Relato de Rafael Narbona sobre o atentado ao escritor Salman Rushdie, publicado por El Cultural:
Desde
lejos, Nueva York parece un trasatlántico adentrándose en el océano.
Son casi las once de la mañana y sus rascacielos relampaguean bajo el
sol de agosto. Suspendido sobre las azoteas, un cúmulo de nubes parece
un globo gris a punto de pincharse con la aguja del Empire State
Building. Su vientre negruzco insinúa la posibilidad de un pequeño
chubasco, lo cual aliviaría la temperatura. La ciudad, una burbuja de
hormigón, asfalto y cristal, jadea como un animal enfermo, anhelando
unas briznas de frescor. A cuatrocientas millas, Salman Rushdie se dispone a impartir una conferencia en el condado de Chautauqua, cerca de la frontera con Canadá.
Situada
a orillas de un lago y salpicada de edificios de estilo colonial,
Chautauqua es una ciudad apacible. El escritor británico de origen indio
ha sido invitado para hablar de la experiencia del exilio. Hace tiempo
que prescindió de escoltas. Solo los utiliza cuando sale de Estados
Unidos. No ha olvidado la fatua. El traductor al japonés de Los versos satánicos
fue asesinado y el crimen quedó impune. El traductor al turco también
sufrió un atentado. La bomba que pretendía matarlo no acabó con su vida,
pero sí con la de treinta y siete personas. El traductor al italiano no
se libró de la ira de los fanáticos. Fue apuñalado, pero logró
sobrevivir. Rushdie recuerda con abatimiento todo ese sufrimiento. Los
crímenes cometidos contra sus traductores le parecen aberrantes, pero
previsibles. En cambio, no esperaba que L’Osservatore Romano calificara
la novela de irreverente y blasfema, desaconsejando su lectura.
La
fatua sigue en pie, a pesar de la muerte de Jomeini, pero el gobierno
iraní se comprometió a no ejecutarla. Rushdie intentó aplacar la ira de
los musulmanes, afirmando que respetaba el islam y que lamentaba haber
dejado de creer en él, pero solo fue un gesto impulsado por sus
editores. En realidad, contempla con desagrado y escepticismo todas las
religiones. Durante décadas ha vivido escondido, con medidas de
seguridad que han convertido su existencia en una rutina ingrata y
deprimente. Ahora que ya no huye y ha prescindido de protección, se
siente mucho mejor. Quizás se han olvidado de él. Los fundamentalistas
no perdonan, pero son humanos y pueden desanimarse o fatigarse.
Salman
Rushdie sube al estrado y se acerca al atril que le han preparado.
Despliega sus papeles, se ajusta las gafas, aclara la voz y se dispone a
hablar. En ese momento, un joven se levanta de su butaca e invade el
escenario con un cuchillo en la mano. Se dirige a él y al moderador del
acto. Sin mediar palabra, comienza a acuchillarlos mientras grita que
Alá es grande y Mahoma su único profeta. Rushdie recibe puñaladas en el
rostro, el cuello y el abdomen. Casi treinta y algunas muy profundas. Se
desploma y no aprecia que un policía ha intervenido, derribando al
agresor. El moderador también está herido. El público grita o solloza.
Algunas personas huyen, temiendo que el terrorista lleve una bomba y la
detone. Sin embargo, yace en el suelo, inmovilizado por una nube de
agentes que se ha precipitado sobre él, despojándole del cuchillo y
esposándole.
Rushdie,
dolorido y aturdido, recibe la atención de un médico que se encuentra
en la sala. Piensa en Sócrates, cuando poco antes de morir, comenta a su
discípulo Critón: "No olvides que le debemos un gallo a Asclepio". ¿Qué
quiso decir Sócrates? ¿Tal vez que la muerte es una forma de curación,
una manera de aplacar la angustia que nos produce el asombro de existir?
Rushdie se pregunta si añadirá su nombre a la lista de intelectuales
asesinados por expresar opiniones intempestivas. ¿Por qué condenaron a
muerte a Sócrates? Supuestamente por corromper a los jóvenes y por
ofender a los dioses de Atenas. Corromper, en su caso, significaba
influir en su forma de pensar. Nada alarma más al poder que un maestro
con la capacidad de persuadir a los más jóvenes. Sócrates pedía que
gobernaran los mejores, los amantes de la sabiduría, es decir, los
filósofos, y no los charlatanes que seducían al pueblo con sus
artificios retóricos.
Hay
dos clases de hombres: los que pactan, transigen y se amoldan a las
circunstancias para adquirir una buena posición o, simplemente,
sobrevivir, y los que no negocian, mostrándose intransigentes en sus
convicciones, sin preocuparse por las consecuencias. Los primeros suelen
prosperar; los segundos, sucumbir, pero sus ideas cambian el mundo.
