Com a morte de sua esposa, o escritor irlandês C. S. Lewis teve uma crise de fé, mas lentamente conseguiu aceitar o doloroso acontecimento e consolidar suas crenças no cristianismo. Rafael Narbona para El Cultural:
Las
pérdidas suelen ser fructíferas en el terreno de la literatura, pero
raramente reservan un rincón a la esperanza y, menos aún, una coda
redentora, capaz de disipar la oscuridad asociada a la muerte. Clive
Staples Lewis (Belfast, 1898-Oxford, 1963) perdió a su esposa, la
escritora norteamericana Helen Joy Gresham, tras un breve matrimonio. Se
trató de un enlace tardío entre un solterón que bordeaba los sesenta y
una divorciada diecisiete años más joven. El cáncer les concedió una
pequeña prórroga que les permitió conocerse mejor, disfrutando de una
intimidad tranquila, que incluía pequeñas excursiones al campo, lecturas
compartidas y charlas apasionadas sobre filosofía, ética y teología,
pero al cabo de cuatro años la muerte se cobró la vida de Joy, dejando a
Clive hundido en el desconsuelo. Aunque los dos eran creyentes, el
trágico final tambaleó sus convicciones, especialmente las de Clive,
conocido apologista cristiano. Joy superó los momentos de duda y, poco
antes de morir, exclamó: “Estoy en paz con Dios”. Clive se enfrentó con
el duelo mediante unos cuadernos que recogieron su desesperación
inicial, su crisis de fe, su lenta aceptación de lo sucedido y la
consolidación de sus creencias, que asumieron la experiencia como una
prueba y una oportunidad de profundizar su conocimiento de Dios.
“Nadie
me había dicho nunca que la pena se viviese como miedo”, escribe al
principio. “Y nadie me habló nunca de la desidia que inyecta la pena”,
anota un poco más adelante. El miedo y la desidia se hacen
particularmente insoportables cuando se cree en un Dios bueno y
providente. En esos momentos, se espera alguna señal, algún signo que
manifieste su existencia y espante el temor al vacío, a la posibilidad
de un universo que fluye ciegamente y sin propósito, sin otra ley que el
azar. El silencio de Dios evoca la desolación de una casa vacía y con
las puertas atrancadas. Es inútil alzar la voz o pegar golpes. Nadie
responde. Lewis no teme perder la fe, sino descubrir que Dios no es
bueno, que nos ha abandonado al sufrimiento, que ha creado un cosmos
implacable, condenándonos a encadenar pérdidas y duelos. Antes aceptaba
que su existencia se manifestaba mediante el silencio, la ausencia, el
aparente no ser, pero al mismo tiempo opinaba que sembraba huellas, como
la sensación de cercanía que experimentó tras la muerte de un buen
amigo. No se cansa de pedir algo semejante, pero sus ruegos no obtienen
respuesta. “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os
abrirá. Porque todo el que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que
llama se le abrirá”, leemos en Mateo (7:7-8). ¿Acaso Dios formula
falsas promesas?
Lewis
comprende que un aspecto particularmente penoso de la desgracia es su
inevitable sombra, la compulsión de meditar sobre ella. El sufrimiento
siempre es reflexivo, pues la conciencia se interroga sobre su origen,
duración y sentido. La pérdida de Joy impregna toda la existencia: “El
acto de vivir se ha vuelto distinto por doquier. Su ausencia es como el
cielo, que se extiende por encima de todas las cosas”. Frecuentar los
sitios que poseían un especial significado para los dos resulta
doloroso, pero hay algo peor: “Hay un lugar donde su ausencia vuelve a
albergarse y localizarse, un lugar del que no puedo escaparme. Me
refiero a mi propio cuerpo. ¡Cobraba una importancia tan distinta cuando
era el cuerpo del amante de H! Ahora es como una casa vacía”. Helen era
el primer nombre de Joy y el que Clive utiliza en sus cuadernos, aunque
limitándose a la letra inicial. Lewis evoca los últimos momentos con
tristeza y nostalgia: “Qué largo y tendido, qué serenamente, con cuánto
provecho llegamos a hablar aquella última noche, estrechamente unidos”.
