BLOG ORLANDO TAMBOSI
De Simone de Beauvoir à teoria queer, passando pelos estudos feministas e a liberação sexual, a história das últimas décadas é também um relato polifônico sobre a identidade e o gênero. Élisabeth Roudinesco para Letras Libres:
PARÍS 1949: NO SE NACE MUJER
“No se nace mujer: se llega a serlo”. Cuando,
en 1949, Simone de Beauvoir escribió esta frase en El segundo sexo, no
sospechaba que esta importante obra daría lugar, al otro lado del
Atlántico, a todos los trabajos literarios, sociológicos y
psicoanalíticos de los años setenta que distinguían entre el sexo, o el
cuerpo sexuado, y el género (gender) como construcción de identidad.
Desde Robert Stoller hasta
Judith Butler, pasando por Heinz Kohut, desde el estudio de la
transexualidad hasta el del self narcisista y más tarde del transgénero o
del queer, por todos lados encontramos, aunque no siempre citada, la
gran cuestión de Beauvoir que permitió, por primera vez, tener una
visión distinta de todas las condiciones rechazadas por la historia
oficial y, entre ellas, la más escandalosa, la de “devenir mujer”.
Cuando en 1949 se publicó El segundo sexo se armó un escándalo, como si
el libro hubiera salido del mismísimo infierno de la Biblioteca
Nacional. Y eso que no era nada parecido a un relato del marqués de
Sade, ni a un texto pornográfico, ni a un tratado de erotismo. Beauvoir
estudiaba la sexualidad como lo habrían hecho un investigador, un
historiador, un sociólogo, un antropólogo, un filósofo, basándose en el
trabajo de Alfred Kinsey y
en las obras de un número impresionante de psicoanalistas, tomando en
consideración no solo la realidad biológica, social y psíquica de la
sexualidad femenina, sino también los mitos fundadores de la diferencia
de los sexos, ideados por los hombres y por las mujeres, sin olvidar el
ámbito de la vida privada. Es decir, hablaba de sexualidad, y
concretamente de la sexualidad femenina, en todas sus formas y con todo
detalle. De repente, el sexo femenino irrumpía de un modo nuevo y
paradigmático en el ámbito del pensamiento: en adelante se hablaría de
El segundo sexo como se hablaba de El discurso del método, de Las
confesiones o de La interpretación de los sueños. Y este libro magnífico
dio pie a una renovación profunda del pensamiento feminista. A partir
de entonces ya no bastaría con luchar por la igualdad social y política.
También habría que tener en cuenta, como objeto antropológico y
vivencia existencial, la sexualidad femenina.
Simone
de Beauvoir no conceptualizaba la noción de género y pasaba por alto
que, desde siempre, las sociedades habían hecho clasificaciones
distintas de la sexualidad con arreglo a la anatomía y a la construcción
de la identidad. Como bien señala Thomas Laqueur, en todos los
planteamientos sobre la sexualidad estas dos nociones nunca son
coincidentes. O bien se afirma, de Aristóteles a Galeno, que el género
domina al sexo, de modo que las mujeres y los hombres pueden situarse,
según su grado de perfección metafísica, a lo largo de un eje en el que
el hombre ocupa el lugar soberano, o bien, como en el siglo XIX, se
sostiene, por el contrario, que el sexo en el sentido biológico y
anatómico define al género: monismo por un lado (el sexo único),
dualismo por el otro (diferencia anatómica). En ambos casos, siempre se
considera que la masculinidad es superior a la feminidad: es lo que
llamamos “falocentrismo”. La
teoría freudiana de la sexualidad es una síntesis de ambos modelos. En
efecto, Freud se inspira a un tiempo en Galeno y en la biología del
siglo XIX, que establece una diferencia radical entre ambos sexos
partiendo de la anatomía. Según él, existe una sola libido –o instinto
sexual– de esencia viril, que definiría tanto la sexualidad masculina
como la femenina. Lo cual no excluye la existencia de la bisexualidad. A
este respecto, Freud desempolva el mito platónico de la androginia,
según el cual habría tres géneros: macho, hembra y andrógino. Aquellos
andróginos, ancestros de los humanos, eran seres orbiculares, semejantes
a huevos o esferas. Cada uno era doble y tenía cuatro pies, cuatro
manos, dos rostros opuestos y dos sexos en su parte posterior. Movidos
por su orgullo desmesurado se lanzaron al asalto del cielo, en vista de
lo cual Zeus los partió por la mitad. Después de esta división punitiva
–de esta castración–, cada mitad siempre deseó unirse a la otra.