Rushdie admite que es obstinado en sus convicciones y, por tanto,
pertenece al segundo grupo. No sabe si sus ideas cambiarán el mundo,
pero se conforma con saber que se ha alineado con el lado correcto de la
historia.
Eso
sí, morir por ese motivo le parece excesivo. ¿Acaso no ha pagado ya un
altísimo precio por criticar al islam en Los versos satánicos? Sospecha
que sus heridas son graves. El dolor es terrible y ha perdido la visión
de un ojo. Si sobrevive, quedará tuerto. Es un mal menor. Eso le dará la
oportunidad de ponerse un parche en el ojo, como James Joyce o John
Ford. Su imagen se incorporará a la galería de tuertos ilustres.
Rushdie,
aún consciente, se asusta al ver cómo le suben a un helicóptero. Si sus
heridas no fueran graves, lo trasladarían en ambulancia. ¿Está a punto
de morir? Mientras escucha las aspas del helicóptero remontando el
vuelo, piensa en Naguib Mahfuz, premio Nobel de Literatura de 1988. Su
novela Hijos de nuestro barrio fue considerada blasfema y en 1994 dos
yihadistas lo apuñalaron, causándole daños en los ojos y la vista. Lo
peor fue que las cuchilladas le paralizaron el brazo derecho. Gracias a
la rehabilitación, pudo volver a escribir, pero solo piezas breves,
relatos con aspecto de haikus que agrupó bajo el título Sueños de
convalecencia. Más tarde, los ayatolás dijeron que si Mahfuz hubiera
sido castigado como se merecía, no se habrían publicado Los versos
satánicos.
Rushdie
gime de dolor, pero no ha perdido la lucidez. Su mente salta de Mahfuz a
Giordano Bruno. Normalmente, los condenados a la hoguera por el Santo
Oficio solían retractarse en el último momento y eso les libraba de ser
quemados vivos. Compasivamente, se les ajusticiaba con un método más
rápido y menos inhumano. No fue su caso, pues se negó a abjurar de sus
tesis heréticas. Para que no pudiera hablar antes de ser consumido por
las llamas, se introdujo un trozo de madera en su boca y se clavó su
lengua en él. Cuando le acercaron un crucifijo para que lo besara, Bruno
ladeó la cabeza. Rushdie pensó que a Jomeini le hubiera gustado
martirizarlo de ese modo, pero lo cierto es que no se arrepentía de
haber escrito Los versos satánicos.
No
existe el derecho a no ser ofendido. Si entras en una librería, es
imposible que no te moleste lo que dice alguno de los libros que allí se
venden. Eso no te autoriza a quemar el establecimiento. Además, ¿no es
grotesco realizar el esfuerzo de leer seiscientas páginas para luego
decir que te han ofendido? Ninguna creencia, ninguna idea, puede ser
sagrada. Todas las ideas y creencias pueden ser objeto de sátira. Si la
ley impide reírse de las religiones o las ideologías, la democracia
desaparecerá. Los fundamentalistas están en contra de los besos en
público, los sándwiches de bacon, el derecho a disentir, la moda, la
literatura, las películas, la música, la libertad de pensamiento, la
belleza, el amor. "Esas deben ser nuestras armas para combatirlos",
pensó Rushdie, algo aturdido por los analgésicos.
No
pretendía hacerles la guerra, sino en vivir sin miedo. No hay otra
forma de derrotar al terrorismo. Vivir sin miedo, aunque tengas miedo.
Sobreponerse, no encogerse ante las amenazas, no cambiar de vida por
culpa de las fatuas y los atentados. Ensalzar lo mestizo, promoverlo
como alternativa a la supuesta pureza de lo absoluto.
El
helicóptero comenzó a descender. Rushdie vislumbró la ciudad de Nueva
York, un lugar que amaba pues albergaba infinidad de culturas, lenguas y
estilos de vida. Para los fanáticos, era la nueva Babilonia. Para él,
una Arcadia con ciertas imperfecciones e incomodidades. Antes de sumirse
en un sueño inducido por los calmantes, Rushdie recordó una frase de
Mahfuz: "Las lágrimas se han secado, pero nos queda la risa. La risa es
más fuerte que las lágrimas y más fructífera". El escritor británico de
origen indio sonrió, provocando la extrañeza del médico y los enfermeros
que lo atendían.
Después, se durmió y Nueva York abrió sus brazos para acogerlo, besando dulcemente su frente. Por esta vez, la vida había derrotado al furor ciego de los que jamás dudan.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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