Unas palabras enigmáticas de H. entreabren una puerta, insinuando que la
muerte no es lo definitivo: “Incluso si nos muriéramos los dos
exactamente en el mismo instante, tal como estamos echados aquí ahora
uno al lado del otro, sería seguramente una separación mucho mayor que
la que tanto temes”. Lewis especula con la posibilidad de una
comunicación después de la muerte, situada más allá del tiempo y el
espacio. La separación física no implica un alejamiento irreversible,
sino el comienzo de otra etapa, que no logramos imaginar o representar:
“Por supuesto que ella no sabía, o al menos más de lo que yo sé. Pero
estaba cerca de la muerte; lo suficientemente cerca como para dar en el
clavo”. Lewis rechaza la idea de una simple reparación, pues le parece
rebajar a Dios a la mera condición de prestidigitador que hace
desaparecer y reaparecer las cosas. La eternidad, si existe, debe ser
algo diferente. La separación de los cuerpos duele, pero infinitamente
menos que el distanciamiento de las almas. H., que conoce su inminente
final, intenta consolar a su esposo, apuntando la expectativa del
reencuentro.
Al
releer las primeras páginas de su cuaderno, Lewis repara en que sólo
habla de sí mismo, de su dolor y su desconsuelo, sin reparar en el punto
de vista de H., que ya no parece su esposa, sino un enorme vacío que
crece día a día, restando sentido a su vida. H. no era esa mitad
complementaria que había rematado el arco de su existir, sino la
alteridad que revela el egoísmo del yo, su lamentable narcisismo. Con su
desaparición, “el áspero, agudo, tonificante regusto de su otredad, se
ha esfumado”. Cuando surge la idea de que continuara viva en su memoria,
Lewis se rebela y exclama: “¿Vivir? Eso es precisamente lo que nunca
volverá a hacer”. No le alivia visitar su tumba, pues entiende que ese
gesto sólo tiene un valor simbólico, sin rebajar un milímetro el espanto
de la muerte: “La tumba y la imagen tienen una función equivalente como
lazos con lo irrecuperable y como símbolos de lo inimaginable”. Con una
rara honestidad, Lewis admite que sus pasadas oraciones fluían
calmadamente, porque no le importaban realmente las pérdidas sufridas,
“al menos no de una forma desesperada”. Ahora se pregunta si la vida
terrenal es el preludio de una eternidad que no podemos concebir y que
tal vez no saciará nuestras ansias de felicidad: “Sé que la cosa que más
deseo es precisamente la que nunca tendré. La vida de antes, las
bromas, las bebidas, las discusiones, la cama, aquellos minúsculos y
desgarradores lugares comunes”. Todo aquello se acabó. Jamás volverá. La
restauración de la dicha pasada es una fantasía infantil: “La realidad
nunca se repite. Nunca cuando se nos quita una cosa, se nos devuelve
exactamente la misma cosa”. Cuando un amigo le dice que no se aflija
como los que no tienen esperanza, admite que los consuelos
sobrenaturales sólo alivian a los que aman a Dios más que a sus muertos.
Lewis se pregunta si H. también sufre el dolor de la separación. La
congoja se hace más aguda al especular sobre las motivaciones de la
voluntad divina: “Si la bondad de Dios no es consecuente con el daño que
nos inflige, una de dos: o Dios no es bueno, o Dios no existe; porque
en la única vida que nos es dado conocer nos golpea hasta grados
inimaginables, nos hace un daño que supera nuestros más negros
presagios. Y si Dios es consecuente al hacernos daño, puede seguírnoslo
haciendo después de muertos de una forma tan insoportable como antes”.
La sospecha de estar bajo el dominio de un Dios nada compasivo se
transforma en estupor, cuando se repara en la dureza con la que se ha
tratado a sí mismo, aceptando la humillación y la agonía de una
ejecución pública particularmente cruel: “Se crucificó a Él mismo”.
¿Por
qué existe la conciencia?, se pregunta Lewis. ¿Acaso no sirve tan sólo
para agravar nuestro sufrimiento? La conciencia nos muestra nuestras
limitaciones y alienta nuestros miedos. “Lo que realmente me asusta
–escribe- es pensar que somos ratones atrapados en una ratonera. O,
todavía peor, ratones en un laboratorio”. Se ha dicho que Dios es un
geómetra, pero su forma de actuar recuerda más bien a la de un
descuartizador. Eso sí, sin Dios el universo se degrada hasta la más
absurda banalidad. Si no hay ninguna forma de trascendencia, la vida es
sólo tiempo, “una vacía continuidad”. Lewis no oculta que esa
posibilidad le produce una náusea metafísica, existencial.