De
este mito y de varios trabajos de la época –como los de Wilhelm
Fliess–, Freud conserva la idea de que la bisexualidad psíquica es
crucial en la génesis de la sexualidad humana, sobre todo en la de la
homosexualidad y la de la sexualidad femenina, lo que le lleva a afirmar
que cada sexo rechaza lo que concierne al sexo contrario: envidia del
pene en la mujer, deseo de feminidad en el hombre. Por el mismo motivo
sostiene que el clítoris es una suerte de pene atrofiado y que la mujer,
para acceder a la condición de feminidad consumada, debe renunciar al
goce clitoriano en pro del goce vaginal. Los herederos de Freud, incluso
dentro de su movimiento, y, por supuesto, Beauvoir criticaron
acertadamente todas estas tesis. Aun así, Freud elaboró en su tiempo una
de las teorías más completas jamás planteadas. En el fondo, rompía con
la idea de las especies y las razas, y en general con cualquier noción
de identidad fija. A su juicio no existía ni “instinto maternal” ni
“raza” femenina alguna, salvo en las fantasías y los mitos construidos
por los hombres y las mujeres. En otras palabras, según esta
perspectiva, cada ser humano posee en sí mismo varias identidades
sexuales, y a nadie puede colgársele una única etiqueta. La construcción
social o psíquica de la identidad sexual, desde su punto de vista, era
tan importante como la organización anatómica de la diferencia entre los
sexos. Es así como debe entenderse su famosa frase, tan célebre como la
de Beauvoir: “La anatomía es el destino”. Contrariamente
a lo que haya podido decirse, Freud nunca sostuvo que la anatomía fuese
el único destino posible de la condición humana. La prueba, si esta
fuera necesaria, es que tomaba esta frase de Napoleón, quien había
querido inscribir la historia de los pueblos futuros en la política,
dejando a un lado la referencia constante a viejos mitos. Con
esta máxima, Freud, pese a revalorizar las tragedias antiguas,
transformaba el gran asunto de la diferencia sexual en una dramaturgia
moderna y casi política. A partir de entonces, con él y después de él, y
por el propio hecho de la descomposición de la familia occidental,
telón de fondo del surgimiento del psicoanálisis, cada hombre y cada
mujer estaría condenado a idealizar o a rebajar al otro, sin alcanzar
nunca una plenitud real. El panorama sexual que describía Freud se
inspiraba, por lo tanto, en el panorama del mundo y de la guerra entre
los pueblos –visto por el emperador–, preludiando una nueva guerra entre
los sexos que se centraría en los órganos de la reproducción para
introducir en ellos el lenguaje del deseo y el goce. En suma, podemos
decir que, si bien para Freud la anatomía forma parte del destino
humano, esta no puede ser un horizonte insuperable para cada ser humano.
En esto consiste la teoría de la libertad en el psicoanálisis:
reconocer la existencia de un destino para poder emanciparse de él.
GRANDEZAS Y FIASCOS DE LOS ESTUDIOS DE GÉNERO
A
partir de los años setenta fue cuando se desarrollaron estudios de
género tan alejados de la perspectiva freudiana clásica como de la
reflexión beauvoiriana. Primero, en el mundo universitario anglófono,
luego, en todos los departamentos de ciencias humanas y, por último, en
varias sociedades civiles. Al principio, dichos estudios se proponían
comprender, por un lado, las formas de diferenciación que introduce la
condición sexual en una sociedad determinada y, por otro, el modo en que
la dominación de un poder patriarcal ha ocultado la existencia no solo
del papel de las mujeres en la historia, sino también el de las minorías
oprimidas a causa de su orientación sexual: los homosexuales, los
“anormales”, los pervertidos, los bisexuales, etc. En este sentido, los
estudios de género tuvieron –y siguen teniendo– una importancia crucial
para la investigación tanto de los historiadores y sociólogos como de
los filósofos y los especialistas en literatura. ¿Qué serían las obras
de Michel Foucault sobre la sexualidad, de Jacques Derrida sobre la
deconstrucción o de Michelle Perrot sobre la historia de las mujeres sin
la referencia explícita a la cuestión del género? La meta de todos
ellos fue descubrir la importancia de los papeles sexuales y del
simbolismo en las distintas sociedades y en distintas épocas. Con
todo, a medida que el mundo dejaba de ser bipolar y el fracaso de las
políticas de emancipación basadas en la lucha de clases y las demandas
sociales era cada vez más evidente, la implicación en una política
identitaria (identity politics) fue sustituyendo a la militancia
clásica, sobre todo en la izquierda estadounidense. En
la misma época, gracias a los avances de la cirugía, pudo concebirse la
