Mussolini é preso em 1915 |
Ese
23 de marzo de 1919 era domingo, el peor día para fundar el futuro. El
aire de la jornada respiraba fracaso. Desde principios de mes 'Il Popolo
d’Italia' anunciaba una reunión en Milán para fundar el antipartido.
Las primeras adhesiones llegaron desde Génova, donde varias asociaciones
relacionadas con los combatientes de la Gran Guerra apoyaron la idea.
El 21 de marzo nació 'Il Fascio di combattimento' de la capital
lombarda, el primigenio. Dos jornada más tarde la decepción se palpaba
en los rostros de los pocos presentes. Imaginemos a trescientos hombres
desplazándose a un escenario imprevisto porque el lugar inicial, el
Teatro dal Verme, era un pantalón demasiado holgado para un cuerpo tan
pequeño.
Caminaron
seiscientos metros y llegaron a la piazza di San Sepolcro,
aposentándose en la sala de reuniones del Círculo de la Alianza
Industrial. Entre los presentes figuraban apellidos ilustres. Enzo
Agnelli abrió la sesión. Le sucedieron en la palabra dos bisagras con
mimbres para volar más allá de esas horas. Ambos resumen la génesis y
las coordenadas del Fascismo. Se llamaban Benito Mussolini y Filippo
Tommasso Marinetti.
Marinetti en 1917
Marinetti
(Alejandria, 1876- Bellagio, 1944) era uno de tantos hijos rebotados de
su tiempo. Diplomado en París siguió la estela decadentista de Gabriele
d’Annunzio, diferenciándose del vate por su gusto por lo grotesco. Tras
cultivar una poesía acorde con los epígonos del Simbolismo, dio una
vuelta de tuerca a su trayectoria e inventó su particular caída del
caballo, datándola en Milán en 1908, cuando para evitar una colisión con
dos ciclistas casi se mata con su automóvil. En vez de renegar de los
peligros modernos los encumbró hasta apropiárselos mediante la
publicación en Le Figaro del Manifiesto Futurista. Apareció, según las
malas lenguas por un amigo del padre con acciones en el prestigioso
periódico, en primera página, y desgranaba una serie de ideas
absolutamente rupturistas que constituyen una de las semillas esenciales
del Fascismo. Entre estos postulados cabe remarcar la glorificación de
la guerra como única higiene del mundo, quemar los museos, exaltar la
belleza de la velocidad, amar la lucha por encima de todas las cosas y
adorar la agresividad, la rebeldía y la astucia como axiomas para acabar
con el cementerio de antiguallas italiano y europeo.
Las
proclamas prosperaron en un arte notorio con exponentes del calibre de
Russolo, Carrà, Boccioni y Giacomo Balla, apóstoles de una modernidad
plasmada a través de la simultaneidad, odas a la ciudad contemporánea y
arriesgados intentos plásticos de captar el dinamismo del presente.
Marinetti se erigió en líder, publicó libros y cultivó la imagen para
expandir la energía del movimiento. En algunas fotografías anuncia la
mímica mussoliniana, ridícula para nosotros, efectista por aquel
entonces. Reímos con esa vis performática y olvidamos su impacto para
capitalizar emociones en las multitudes, voces anónimas ansiosas de una
luz huérfana de entrada en el diccionario de 1914.
El socialista renegado
La historia es un monstruo con tendencia a esparcir caprichos. Baudelaire
hablaba de dos derechos fundamentales. Contradecirse e irse. Mussolini
siguió al poeta sin vacilaciones. En 1911 tenía 28 años, una existencia
agitada entre exilios, amores, fracasos laborales y una militancia
activa con ciertas dotes para la oratoria y el periodismo. Ese año
Italia aprovechó la decadencia del Imperio Otomano para intentar cubrir
su pésima situación en el reparto colonial. La víctima fue Libia. El 27
de septiembre Benito participó junto a Pietro Nenni en una manifestación
contra ese acto imperialista. Fueron arrestados y compartieron celda en
Bologna. Más tarde Nenni sería el gran símbolo del Partito Socialista
Italiano y en 1963 ostentó la vicepresidencia del gobierno italiano tras
pactar con la Democracia Cristiana.
