BLOG ORLANDO TAMBOSI
"Melancolia", de Edvard Munch. |
O triste conforma em si mesmo, diariamente, a aristocracia da solidão. Ensaio de Ricardo Martínez-Conde para Entreletras:
¿No
es, al fin, en la vida del hombre, la soledad quien dicta el
comportamiento del ser, quien tiene como único don a sí mismo para hacer
de su vida una consciencia, una referencia?
Sin
embargo, la tristeza ha acaparado tanto valor, esencial y distintivo,
que ha podido atraer hacia sí la preeminencia de ser objetivo propio,
una preferencia significada para el pensamiento. Es, entonces, en sí
misma contenedora de valor, de relevancia sin dejar de ser en otro, de
pertenecer a algo para otorgarle distinción, identidad.
¿Identidad?
¿La tristeza como identidad? Tal vez. Tal vez no esa identidad formal,
reiterada, acumulativa y física que el tiempo va engendrando en el
hombre, pero sí una identidad al modo de una presencia espiritual. Esto
es: más una referencia que un acto, más un susurro que un grito, una
propensión que una actitud.
No
por ello, sin embargo, vayamos a pretender el poder separar a los
tristes como una rama de los no-tristes. Y es que no deberíamos
descender tanto a la clasificación como a la categoría. La clasificación
se correspondería más con un gesto físico, impropio para quien ha de ir
más allá de la verdad inmediata, intercambiable. No: más bien tristeza
como categoría, como aquello que se aproxima a un don.
Luego
vendría la consideración del secreto: ¿ha de ser considerado un
atributo de la tristeza? El secreto, que interioriza la cualidad del
vivir, ¿no podría conformar, por ello mismo, la verosimilitud de la
tristeza? Traslada lo externo hacia el interior: alimenta la
espiritualidad en tanto que posibilita el silencio. Y a partir de ahí
esa culta soledad que es la tristeza adquiere la manifestación por
excelencia de aquel que desea elegir el silencio.
Entrando
en tal consideración podemos plantearnos si el hombre triste es
solidario o individualista, si en su conciencia anida el vínculo como
comportamiento o bien está pronto a rechazar cualquier argumento,
cualquier empleo de su voluntad que no vaya destinado a una propensión
al egocentrismo, a un deliberado y consentido ensimismamiento.
La
cuestión no es fácil de deslindar, a pesar de la aparente inanidad. Y
ello es así por cuanto, aún reconociendo que el triste reivindica en
todo momento una forma de soledad propia que garantice su deseado estado
de ánimo, a la vez obtiene siempre, siempre, el fundamento de su
tristeza en los actos de otros, en el corazón de los otros. Es así
entonces que no solo no hay tristeza sin vínculo sino, aún más, que la
tristeza se sustenta en el vínculo.
El
hombre triste enfrenta de un modo radical sus afinidades con sus
rechazos. Y en ambos se define y por ambos se delimita, se conforma. Ama
sinceramente y repudia sinceramente. La cualidad que le distingue es el
hacerlo siempre pasando cualquiera de sus emociones -en eso transforma
sus sentimientos, aun los más nimios o elementales- por su propio
centro, por el selectivo tamiz de su elección.
Sería,
pues, un planteamiento no fácil de dilucidar el querer establecer de un
modo repentino acerca de su solidaridad o egoísmo. El triste es tanto
para sí en cada una de sus elecciones que resulta difícil tomarle como
modelo de amistad; pero ello es más obvio desde un plano general que no
desde un plano individual. En este último caso el grado de vinculo puede
ser tan grande -a la vez, eso sí, que potencialmente excluyente-, que
tal solidaridad pudiera resultar el fundamento de su tristeza.
El
triste nunca diría que lo es por sí o para sí. El que es triste lo es
por una causa y defendería la tristeza como un don, no como una elección
prosaica e individual. A la vez, la tristeza sería un don devenido,
alcanzado en lo farragoso de la realidad por una inteligencia sensible y
un corazón sintiente.
El triste, entonces, conforma en sí mismo, diariamente, la aristocracia de la soledad.
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Hay
un enigma seductor que deriva del hombre triste: cuál sea su paisaje.