cuestión del género en términos de intervención directa sobre el
cuerpo, y no solo desde la subjetividad. Buena muestra son dos
experiencias radicalmente distintas, pero reveladoras de esta
transferencia: por un lado, el delirio que desemboca en la abolición del
sexo y, por otro, una reflexión constructiva sobre la posibilidad de
crear una nueva relación entre el sexo y el género. John Money, un
psicólogo neozelandés procedente de una cofradía fundamentalista, que se
especializó en el estudio del hermafroditismo, fue el primer divulgador
de este término. Pero
lejos de limitarse a ayudar a las familias y a las desdichadas
criaturas que padecían esta rarísima anomalía, pretendía llevar a cabo, a
partir de la observación directa del fenómeno, una vasta reflexión
sobre la relación entre la naturaleza y la cultura, para demostrar que
no había una distinción tajante entre los dos sexos, sino una suerte de
continuidad. En 1955, afirmó que el sexo anatómico no significaba nada
para la construcción del género: “Un rol de género nunca se establece en
el momento de nacer, sino que se construye de forma acumulativa a
través de las experiencias vividas.” A su juicio, lo único que contaba
era el rol social: el género sin el sexo. De
modo que, según él, bastaría con criar a un niño como una niña, y
viceversa, para que cada uno adquiriese una identidad distinta de su
anatomía. En 1966, encontró un conejillo de Indias para validar su tesis
en la persona de David Reimer, de dieciocho meses, que tenía el pene
carbonizado a raíz de una fimosis mal operada. Sus padres, aconsejados
por Money, autorizaron una ablación de los testículos y un cambio de
nombre de pila. Pero al llegar a la adolescencia David se sentía hombre.
Se sometió a operaciones para recuperar un pene, aunque no pudo
soportar estos traumatismos quirúrgicos y acabó suicidándose. La
experiencia de Money era escandalosa, porque todos los estudios
científicos muestran que es casi imposible criar como una niña a un niño
programado genéticamente para ser varón. Ante los ataques, Money
pretendió ser víctima de un complot de extrema derecha. Él mismo padecía
trastornos mentales y se proclamaba partidario de la pedofilia y de las
relaciones incestuosas. Robert Stoller, psiquiatra y psicoanalista,
enfocó la cuestión del género con una orientación bien distinta. En
1954, fundó la Gender Identity Research Clinic en la Universidad de
California en Los Ángeles (ucla). Apasionado por la antropología, la
literatura y la historia, y convencido de que las teorías
psicoanalíticas clásicas no bastaban para explicar la verdadera relación
entre el género y el sexo (sobre todo en el ámbito de las perversiones
sexuales), se interesó por la diversidad de las identidades sexuales y
especialmente por la transexualidad, estudiada un año antes por Harry
Benjamin, un endocrinólogo estadounidense.
El
deseo de cambiar de sexo se observa en todas las sociedades. En la
Antigüedad se hicieron muchas observaciones de este fenómeno, tanto
sobre el travestismo como sobre la bisexualidad. Pero lo nuevo, a
mediados del siglo XX, era que el deseo por fin podía traducirse en
transformaciones anatómicas radicales logradas mediante operaciones
quirúrgicas, toma de medicamentos, etc. Entonces la transexualidad se
definió como algo muy distinto del travestismo, el hermafroditismo y la
androginia. Era un trastorno de la identidad meramente psíquico de un
sujeto, hombre o mujer, caracterizado por la convicción inquebrantable
–pero no delirante– de pertenecer al sexo opuesto. A lo largo de
numerosos estudios, Stoller demostró que las intervenciones quirúrgicas
–muy en boga en su tiempo– solo eran beneficiosas cuando el sujeto era
incapaz de aceptar su anatomía real, que no correspondía nunca al género
(o gender) que sentía como propio. La transexualidad suscitó un inmenso
debate a partir de los años setenta entre las feministas y en el seno
del movimiento homosexual. Por fin podía considerarse que la división
entre polo masculino y femenino no era algo tan simple, dado que ciertas
mujeres y ciertos hombres podían estar convencidos de que su género no
correspondía en absoluto a su sexo anatómico, y además, gracias a los
progresos de la medicina, estas personas podían acceder a la identidad
elegida por ellos o, más bien, a la que obedecía a una certeza absoluta
impuesta por su organización subjetiva: el psiquismo adquiría así una
influencia importante sobre la realidad biológica, tanto es así que
parecía capaz de eliminarla. No obstante, las operaciones fueron un
desastre, precisamente porque la realidad biológica nunca podía
erradicarse para dar paso a una mera construcción psíquica o social.
