Hoje, não só a ONU, mas uma infinidade de organizações e empresas transnacionais estão empenhadas em nos dizer, por toda parte, o que está bem e o que está mal (assim como, claro, recompensar os dóceis e castigar os rebeldes). Artigo do professor Miguel Ángel Quintana Paz para The Objective:
El
fallecimiento anteayer del sacerdote suizo Hans Küng, desde 1960
profesor en Tubinga de Teología, ha permitido algo poco habitual a tal
disciplina: acceder a los grandes titulares de la prensa internacional. E
incluso poblar las redes sociales. Por eso es hasta cierto punto
excusable (más aún si hablamos de teología cristiana, tan propicia al
perdón) que tales titulares o tuits no hayan atinado siempre.
Se
han leído cosas como que se trataba del mejor teólogo del siglo XX… en
personas a las que claramente nombres como Karl Barth o su tocayo Rahner
no dicen mucho. Se han escrito cosas como que desde 1979 la Iglesia
católica le había prohibido enseñar… cuando en realidad él siguió dando
clases y ganándose su jornal en su misma cátedra e instituto
universitario de siempre (solo que ya no pudo mostrar sus enseñanzas
como doctrina católica propiamente dicha, por el sencillo motivo de que
se había apartado de la doctrina católica propiamente dicha. Por cierto,
aún están esperando en el Vaticano que acuda a la reunión que fijaron
con él, para hablar de estas cosas, en 1975; se ve que un gran
partidario del diálogo como Küng no le acababan de convencer las orillas
del Tíber para practicarlo).
Con
todo y con eso, para cualquier espíritu crítico lo más llamativo acerca
de la popularidad mundial de este teólogo (a quien, naturalmente,
deseamos un descanso eterno –no pun intended–) reside en cierta
paradoja. La inmensa mayoría de obituarios que se están escribiendo
sobre él son laudatorios, incluso más laudatorios de lo que ya suele
ocurrir en tal género. Ahora bien, tales alabanzas suelen incluir
epítetos como que se trata de un «pensador contracorriente», un
«espíritu discrepante», un osado «pionero de nuevos caminos», etcétera.
Una duda, pues, surge en cualquier alma inquisitiva: si fue un autor tan
inconformista, ¿cómo es posible que haya tanta conformidad mediática
sobre él?
La
respuesta empero no es demasiado complicada: sí, es cierto que Küng se
atrevió a desafiar dogmas (como la Trinidad, la institución de la
Eucaristía, la infalibilidad papal…) de su iglesia, la católica. Y en
ese sentido fue valientemente discrepante. (Aunque no tanto, lo hemos
señalado ya, como para llegar a defender sus ideas ante otros expertos
en Roma; de hecho solo visitó el Vaticano para una charla informal con
su antiguo colega y entonces papa, Joseph Ratzinger, en 2005, treinta
años después). Ahora bien, a la vez que Küng criticaba los moldes de su
Iglesia (donde, por cierto, pudo seguir ejerciendo como sacerdote
católico, con todas sus atribuciones intactas, hasta el final de sus
días), Küng se amoldaba un tanto a lo que algunos pensamos que es ya
otra iglesia: la Iglesia Progresista Mundial, la Iglesia Woke o la
Iglesia Posmoderna Moralista. (Tenemos aún que encontrarle un nombre
unánime a tal fenómeno).
Para
comprender esto hay que penetrar un tanto en su rica y siempre
interesante obra; fijémonos en concreto, forzados por los límites de
este artículo, en dos libros suyos: Ser cristiano (1974) y Proyecto de
una ética mundial (1990).
Los
pensadores creyentes llevan los últimos tiempos enfrentándose a un
serio desafío: parece que a medida que las sociedades avanzan más y más
en conocimiento científico y tecnológico, más retrocede en ellas el peso
de la religión. Siempre se ha puesto a Europa como ejemplo de esto,
pero de reciente también los EEUU se han unido a esta tendencia.
De ahí que múltiples teólogos hayan sentido que debían responder a tal
reto: ¿por qué a medida que progresa la racionalidad y la ciencia en un
lugar retrocede el cristianismo allí? ¿Cómo refutar a quienes porfían
que esto es así porque el mensaje cristiano es irracional, opuesto al
avance del saber? ¿Acaso cuanto más conoce uno la realidad es normal que
menos le cuadre lo que dicen los cristianos sobre ella?
Las
respuestas a estas interrogantes son de todo tipo y color, pero en el
siglo XX destaca una por su éxito entre muchos feligreses. Es la del
teólogo alemán Karl Rahner (1904-1984).
Para
él, el problema de que cada vez haya menos cristianos en los países más
desarrollados es, a la postre, un falso problema: pues en realidad al
cristianismo no debería importarle tanto quién pertenece a una u otra
iglesia, quién se bautice como cristiano o no, sino otra cosa. Debería
importarle solo quién es buena persona, tal y como Jesús defendió que
había que ser. Por consiguiente, cada vez que alguien (sea ateo,
budista, musulmán, agnóstico o marxista) persiga el bien, ese alguien ya
es, de algún modo, un cristiano en el fondo de su alma sin saberlo; es
un «cristiano anónimo», como el propio Rahner lo denominó. Dicho en
pocas palabras: no nos atribulemos demasiado si en los últimos tiempos
las iglesias menguan y el nombre de Jesucristo cada vez se menciona
menos; lo relevante es que el «cristianismo anónimo», la buena gente con
deseos de hacer el bien (aunque prescindan por completo de Jesús),
crezca.
