoridades y de los
expertos. Entre estos últimos, destacaron Alva y Gunnar Myrdal, una
pareja de intelectuales cuyo libro Crisis in the Population Question
(1930) inspiró la creación del Estado del bienestar. En su libro, Alva y
Gunnar Myrdal, que hicieron de su propia vida un experimento social,
establecieron la premisa de que, para permitir la libertad individual,
las reformas sociales eran imprescindibles.
La
propagación del modelo socialdemócrata al resto del mundo tiene, sin
embargo, otro nombre propio: Marquis Childs, un periodista
norteamericano que, tras visitar Suecia en los años 30, escribió varios
libros ensalzando la política y la sociedad del país nórdico.
Concretamente, en Sweden: The Middle Way (1936), Childs concluyó que los
suecos habían logrado combinar lo mejor del capitalismo con lo mejor
del socialismo. El libro, que alcanzó un gran éxito de ventas en los
Estados Unidos, ejerció una notable influencia sobre el presidente
Franklin D. Roosevelt justamente cuando diseñaba su New Deal:
Me
interesé mucho en el desarrollo cooperativo en países extranjeros,
especialmente en Suecia. Hace un par de meses salió un libro muy
interesante: The Middle Way. Estaba tremendamente interesado en lo que
habían hecho en Escandinavia en ese sentido. En Suecia, por ejemplo,
tienes una familia real y un gobierno socialista y un sistema
capitalista, todos trabajando felizmente uno al lado del otro. Por
supuesto, es un país más pequeño que el nuestro; pero han realizado
algunos experimentos muy interesantes y, hasta ahora, muy exitosos […]
Pensé que era al menos digno de estudio.
Como
señala Paul Johnson en Tiempos modernos (1983), si la interpretación
que hizo Roosevelt del modelo sueco sirvió para superar la Gran
recesión, lo único que sabemos con certeza es que fueron necesarios
bastantes años de un gasto público disparado… y una guerra mundial para
lograrlo.
Décadas
después, el primer ministro Olof Palme se encargaría de aplicar
pragmáticamente las teorías de Alva y Gunnar Myrdal, mediante una
concepción mecánica de la política social. Está concepción se exportaría
a numerosos países occidentales, tal y como Susan Sontag advirtió en A
Letter from Sweden (1969): «Más de un sueco me dijo que lo que ocurre
aquí se aplica cinco, diez o quince años después en alguna otra parte
del mundo desarrollado». Desde entonces hasta hoy, el viejo modelo
capitalista competitivo ha sido reemplazado gradualmente por un sistema
dirigido que, en la actualidad, ya no solo aspira a condicionar la
demanda y reorientar los hábitos y costumbres de las personas; también
aspira a controlar la oferta. Un salto cualitativo que se ha manifestado
con especial nitidez en la llamada «transición energética».
El
ejemplo con el que se refuerza la conclusión de que el modelo
capitalista competitivo no tiene solución de continuidad es el supuesto
fracaso del sueño americano. Las imágenes de los sintecho, que se
amontonan en las calles de la ciudad de Los Ángeles, se interpretan a
menudo como su signo más incontestable. Pero, en realidad, esta
conclusión no se compadece con la realidad. California es, en Estados
Unidos, el paradigma del Estado socialdemócrata. De hecho, destina
anualmente más de 100.000 millones de dólares a ayudas sociales, y son
sus regulaciones, es decir, una intervención política creciente, lo que
en buena medida ha convertido la vivienda en un bien casi inaccesible,
además de generar otros muchos problemas.
Pese
a todo, prevalece la creencia de que, en Estados Unidos, el gasto en
políticas sociales está muy por detrás del europeo por obra y gracia de
su indómito capitalismo. Pero lo cierto es que, desde 1930, año en que
apenas representaba el 0,56% del PIB, el gasto social no ha dejado de
aumentar hasta alcanzar más del 20% del PIB en 2021. Porcentaje que,
sobre un PIB de 23 billones de dólares, convierte a Estados Unidos, en
términos absolutos, en el país occidental, y del mundo en general, con
mayor gasto social. Así pues, tal vez no esté tan claro que lo que ha
fracasado es el viejo sueño americano.
Sin
embargo, mi intención no es señalar culpables. La culpa es un concepto
moral que levanta muros infranqueables al diálogo. Tampoco pretendo
demonizar a quienes están convencidos de que el modelo socialdemócrata,
que domina el mundo occidental, es la alternativa más razonable, porque
siguen creyendo que combina lo mejor del capitalismo con lo mejor del
socialismo. Lo que quiero es invitarlos a la reflexión, especialmente a
los que obran de buena fe. Pues parece evidente que subordinar la
política a una determinada idea del Bien está causando un grave
perjuicio a las democracias occidentales. De hecho, esta es, en mi
opinión, la caja de Pandora que abrió inadvertidamente la
socialdemocracia y que convendría empezar a entornar, pues de ella
acaban emergiendo, no ya los Olof Palme, sino los Pedro Sánchez y otros
muchos nombres propios que, aunque aparentemente más discretos y
aseados, a la postre resultan muy peligrosos para la libertad, la
seguridad y la prosperidad del común.
Lamentablemente,
la idea de que la sociedad necesita ser dirigida desde el poder
político ha sido asumida, en mayor o menor grado, por todos los
partidos, desde los socialdemócratas, con su ingeniería social
gradualista, a los democristianos, con su pulsión distributista, pasando
por la izquierda y la derecha más beligerantes. Cada uno a su manera
anima esta deriva a expensas de su propia idea del Bien. En unos casos,
estas ideas pueden coincidir en determinados aspectos. En otros,
resultar completamente antagónicas. Pero en todas hay un común
denominador: la condición de que el poder político prevalezca sobre la
sociedad. He aquí el quid del asunto, pues si entendemos el Estado como
la forma en que la sociedad decide su organización política para
asegurar el orden, la justicia y la prosperidad, la guerra cultural o,
mejor dicho, la madre de todas las guerras culturales debería consistir
en evitar que se normalice lo contrario: que el poder político sea el
que decida cómo ha de ser la sociedad, por muy prometedora que nos
parezca su idea del Bien.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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