BLOG ORLANDO TAMBOSI
Depois dos acontecimentos de Brasília, Lula tem tentado acalmar os ânimos e as instituições de justiça buscam dar uma resposta contundente. Mas, para alguns bolsonaristas, aquilo foi apenas o princípio. Raphael Tsavkko Garcia para Letras Libres:
La
última vez que Brasil se vio amenazado por un levantamiento fue el 1 de
abril de 1964, cuando las fuerzas armadas derrocaron al gobierno electo
de João Goulart e instauraron una dictadura que duró hasta 1985.
Desde
entonces, la democracia brasileña se ha fortalecido, o al menos se ha
sostenido y ha hecho frente a las crecientes amenazas. Hasta hace poco,
la mayor había sido el gobierno de Jair Bolsonaro, con miles de muertos
durante la pandemia –causados en buena medida por el negacionismo científico del gobierno–, declaraciones y medidas antidemocráticas y la incitación a la violencia que se tradujo en la presencia de grupos en las calles amenazando a las instituciones.
Bolsonaro ha amenazado
persistentemente a periodistas, ha incitado a sus partidarios a atacar a
la prensa y su discurso de odio contra las minorías ha hecho que estas
teman por sus vidas. En plenas elecciones, a finales de 2022, los
partidarios del presidente decidieron pasar de las palabras a los hechos, atacando e incluso asesinando a simpatizantes y partidarios del entonces candidato de la oposición, Luís Inácio Lula da Silva.
Tras la derrota de Bolsonaro, sus partidarios se radicalizaron aún más. Hubo bloqueos carreteros, un intento de invadir
la sede de la Policía Federal el 12 de diciembre del año pasado, y una
ocupación de los alrededores de cuarteles del ejército por bolsonaristas
que acampaban y exigían que el gobierno democráticamente electo de Lula
da Silva fuera derrocado en un golpe militar.
El propio Bolsonaro, temeroso de ser detenido, huyó del país a Orlando, Florida. Pero sus seguidores no abandonaron el radicalismo.
El
8 de enero, miles de partidarios de Bolsonaro decidieron seguir el
instructivo de Donald Trump, estrecho aliado del ahora expresidente, y
lanzar un nuevo ataque contra el centro del poder político de Brasil.
Si en Estados Unidos ocuparon el Capitolio, en Brasil los terroristas –así llamados por la prensa y el propio Tribunal Supremo–, invadieron, saquearon, robaron
obras de arte y destrozaron el Congreso Nacional, el Tribunal Supremo y
el Palacio Presidencial. Por suerte, la invasión tuvo lugar un domingo,
cuando no había actividad.
La
similitud entre los hechos de Brasilia y los de Estados Unidos también
se encuentra en el hecho de que ninguno de los dos líderes, Bolsonaro y
Trump, tuvo que tomar la iniciativa, ni siquiera dar una orden. El líder
no es el instigador que toma la iniciativa, sino alguien que, en la
percepción de sus partidarios, vendrá después a resolver el problema.
Las escenas de salvajismo fueron posibles gracias a la connivencia
del gobierno del Distrito Federal, donde se encuentra Brasilia, las
fuerzas policiales y las fuerzas armadas, que apenas disimulan su
simpatía por el expresidente ultraderechista. Mientras los terroristas
invadían las instituciones, era posible ver
a policías sonriendo, haciéndose fotos y confraternizando con los
golpistas. Simultáneamente los periodistas que se encontraban en el
lugar eran atacados, agredidos, les robaban las cámaras e incluso los mantenían cautivos.
Solo
cuando la destrucción ya era completa –y cuando armas y documentos
clasificados de la Agencia Brasileña de Inteligencia habían sido
robados– las fuerzas de seguridad se movilizaron para expulsar a los
terroristas.
El gobernador del Distrito Federal, Ibaneis Rocha, llegó a pedir
disculpas por la falta de actuación de su policía y exoneró a su
secretario de Seguridad, Anderson Torres (quien fue ministro de Justicia
de Bolsonaro). Sin embargo, el procurador general pidió su detención, mientras que el juez del Tribunal Supremo Alexandre de Moraes decidió destituir al gobernador por 90 días. Lula nombró a un interventor federal por 30 días para cuidar de la seguridad en el Distrito Federal.
Durante
los eventos, Torres estaba en Florida visitando a Bolsonaro. No podría
ser más simbólico. El 14 de enero volvió a Brasil y fue detenido.
A
pesar de que todo fue grabado –tanto por periodistas como por los
propios terroristas, que incluso transmitieron en directo sus crímenes
por las redes–, los partidarios de Bolsonaro negaron haber hecho algo
malo.