Hoy en día, antes de iniciar una reasignación hormonal-quirúrgica, el
transexual debe someterse durante dos años a una evaluación permanente.
También debe someterse a un examen psiquiátrico que demuestre que no es
esquizofrénico ni padece amputomanía, es decir, una voluntad delirante
de proceder a la ablación de una parte sana de su cuerpo (pierna, brazo,
pene). Además, durante dos años deberá hacer la vida diaria de una
persona del sexo contrario y el equipo médico supervisará los encuentros
con su familia, en especial con sus hijos, que deberán afrontar la
“transición”: ver cómo su madre se convierte en un hombre o su padre en
una mujer. Terminada esta prueba, se autorizará al paciente a seguir un
tratamiento hormonal, antiandrogénico para el hombre, con depilación
eléctrica, y progestativo para la mujer. Entonces le llegará el turno a
la intervención quirúrgica: castración bilateral y creación de una
neovagina en el hombre, ablación de los ovarios y del útero en la mujer
acompañada de una faloplastia. Sabiendo
que el tratamiento hormonal tiene que mantenerse toda la vida y que el
transexual operado no volverá a sentir, provisto de esos órganos, ningún
placer sexual, no es aventurado pensar que el goce experimentado al
acceder así a un cuerpo totalmente mutilado es de la misma naturaleza
que el que sintieron los grandes místicos al ofrecer a Dios el suplicio
de sus carnes mortificadas. Tal es, al menos, la hipótesis que he
planteado yo. El
interés suscitado en todo el mundo por la transexualidad y, en general,
por las metamorfosis de la identidad sexual ha dado lugar a una revisión
completa de la representación del cuerpo en las sociedades occidentales
y a una expansión sin precedentes de teorías y escritos sobre las
diferencias entre el sexo (anatomía) y el género (construcción de
identidad). Pero sobre todo, mucho antes de los trabajos de Stoller y en
la onda del gran movimiento de emancipación de las minorías oprimidas,
se rechazó la palabra “transexualidad” sustituyéndola por
“transgénero”, que
permite a las personas afectadas por este síndrome librarse de las
clasificaciones psiquiátricas. Al adoptar este apelativo, los
transexuales reclaman el derecho a tener una identidad de género sin
obligación de reasignación hormonal-quirúrgica. El resultado de esta
salida legítima del ámbito psiquiátrico fue la formación de un
movimiento político identitario. Sus miembros reclamaron, por
consiguiente, que su identidad de género se incluyera en el estado civil
aunque no coincidiera con la realidad de su anatomía. En el fondo, lo
que reprochaban a Robert Stoller y a todos los promotores de la
transexualidad era que hubieran adoptado una teoría esencialista, la del
“cuerpo malo”. Para acceder a la cirugía, era preciso que el transexual
hubiera tenido durante toda su vida la sensación de pertenecer al sexo
“contrario”. En cambio, un sujeto que se define como “transgénero” puede
evitar situarse en una casilla o en otra. Un trans es a la vez –y
cuando él lo decide– un hombre o una mujer, y su “transición” se parece
más a una iniciación, a un “rito de paso”, que a una asignación
posterior a un acto quirúrgico, aunque la transición en uno u otro
sentido vaya acompañada de administración de hormonas, cirugía plástica o
travestismo.