La
amistad entre estos opuestos puede entenderse desde el pacifismo
imperante en la izquierda previa a la Primera Guerra Mundial. En 1912,
tras presentar una moción para expulsar a militantes contrarios a la
doctrina oficial, Mussolini entró en la dirección nacional de su
formación y en noviembre del mismo año fue nombrado director del
Avanti!, órgano oficial de la misma.
Durante
su mandato el periódico creció en lectores y defendió líneas
maximalistas. Aspiraba a destruir el sistema y cuando estalló la Guerra
de 1914 se mostró contrario a la misma hasta la publicación de un
artículo donde abogaba por pasar de una neutralidad absoluta a una
activa y operante. Según sus premisas, los socialistas debían apoyar la
guerra entre naciones porque, de este modo, el pueblo tendría armas para
combatir el poder burgués. Al cabo de cuarenta y ocho horas de
discusiones y discrepancias presentó la dimisión y en menos de un mes
fundó un nuevo periódico: 'Il Popolo d’Italia'. Sus antiguos compañeros
le acusaron de estar a suelo del gobierno francés, hecho demostrado a
posteriori y notorio durante la ruptura por las fuentes de financiación
del nuevo rotativo, entre las que figuraban socialistas y radicales
galos, de Guesde a Caillaux, personalidades británicas como Samuel
Hoare, magnates de la industria italiana y hasta antiguos ministros de
la monarquía umbertiana.
Estos
intereses de índole política y económica vieron en Mussolini una
marioneta perfecta para sus objetivos belicistas. Italia entró en la
guerra y así se añadió otro ingrediente básico para lo venidero. El
nacionalismo juntó fuerzas con el populismo, propugnado desde una visión
contraria opuesta al parlamento, calificado en las páginas del diario
como un bubón pestífero a extirpar.
La
separación del socialismo supuso para Mussolini la oportunidad para
forjar el embrión de su propio estereotipo. La época era propicia para
los héroes y él quiso serlo en el campo de batalla, donde demostró
frialdad y entusiasmo hasta ser ascendido a caporal. En febrero de 1917
fue herido en la región del Carso, conoció a Vittorio Emanuele II, con
el que compartiría infinitas horas y múltiples desprecios durante su
permanencia en el poder, e ingenió varias leyendas para afinar su mito.
Según su relato rehusó la anestesia durante la extracción de esquirlas
de su cuerpo y estuvo en el punto de mira del enemigo austrohúngaro, que
incluso quiso asesinarlo en el hospital para acabar con tamaña amenaza.
Aprovechar el caos de la victoria
Como
buen amante del lenguaje supo transformarlo para adaptarlo a sus fines.
Volvió a la dirección del periódico y de socialista lo transformó en
cotidiano para combatientes y productores. La revolución rusa le hizo
albergar esperanzas de un viraje inédito y le proporcionó una lección
histórica desde la debilidad del Estado ante el desmorone del orden de
la Belle Époque. Sabía jugar sus cartas y desplazó la baraja hacia la
idea de una Italia Unida para recuperar los territorios irredentos, de
Trieste a Fiume, de Dalmacia a Saboya. Retomarlos para el país era un
deber ineludible que daría otros bríos a la tradición desde la novedad.
La
elaboración de este discurso alcanzó un primer punto álgido con el cese
de hostilidades. Superado el derrotismo, noqueadas las tropas enemigas
en otoño de 1918, Italia se sumió en el hito de una amarga victoria. En
1915 el Pacto de Londres le prometió grandes anexiones territoriales,
pero el fin de la diplomacia secreta y la torpeza de los dignatarios
transalpinos en Versalles dejó el acuerdo en agua de borrajas.