¿No es cierto que a ese hombre que camina tan a bien con el silencio le
suponemos con una afinidad interior por algún horizonte, por su vínculo
secreto con algún paisaje? No es difícil atribuir a un hombre un lugar
que sea común a su corazón en la medida en que uno y otro se cedan
identidad, se presten apoyo y justificación. Acaso sea este vínculo uno
de los secretos más guardados por el hombre. Pues bien, del hombre
triste no solo habremos de pensar tal sino aún que el paisaje hermanado
con su tristeza (aunque fuese su feliz tristeza mientras le contempla)
guarde en algún rincón los signos que a tal observador le den
naturaleza, esto es, la libertad.
Siempre
uncidos a un paisaje (¡todo horizonte posee la condición implícita de
saber exhumar una parte del espíritu!) a pesar de que, en lo común, se
refiera uno al hombre triste como el que rehúye el horizonte buscando,
por contra, una cierta oscuridad justificadora, un rincón complaciente.
El matiz de apreciación acaso resida en que, a diferencia del común de
los hombres, a los que el paisaje, por sí, arroba y conmueve, al triste
solo uno le propone la armonía anhelada, siendo los otros una «triste»
referencia desacertada del que únicamente es el compilador de ‘la
medida’, de ‘lo real’.
He
ahí cómo un lugar recóndito para cobijar el cuerpo y un lugar del
horizonte donde tender el alma se hacen complementarios para anidar por
sí la alta seducción de la tristeza, la que ese hombre guarda en
exclusividad, atento siempre a su belleza.
Pudiera parecer, por lo común, que la tristeza supone una forma de ser. Pero no: es, más bien, una identidad.
Comienza
como una forma de ser; incluso de distinguirse. Pero pronto se agostará
esa distinción en sí misma ante el empuje de otras fuerzas interiores
que pujen por anular su efecto persuasivo. Sólo perdurará en aquellos
que posean la raíz de la melancolía; solo en aquellos más fuertes en que
la soledad constituya, junto a su ingrávida desnudez, un referente de
fidelidad, de convicción.
La
tristeza, pues, crece y se alimenta (y no siempre, paradójicamente, de
tristeza, como a los simples pudiera parecer) y construye lentamente su
código de conducta y supervivencia a través de una percepción
determinada de la belleza, a través de un criterio lógico único e
intransferible; a través de un grado de aceptación que elabora por
dentro de sí mismo un canon de armonía que se ha de convertir en
inevitable como conducta, como sello de identificación.
Crece
la tristeza y se conforma asida a la lentitud y al silencio. Crece con
la naturaleza que le asiste, le escucha y le fecunda hasta confeccionar
esa red sensible que es la voluntad del triste en sus manifestaciones de
la apreciación de la realidad.
La
identidad del triste se confecciona en un silencio implícito, no
obstante la consolidación pertenece al exterior, a lo real: a la vista,
al oído. Incluso al tacto. Vive a expensas de lo externo y se anuda con
meticulosa lentitud adentro. Es por ello que es un ser tan delicadamente
individual.
Y,
así, permanecerá lo que el hombre permanezca. No hay, pues, tristeza,
sino tristezas. Como un vidrio artesano, cada pieza es una y eterna aún
siendo todas ellas vidrio artesano de la misma procedencia.
Toda
vida nos ha parecido, en algún momento, muerte. No hay ser humano que,
en un momento dado, no nos haya suscitado, como un estado dentro de sí,
la muerte: o una forma de muerte, o un vínculo implícito con ella.
Ahora
bien, no es cierto del todo que la tristeza, que en un momento dado nos
ha parecido un comportamiento hacia la nada, ajeno a lo inmediato, nos
haya creado desde el triste, como un gesto recurrente, la idea de la
muerte. No: antes al contrario acaso sea eso lo que nos subyuga, lo que
nos azora. No es muerte lo que vemos en el triste, sino una forma de
juicio incómoda, un consentimiento implícito con la vida que puede ser
extrañamente duradero: más duradero que ese hombre apasionado que trata
de definir, de apartar, al triste.
Pero,
¿vivir para la tristeza? Tal podría preguntarse aquel que está en la
vida entregado a sus necesidades inmediatas y a olvidar. No: vivir con
tristeza (siquiera de la tristeza o para la tristeza. No: vivir en la
tristeza).
Se
afronta la vida como un transcurso y un reto donde la duda y la
necesidad habrán de ser perennes compañeros de camino. Se afronta pero
raramente se reflexiona detenida y entregadamente acerca del vivir. El
hombre triste, sin embargo, que no ha separado la vida de su ritmo
físico y emotivo, aúna pronto sus sentidos al ciclo de la inevitabilidad
y acepta en ello, trágicamente, su participación plena.
Es así, al fin, que el hombre triste es el que ama.
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