TRANSIDENTIDADES
De
modo que varias identidades pueden convivir según el modo en que se
construye conscientemente un universo mental o corporal. Un buen ejemplo
es la extraordinaria cultura del drag de los años noventa del pasado
siglo, herencia de la antigua tradición de los bailes en sitios
apartados donde se daban cita, desde finales del XIX, los proscritos por
la norma: gais, lesbianas, travestis, negros y latinos. Los
transgéneros modernos, libres ya de existir, exhiben su orgullo: por un
lado los transgéneros drag queen se forjan una identidad voluntariamente
femenina imitando los estereotipos de una feminidad exacerbada,
mientras que los transgéneros drag king adoptan una identidad masculina
igual de estereotipada: unos como una reina, los otros como un rey. Cada
cual se convierte en sí mismo disfrazándose, las mujeres con barba y
calcetín a modo de pene y los hombres con bandas en el pecho y
ocultación de la nuez, recurriendo ambos a distintas técnicas de
maquillaje exagerado. Pero para que este paso de la transexualidad a la
identidad transgénero –o “transidentidad”– fuera posible, tenía que ir
acompañado de otro acontecimiento: la “despsiquiatrización” de la
homosexualidad. Fue en 1973 cuando la American Psychiatric Association
(apa), después de un debate tumultuoso, decidió dar este paso. Con este
avance en la emancipación también se dejó de hablar de “homosexualidad”,
término inventado en 1869 junto con el de “heterosexualidad”, para usar
palabras totalmente desprovistas de connotación patológica: los
homosexuales hombres y mujeres pasaron a ser “gais” y “lesbianas”,
formando dos comunidades de lucha. Este cambio significaba que la
homosexualidad ya no debía concebirse como una “orientación sexual” –un
hombre ama a un hombre y una mujer ama a una mujer–, sino como una
identidad: se podía ser gay o lesbiana, se decía entonces, sin haber
tenido nunca una relación sexual con una persona del mismo sexo. Tesis
evidentemente discutible: desde este punto de vista, ¿cómo distinguir a
un practicante de uno que no lo es, sabiendo que la abstinencia es una
opción deliberada que no tiene mucho que ver con la identidad y tampoco
es necesariamente una “asexualidad”? Pero
con este cambio de paradigma se conseguía que otras denominaciones
pudieran referirse no a un objeto, sino a una identidad. A la nueva
comunidad de gais y lesbianas se le sumaron la de los bisexuales, los
transgénero y los hermafroditas. De paso, a estos se les cambió el
nombre por el de “intersexuados”, más adecuado a su nueva condición que
el antiguo, en el que había un rastro de la presencia biológica de dos
órganos. Cada cual dejaba atrás la vergüenza y la humillación para
ostentar el orgullo de ser él mismo. De ahí viene la sigla lgtb, que
pronto se modificó para convertirse en lgtbqia+ (queer, intersexuado,
asexuado, etc.), una comunidad de pequeñas comunidades que reclamaban el
fin de todas las discriminaciones basadas en la diferencia de los
sexos. Pero ¿cuáles? La respuesta es sencilla. En efecto, desde el
momento en que el saber psiquiátrico no tenía ya arte ni parte, los
lgtbqia+ podían reclamar legítimamente unos derechos: al matrimonio, a
la procreación, a la transmisión de sus bienes, a la condena legal de
sus perseguidores. Notemos, de paso, que este movimiento conservó el par
homosexualidad/heterosexualidad, no para expresar una diferencia, sino
para sentar las bases de una inversión de los estigmas. Dado que la
homosexualidad se había considerado una “anomalía” con respecto a una
“norma”, había que considerar dicha norma como la mera expresión de un
rechazo a todo lo que no entrara en su cuadro clínico. De modo que se
creó la palabra “heteronormativo” para designar cualquier opresión
ligada al patriarcado, a la dominación masculina, a la práctica sexual
entre un hombre y una mujer, o también a la forma llamada “binaria” de
la sexualidad, en contradicción con la forma llamada “no binaria”.
Asimismo, la invención del término “cisgénero” permitió calificar una
identidad sexual llamada “normativa”.
“Cisgénero”
pasó a ser un antónimo de “transgénero”. Esta última designa a las
personas que no se reconocen en el cuerpo que se les ha asignado al
nacer, lo que además supone, según ellas, que la anatomía no es más que
una construcción y no una realidad biológica, dado que el sujeto tiene
derecho a no reconocerse en ella. En otras palabras, la invención de
esta terminología es como una declaración de guerra a la realidad
anatómica en beneficio de un imperativo “generizado”. Se
ha impuesto ya como una nueva norma, pues el adjetivo genré
(“generizado”) reemplaza cada vez más al adjetivo “sexuado” en el
lenguaje diario de los periodistas y políticos, e incluso de los
juristas. Da la impresión de que, una vez más, lo sexual, la sexualidad,
lo sexuado, en una palabra, todo lo que tiene que ver con el sexo se
proscribe en nombre de un puritanismo que ya no quiere oír hablar de
sexualidad, so pretexto de que la palabra remitiría a una escandalosa
biología de la dominación masculina, cosa que no es cierta. ~
Este es un fragmento de El yo soberano. Ensayo sobre las derivas identitarias, que publica este mes la editorial Debate.
Élisabeth Roudinesco es
historiadora y psicoanalista. En 2021 Anagrama publicó Jacques Lacan.
Esbozo de una vida, historia de un sistema de pensamiento
Postado há 6 hours ago por Orlando Tambosi
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