La
fe reaparece lentamente, como una inesperada y tardía madurez. Admite
que si su fe se ha desplomado con el golpe helado de la muerte, es
porque sólo era “un castillo de naipes”, simple imaginación. La muerte
de H. es una tortura, pero “sólo bajo tortura podrá el hombre
descubrirse a sí mismo”. Lewis se plantea que las torturas tal vez son
necesarias, como fue necesaria la muerte de Dios en la Cruz. El duelo no
es una simple separación, sino “un aspecto integral y universal de la
experiencia del amor”. La ausencia física nos conmina a continuar
amando, no a evocar luctuosamente nuestro pasado. Ya no se trata de
compartir la vida, sino de conocer al ser que se marchó de una forma más
profunda y perdurable. El dolor de la pérdida es inevitable, pero no
debe convertirse en resentimiento y encono, dos emociones que nos
separan aún más del ser querido. El matrimonio no se desvanece con la
muerte, sino que continúa, como las estaciones que se suceden
regularmente. “Éramos uña y carne –reconoce Lewis-. Ahora la uña se ha
separado de la carne”. Sería absurdo negar que es una experiencia
traumática, pero no representa el fin: “Seguiremos casados, seguiremos
enamorados”. Se abre un nuevo período, una nueva vida, que exige un
aprendizaje y una reelaboración de la fe.
En
su último cuaderno, Lewis se muestra más sereno. Ya no está enojado con
Dios. “Mi idea de Dios no es una idea divina. Hay que hacerla añicos
una vez y otra. La hace añicos Él mismo. Él es el gran iconoclasta. ¿No
podríamos incluso decir que su destrozo es una de las señales de su
presencia?” Sólo amando al Dios que nos golpea para hacernos madurar,
podemos preservar los lazos con nuestros seres amados. ¿Cómo será la
eternidad? ¿Cómo acontecerá la resurrección? Es imposible saberlo. “El
cielo resolverá nuestros problemas, pero no creo que lo haga a base de
mostrarnos sutiles reconciliaciones entre todas nuestras ideas
aparentemente contradictorias. No quedará piedra sobre piedra de
nuestras nociones. Nos daremos cuenta de que no existió nunca ningún
problema”. Una noche, Lewis siente la proximidad de H. No le incomoda
reconocer que se trata de un verdadero encuentro. No hay intimidad
física, sino comunión espiritual. Especula que la vida eterna quizás
consista en una comunidad de intelectos, pero recuerda que el Evangelio
habla de la resurrección de la carne. “No somos capaces de entender.
Puede que lo que menos entendamos sea lo mejor”.
¿Qué
es un clásico? ¿Podemos considerar que Una pena en observación
pertenece a esa categoría? Es imposible responder de una forma unívoca y
definitiva. Se tiende a pensar que los clásicos son obras donde cada
página obedece a una especie de fatalidad creativa. Desde ese punto de
vista, clásico es el libro donde no sobra o falta nada, pues cada
palabra forma parte de un todo indisociable y necesario. Creo que esa
idea es falsa. Moby Dick es una novela caótica, con infinidad de
capítulos indeseables. La trama se diluye y pierde inspiración cuando
Herman Melville comienza a describir las partes de la ballena y el
proceso de disección y almacenamiento de sus restos. Sin embargo, es un
clásico indiscutible. ¿Por qué? Porque expresa una crisis profunda,
sincera y compleja sobre las nociones de bien y mal. Los grandes
clásicos no despuntan por su perfección formal, sino por su intensidad.
Crimen y castigo nació como un folletín por entregas, incurriendo en
torpes reiteraciones, pero nadie discute su excelencia. Su valor procede
de la crisis espiritual de Dostoievski, un cristiano atormentado por
las ideas de culpa y redención, que acepta el reto de rebatir el asalto
contra la moral lanzado por Nietzsche. Una pena en observación también
brota de una crisis. La pérdida del ser amado oscurece todo, insinuando
que el mal y la banalidad son las leyes ocultas del cosmos. Desde una
perspectiva externa a la fe, la superación del duelo planteada por Lewis
no resulta convincente, pero desde el punto de vista literario y
psicológico constituye un extraordinario y lúcido testimonio de una
peripecia que nos afecta en lo más íntimo. Casi todos sobrellevamos
alguna pérdida y vivimos con la certeza de afrontar nuevas desgracias.
Por eso es imposible leer las reflexiones de Lewis con indiferencia. Al
margen de las creencias personales, Una pena en observación (Anagrama,
2006, con traducción de Carmen Martín Gaite) es una conmovedora historia
de amor, con un punto de locura, pues describe la pasión como un
sentimiento que se extiende más allá de la muerte. Sólo un clásico puede
reunir estos elementos sin naufragar en el sentimentalismo o la
retórica. Lewis murió tres años después que su esposa. Tras leer su
planto, es inevitable pensar que se reunió con ella para escuchar el
sonido de la eternidad.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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