Hans
Küng no aceptó del todo esta solución de Rahner; para él sí era
importante que la gente fuera explícita, no solo anónimamente,
cristiana. Y así lo expone en su ya citado libro Ser cristiano. Ahora
bien, en el resto de este volumen su autor no nos proporciona muchos
motivos para preferir el cristianismo a otras religiones: insiste en que
todas son medios de salvación legítimos. Y tampoco da razones para
integrar la Iglesia católica antes que otras; todo eso, se diría, le
resulta un tanto indiferente. ¿Qué es entonces lo relevante para él?
Es
aquí donde reaparece la insistencia en la ética que ya hemos visto en
Rahner. Küng apostó por crear una «ética mundial», consensuada por todas
la religiones, que según él sería la única vía que permitiría «la
supervivencia de la especie humana». Y hay que reconocerle el éxito de
esta idea. Inspirándose en ella, Küng logró incluso celebrar en Chicago,
en 1993, un «parlamento de las religiones». Se trataba de poner a
representantes de todas las fes del mundo (agnósticos y ateos incluidos)
de acuerdo en tres cosas: la primera, en un listado de principios
morales válidos para todos; la segunda, en que esa moral era a la postre
lo importante, por encima de tu Dios o dioses o diosas; la tercera, que
debería corresponder a organizaciones mundiales como la ONU garantizar
el cumplimiento de tal moralidad.
La
primera tarea no puede decirse que avanzara demasiado. Los reunidos en
Chicago (que, por otra parte, no podían representar a todos los
creyentes del mundo: por ejemplo, no podían representar a aquellos que
se negaron a reunirse en Chicago) solo consensuaron unos pocos
principios muy poco concretos: no matarás, no robarás, no mentirás,
honrarás a tu padre y a tu madre, no romperás tu matrimonio… Pero ¿de
veras no hay casos en que una mentira, o un robo, podrían estar
justificados, para por ejemplo salvar vidas? Las reuniones no dieron
para concretar tanto. Y cualquier profesor de Ética se sentirá un tanto
decepcionado ante acuerdos con tanta superficialidad.
Ahora
bien, eso no significa que no avanzaran los otros dos proyectos de
Küng, y por eso creo que estamos ante un pensador principalmente
exitoso. Pues sin duda en las últimas décadas se ha extendido (aún más)
desde nuestro establishment la idea de que las religiones no son cosa
demasiado relevante en el espacio público; que sí, que pueden resultar
folclóricamente interesantes o un buen complemento que le impulsen a
uno, en momentos complicados, a portarse bien; pero que deben permanecer
un poco dentro de las manías privadas, como le ocurre asimismo a
nuestro gusto por dejar abierta la ventana del dormitorio o pintar de
color beige las paredes de casa. Lo importante ahora, se nos dice, es la
ética y no tanto la religión (justo lo opuesto a aquello por lo que se
desgañitó Kierkegaard hace ya dos siglos).
Y
¿quién marca esa moralidad que es en el fondo lo único importante? Ahí
también Küng ha resultado buen precursor; se diría incluso que se quedó
corto. Pues hoy no solo la ONU, sino infinidad de organizaciones y
empresas transnacionales están empeñadas en decirnos por todas partes
qué es lo que está bien y qué es lo que está mal (así como, claro,
recompensar a los dóciles y castigar a los rebeldotes). Es lo que
venimos llamando capitalismo moralista.
Quién le iba a decir a Küng que no solo nuestros gobernantes, sino
Apple, Google, Gillette, Facebook o tantos otros iban a empeñarse en
dictarnos a todos el camino hacia la Bondad.
Eso
sí, este éxito de Küng marca también, a mi juicio, su colosal fracaso.
Sumar, como el quería, al catolicismo a esa ola moralista que hoy nos
asfixia por todas partes no parece muy prometedor para tal fe. Tampoco
parece que case del todo bien dentro del cristianismo esa insistencia en
someternos a leyes morales patrocinadas por una u otra organización; de
hecho, si algo caracterizó a los seguidores de Cristo, y a Él mismo,
desde sus inicios fue lo contrario: primar la conciencia individual por
encima de las imposiciones del poder (incluso cuando este te amenazaba
con los leones del circo o con la crucifixión). Basta leer un poco a San
Pablo («para la libertad habéis sido liberados; no caigáis bajo el yugo
de una nueva servidumbre», escribió en Gálatas 5:1) para intuir que lo
que estaba anunciando este buen hombre no era tanto someternos a una
moral (sea la del Antiguo Testamento, sea la de un Gobierno Mundial),
sino otra cosa muy, muy distinta.
Concluyamos:
Küng es un interesante teólogo para quienes quieran sumarse a muchas de
las tendencias predominantes en el mundo de hoy; mundo que, en
agradecimiento, le está prodigando loas estos días de luto. Y que
también se las prodigará a quien se haga künguiano. Pero estas loas son
incompatibles con elogiar a la vez en Küng su presunta genialidad
rompedora o inconformista. Los problemas de este teólogo suizo con la
Iglesia católica surgieron, simplemente, de que aún quedan creyentes
dentro de ella que no acepta los planes que él tenía para ellos: es
decir, no aceptan someterse a la moralidad progresista y desligada de lo
religioso que hoy triunfa por doquier.
Pues,
a la postre, y coincidamos o discrepemos de él, ¿no es esa rotunda
negativa a conformarse a los deseos de la ONU, Apple o Google mucho más
rompedora para nuestro establishment que todas las sugerencias juntas,
que todos los libros juntos, que todos los parlamentos religiosos juntos
de ese hombre que nos ha dejado, el profesor Hans Küng? Descanse en
paz.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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