Cartel conmemorativo de la fundación del fascismo en Italia
Esta
incompetencia innata de los gobernantes se conjugó con una catastrófica
situación económica con disminución de salarios, inflación galopante,
aumento de la deuda pública, devaluación de la lira, empeoramiento de
las condiciones de la clase trabajadora y un malestar colectivo que
derivó en la ocupación de fábricas en el norte y parcelas de tierra en
el sur, factores que más tarde serían clave para el apoyo de los poderes
fácticos para con el emergente fascismo de los primeros años veinte.
Antes, pero, este supo atraer hacia su órbita el descontento de los
veteranos de guerra, hastiados por la nula atención recibida por parte
de las instituciones. En realidad, factor poco aceptado en el imaginario
europeo, el panorama era propio de una guerra civil encubierta, algo
agravado por la retirada del Estado en sus atribuciones e idóneo desde
el maniqueísmo para plantear una tabula rasa. El caos de la victoria
creó una bomba lista para explotar con el Gatopardo de fondo. Más tarde
el títere aprendió a mover los hilos, pero eso no podía presagiarse ese
domingo de marzo milanés y el programa escrito durante esas horas sólo
contenía destellos del mañana que conocemos.
El programa de San Sepolcro
Los
congregados en esa insípida estancia no sabían nada del destino. Con
los años se sintieron padres fundadores, camisas viejas y negras. En su
manifiesto, reclamado en 1936 por el Partido Comunista, consideraban
cuatro problemas a resolver. El primero era de orden político.
Reclamaban sufragio universal incluso para las mujeres, rebajar la edad
del votante a 18 años y la de elegibilidad de los diputados a 25,
convocar una Asamblea Nacional para reformar el Estado, abolir el Senado
y crear consejos nacionales técnicos del trabajo con capacidad
legislativa y ministerial, claro preludio del corporativismo del régimen
fascista.
En
lo relativo a la cuestión social pedían la jornada de ocho horas, un
sueldo mínimo, participación de los trabajadores en la gestión de
empresas y servicios públicos y rebajar la edad de jubilación de los 65
años a los 55. Todas estas ideas tendían al beneficio de la comunidad y
se alejaban de lo que vendría, con el proletariado condenado a la
precariedad y sólo seducido por cantos de sirena entre la nación y las
consignas casi hipnóticas.
En
el apartado militar su corpus anhelaba una milicia nacional con breves
servicios de instrucción sin pensar en actitudes ofensivas, pues este
cuerpo sólo intervendría desde la necesidad de defensa. Además de esto
respaldaban la nacionalización de las fábricas de armas y explosivos
mientras argüían una política exterior centrada en el pacifismo para
revalorizar la nación italiana en el panorama internacional.
Todas
estas buenas intenciones, difuminadas con la violencia desatada para
finiquitar la amenaza comunista y ganar el favoritismo del capital, a
quien poco importaba una democracia incapaz de tomar las riendas, se
propulsan hacia el delirio en el cuarto punto, donde para acabar con la
crisis financiera se vestían de iconoclastas antidogmáticos y decían
querer un impuesto extraordinario de carácter progresivo para expropiar
de modo parcial las riquezas, el secuestro de los bienes religiosos, la
revisión de los contratos de los proveedores bélicos y apoderarse del
85% de los beneficios fruto de la guerra.
No
sabemos qué hicieron tras ultimar el documento, publicado en Il Popolo
d’Italia el 6 de junio de 1919. Faltaban tres meses para el ardid de
d’Annunzio en Fiume, nuclear en la configuración estética del fascismo y
en la visión de su caudillaje, y algunos más para constatar el derrumbe
de un Estado exhausto e inútil para evitar su autodisolución, atrapado
en rencillas partidistas mientras la política en la calle tomaba el
relevo de siglas y frágiles dirigentes entregados a una danza macabra
sin horizontes. La puerta abierta por el acto de San Sepolcro debe
juzgarse desde un decálogo inexistente en el texto. Muchos se hallaron
huérfanos de identidad, creyeron a pies juntillas el milagro de las
promesas y al sentirse protagonistas se integraron en el marasmo,
moldeándolo hasta hacerlo suyo y librarlo a Benito Mussolini, capitoste
supremo, demiurgo de una pesadilla que aún nos atormenta con sus
metamorfosis.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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