Graham Greene, por exemplo, dividia o dia em três partes iguais: oito horas escrevendo, oito bebendo e oito dormindo. Em texto publicado por Letras Libres, Bárbara Mingo Costales acrescenta algumas sugestões:
Graham
Greene dividía en tres partes iguales el día idóneo para el escritor:
ocho horas escribiendo, ocho bebiendo y ocho durmiendo. Un alcoholismo
euclidiano, verdaderamente. Se puede copiar. En todo caso, para
descansar de escribir conviene buscarse una actividad de esparcimiento o
de vuelta a lo que sea esto donde vivimos y que no tenga que ver con
las palabras, que de demasiados aspectos de la vida forman parte ya. Los
escritores no liberados suelen dedicar esas horas al trabajo que les da
dinero, pero en el caso de que queden algunos ratos libres hay algunas
prácticas que pueden ayudar a dejar descansar la mente. Aquí algunas de
ellas:
DIBUJAR.
Muchos escritores dibujan muy bien. Descubrir que un escritor que
admiramos dibuja, y además con gracia, renueva la simpatía que ya nos
despertaba. Si uno escribe a mano, la similitud aparente de las dos
actividades puede hacer desaparecer la odiosa asociación del instrumento
con el esfuerzo por articular un discurso y dejarnos a cero para
acometer bien frescos la escritura del día siguiente. El rotulador se
desliza por el papel sin que tengamos que estar tensamente tramando cómo
hilar unas cosas con otras, cómo arrancarles a las palabras su sentido
convencional y cambiárselo por uno nunca visto, y más que esforzarnos en
aclarar la imagen que se ha formado en nuestra mente, podemos
dedicarnos a contemplar con asombro la imagen que no existía y que se va
formando sobre el papel trazo a trazo. Se escriba en teclado o con
pluma, la mano que abandona el servicio de la composición de las frases y
se entrega a los arabescos sin significado de la muñeca disfruta como
una bailaora en éxtasis e ingresa, arrastrando al baqueteado cuerpo
detrás, en un mundo de ensueño y algodones. El rotulador baila y el
cerebro se deja llevar, y no al revés. ¿Quizá convendría dejar de
escribir y dedicarse a dibujar? Buena idea, siempre que se siga haciendo
con la actitud amateur que tantas veces es clave para la obra genial y
genuinamente expresiva.
Aunque
pensar en sacar un rendimiento de hasta la última cosa que hacemos es
lo peor y es el antiarte y la afición de los enemigos de la vida, lo
cierto es que de unos personajes que nos saludan desde un dibujillo
rápido puede sacarse un título, o al menos una escena, de novela.
CONDUCIR.
Hay muchos libros sobre cómo el salir a caminar sin rumbo fijo es una
actividad preferida de otros tantos escritores. Aquí acecha de nuevo el
peligro de tener que aprovecharlo todo como tema de escritura. Pasear
está muy bien, pero si se tiene la suerte de tener un coche qué mejor
que abandonar el escritorio para volverse a sentar frente al volante a
mover esta vez los pinreles, feliz organistilla, y conducir despacio por
las más peregrinas carreteras, y salir acelerando de las curvas, y
mirar los girasoles a los lados, y sentir la leve tensión en todo el
cuerpo al darnos cuenta de que estamos adelantando un camión, y apoyar
el codo en la ventanilla, y olvidarlo todo, nuestro nombre y el del país
que atravesamos y que con enternecedor afán de progreso algún día trazó
esos caminos de asfalto que nosotros usamos ahora para ir a ningún
sitio, a ningún sitio, a ningún sitio.
NADAR.
El más famoso de los escritores-nadadores es precisamente uno de los
escritores más famosos en general: Franz Kafka. Ir a nadar es muy útil
contra la verborrea mental. Ya el olor a cloro puede tener efectos
narcóticos. La natación acalla la mente al hacer que se fije en otras
armonías risueñas como las teselas distorsionadas del fondo de la
piscina o los brillos que hace el agua en el techo cuando entra el sol a
cierta hora de la tarde, o en la armonía de los propios movimientos,
que se desbarata cuando reparamos en ellos, o en la sorprendentemente
sincronizada coreografía espontánea que de vez en cuando alcanza el
conjunto de los nadadores.
Qué
fresca está el agua, y te rodea por todas partes, y su ligera presión y
deliciosa densidad es lo más parecido a cuando estabas dentro de tu
madre y aún no te habían dicho que ibas a tener que aprender a hablar.
CUIDAR UN JARDÍN.
Por supuesto, también vale un huerto o unos tiestos que tengamos. Hay
mucho que hacer en ellos, cosas que hacemos desde hace miles de años:
sembrar, trasplantar, regar, podar, injertar, abonar, actividades todas
que facilitan la atención sencilla tan recomendada por los poetas
norteamericanos. La constancia que exige el cuidado de las plantas acaba
siendo uno de sus encantos, porque hay que ser constante para acabar
dándote cuenta de que no hay mucho que hacer más que observar. De esa
manera se participa del mérito de la tierra, que hace crecer las plantas
como si tal cosa. Y qué gusto accionar las tijeras de podar, amenazando
al aire con su sonido metálico.
CANTAR.
Leyendo sobre las vidas de no sé qué monjes me enteré de que alguien
había asociado la frecuencia con la que cantaban, en los varios oficios
diarios, con unas tasas de depresión muy bajas. Lo achacaba al modo de
respirar al que te obliga el canto. Quizá mejor que practicar
respiraciones a pelo, lo que sin duda tiene que ver con la famosa cuenta
hasta diez, puede funcionar cantar bien alto todo tipo de blues del
Mississippi o de arias italianas, de modo que la poesía de las canciones
amadas vierta su apolíneo y báquico silabeo en el pecho atribulado. Ahí
hay un orden. Tralará.
Bárbara Mingo Costales es escritora. En 2021 publicó 'Vilnis' (Caballo de Troya).
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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