A ilusão ideológica da emancipação da humanidade e da sociedade igualitária se desvaneceu, restando apenas a lógica de um poder absoluto, sem limites jurídicos e morais, associado à ideia de um império nacional russo. Antonio Elorza para The Objective:
El atentado contra la hija de Alexander Dugin
ha traído a la actualidad uno de los procesos de evolución ideológica
más singulares de los últimos tiempos. Dugin, pensador vinculado a Putin,
es prácticamente desconocido en España, a pesar de que nos ha visitado
más de una vez, pronunciando conferencias en círculos de extrema derecha
del barrio de Argüelles en Madrid, y de que sus libros se venden en una
curiosa librería cercana al estadio del Rayo Vallecano, que puede ser
localizada a través de Iberlibro.
Mi
amiga Dolores Ruiz-Ibárruri, buena conocedora de la política en su
país, dice que el pensamiento de Dugin carece de importancia en la Rusia
de hoy. Sin embargo, es él quien recibe de inmediato el encargo de
anunciar al mundo la buena nueva del acuerdo suscrito el 4 de febrero
por Putin y Xi Jinping. A su juicio, pone fin a la hegemonía del
unipolarismo norteamericano y su sustitución por un «multipolarismo»
dirigido por Rusia y China, mediante la «guerra de civilizaciones». Es
la conjunción entre el poder global que guía Xi y el espacio eurasiático
dominado por Rusia.
El
concepto de Eurasia es central para Putin y Dugin, expresa la vocación
imperial de Rusia, con un fundamento racial anclado nada menos que en el
turanismo turco nacido a fines del siglo XIX. Tiene un fundamento
espiritual, el principio de «pueblo ruso, pueblo ortodoxo» que expresara
Mussorgski en una de sus óperas, cuya vigencia procede de la medieval
Rusia de Kiev -referencia útil para la negación de Ucrania-, y que debe
inspirar hoy la política expansionista rusa frente al enemigo
occidental. Obviamente, democracia y liberalismo sobran.
En
apariencia, este extraño montaje tiene poco que ver con el
marxismo-leninismo del pasado soviético. Desde luego, nada con Lenin,
odiado por este renacido nacionalismo ruso, en la medida que defendió la
autodeterminación y fue causante de una visión pluralista, plasmada en
la URSS, origen de la disgregación de 1991. La cosa es diferente con
Stalin, formalmente ligado a Lenin, pero en realidad defensor de la
lógica del imperialismo de los zares. No solo de lo adquirido
territorialmente por estos, que mira como un legado irrenunciable, sino
en su calidad de promotor de una expansión iniciada en la guerra con
Finlandia y consumada en sus fronteras occidentales después de la
victoria de 1945. Tal y como señaló pronto Lenin, con el lenguaje de la
época, Stalin era, como lo será su discípulo Mao para China, un
auténtico nacionalista gran-ruso.
Aquí
se enlazan tanto Putin como Xi Jinping con sus precursores comunistas.
La concepción imperialista, tanto en Stalin como en Mao, llevaba al
aplastamiento y la destrucción de los enemigos exteriores e internos,
sin atender a criterio alguno de tipo moral o de coincidencia política.
La matanza de Katyn y el exterminio de la vieja guardia bolchevique en
la Rusia de Stalin, y la humillación y muerte de Liu Shaoqi y otros
veteranos de la «larga marcha», en la mal llamada Revolución cultural
china, no fueron episodios aislados, sino la muestra de la capacidad de
destrucción criminal que encerraban ambos sistemas. En definitiva, el
correlato de la siniestra realidad descrita por Vasily Grossman, que comentaba en estas mismas páginas Félix de Azúa, y que en el plano historiográfico analizó Orlando Figes en Los que susurran.
La
trayectoria de Vladimir Putin, de la eliminación de Anna Politkovskaia a
la fallida de Navalny, responde de modo estricto a ese antecedente y al
casi siempre olvidado del período intermedio, de la muerte de Stalin a
la caída de la URSS. Fue el tiempo de los crímenes disimulados como
accidentes de circulación o enfermedades repentinas. El más documentado
es el atropello en Sofía por un camión del automóvil en el cual viajaba
el dirigente italiano Enrico Berlinguer, cuando estaba a punto de
formular su herejía del «compromiso histórico». Sus acompañantes
murieron. Era un procedimiento ya patentado con otros dirigentes
nacionales, en mayor o menor medida disconformes con los dictados del
mandamás en la «patria del socialismo». Precisamente Togliatti lo había
inaugurado como víctima -y sobreviviente- en tiempos de Stalin: se había
negado a abandonar la dirección del PC italiano para encabezar la
inútil Kominform. «Son cosas que ocurren», comentó Beria. Con mayor o
menor seguridad, cabe mencionar la posible intervención soviética en las
muertes de Dimitrov, el propio Togliatti, Alexander Dubcek, Maurice
Thorez, en la inhabilitación física del sucesor de éste, Waldeck Rochet.
Discrepar
tenía su precio en el sistema soviético. Y también en el de Putin. El
señuelo ideológico, la emancipación de la humanidad, la sociedad
igualitaria, se han desvanecido, quedando solo la lógica de un poder
absoluto, sin límites jurídicos ni morales, asociado a la idea del
imperio nacional ruso. La transferencia de sacralidad era perfectamente
factible.
En
el relato de esta historia de horrores hay, sin embargo, un lugar para
los discrepantes. El propio Stalin, tan excelente político como
criminal, lo auspició en los años 30 al reconocer el papel que podía
jugar la democracia en la oposición al fascismo. Fue el origen de los
frentes populares, y también, sobre el mismo supuesto de partida, de las
«democracias populares». De los primeros emanará, al final de la
optimista década de los 60, el intento de forjar un comunismo
democrático, el llamado «eurocomunismo», distanciado del soviético. Fue
un espejismo político que, sin embargo, tuvo frutos positivos, tales
como la afirmación de la democracia en España en cumplimiento de la
política de reconciliación nacional. Tarea difícil en tiempo de crisis
económica y desde un partido configurado en su dirección sobre el molde
estaliniano.
La
única excepción sobreviviente en Europa fue la del PCI, entregado desde
el viraje estratégico de Berlinguer, sobre las huellas de Togliatti, a
consolidar y reformar la democracia en Italia. Por azar ese compromiso
culminó con la reciente presidencia de la República, ejercida por
Giorgio Napolitano en un momento excepcionalmente difícil. Las siglas
históricas desaparecieron, aunque no el recuerdo y la supervivencia del
buen gobierno, hoy apreciable en ciudades como Bolonia.
En
la misma línea se ha situado la subordinación de los intereses de su
sucesor, el Partido Democrático, dirigido por el profesor Enrico Letta,
al pleno apoyo dado a la presidencia de Mario Draghi.
Al igual que hace medio siglo, de nada ha servido. El legado del PCI se
hunde hoy mismo electoralmente en una crisis tal vez definitiva, en
tanto que Italia cae bajo el poder de una triada, literalmente de
extrema derecha, soberanista frente a Europa, militante contra la
inmigración y dispuesta a cancelar la justicia fiscal. Los nombres lo
dicen todo: Giorgia Meloni, correligionaria de Vox
y con su fiamma evocadora del fascismo, el leghista xenófobo Matteo
Salvini y el corrupto eterno, Silvio Berlusconi. Los tres, amigos de
Putin. Un enlace de ideas inesperado, entre dos países marcados por
tradiciones comunistas opuestas.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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