Diputados de extrema derecha y otros políticos cercanos a la familia Bolsonaro han expresado su apoyo a las protestas. Todos pueden ser procesados y encarcelados, según el ministro de Justicia Flávio Dino, junto con los responsables de financiar los actos antidemocráticos y, desde luego, quienes participaron en ellos.
Según
Felippe Ramos, analista político y doctorando en sociología por la New
School for Social Research, hasta que no se demuestre la participación
de Bolsonaro o de aliados cercanos e individuos en altos cargos de poder, lo ocurrido puede ser calificado de “insurgencia extremista”.
“El
golpe de Estado requiere por definición la acción de un grupo desde
dentro del Estado. Hoy existe un grupo organizado bajo banderas
extremistas y golpistas que utiliza la violencia de baja intensidad y la
fuerza (sin armas de fuego) para imponer una voluntad antidemocrática y
contra las instituciones”, explicó.
Agregó
que “si se comprueba la cadena de mando que lleva a estos grupos, lo
que creo que ocurrirá, y llega hasta Jair Bolsonaro, entonces
técnicamente sería un intento de golpe de Estado”.
El
sociólogo Celso Rocha de Barros afirma tajantemente que “Bolsonaro fue
golpista desde el principio y pasó cuatro años diciendo a sus
partidarios que hicieran exactamente lo que hicieron hoy. Este
despliegue fascista lleva años gestándose”.
Lula
fue elegido como candidato de un Frente Amplio compuesto por partidos
que van de la extrema izquierda a la centroderecha, y tras ser elegido
consiguió incluso el apoyo de partidos más cercanos a Bolsonaro. Sin
embargo, la gobernabilidad no es sencilla y a la dificultad que tendrá
para mantener contentar a esa amplia base se suma la desconfianza del
ejército y de las fuerzas de seguridad en todo el país, que poco han
disimulado su simpatía por Bolsonaro.
Buscando ampliar su poder sobre las fuerzas de seguridad, Lula reemplazó a
26 jefes regionales de la Policía Federal de Carreteras (que durante
las protestas que ocurrieron poco después de la derrota de Bolsonaro
actuó en complicidad con actos antidemocráticos en las carreteras) y
cambió la dirección de la Policía Federal en 18 estados. También fueron despedidos
al menos 140 militares de distintos organismos vinculados a la
Presidencia, como el Gabinete de Seguridad Institucional, responsable de
la protección presidencial. En una entrevista con el diario O Estado de São Paulo, Lula dijo que había “perdido la confianza” en algunos militares, una declaración que fue mal recibida en los cuarteles.
Cuál
será el impacto final de las protestas es aún difícil de predecir, pero
está claro que lo ocurrido en Brasilia es una muestra de la fuerza de
Bolsonaro y de su ideólogo, Olavo de Carvalho, fallecido el año pasado,
entre una parte nada desdeñable de la población y de las fuerzas de
seguridad.
Es
posible que estemos no ante el punto cumbre de un proceso que podría
desembocar en un golpe de Estado, sino al inicio del mismo, con
empresarios financiando actos terroristas, con políticos de extrema
derecha incitando a la violencia a través de las redes sociales, y con
la connivencia de las fuerzas de seguridad.
Al
menos esa es la percepción entre los diversos grupos radicales: que lo
del 8 de enero fue solo el principio. Si el ejército no se sublevó en
ese momento, piensan, es porque no hubo suficiente presión, y
corresponde a los “patriotas” ampliar las acciones para forzar el
derrocamiento del gobierno.
Por parte del gobierno y de las instituciones se requiere una respuesta inmediata y dura.
Lula
ha intentado calmar los ánimos, mientras que el Tribunal Supremo ha
dictado órdenes de detención contra los agentes que no actuaron y todos
los implicados en los actos golpistas.
Al
tiempo, se busca a quienes los financiaron. Debe seguir su detención,
la confiscación de bienes para pagar los daños, el seguimiento y cierre
de las redes pro-Bolsonaro y la apertura de procesos contra quienes
inciten a la agitación social. Enseguida, un profundo proceso de
desradicalización, sin espacio para amnistías ni tolerancia con quienes
intenten dar un golpe. Esto incluye traer a Bolsonaro de vuelta a Brasil
y procesarlo.~
Raphael Tsavkko Garcia es
periodista. Ha publicado en DW, Al Jazeera, Undark, The Washington
Post, Business Insider, Remezcla, entre otros medios. Es doctor en
derechos humanos por la Universidad de Deusto.
Postado há 9 hours ago por Orlando Tambosi
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