Estoicismo e epicursimo não são escolas opostas, mas parte de uma mesma estratégia bifronte para enfrentar os infortúnios. Juan Cláudio de Ramón para The Objective:
Si
echamos mano del significado convencional de las palabras, «estoico» se
dice de uno cuyo ánimo no se viene abajo ante los problemas, aquél que
es «fuerte ante la desgracia», como reza elegante el diccionario;
«epicúreo» es quien busca el placer, dando prioridad en su conducta a
las exigencias gastrosensuales de la existencia. Escuelas opuestas, se
diría, cuando en realidad epicureísmo y estoicismo son parte de una
misma estrategia bifronte para afrontar los infortunios y recorrer con
éxito el anfractuoso litoral de la vida; si el primero descubre el gozo
de las calas y las playas que la costa ofrece para esconderse, el
segundo educa en la serena aceptación de los temporales que conducen el
velero hacia roquedales y farallones.
Coetáneos
y coterráneos, el origen del epicureísmo y el estoicismo es el mismo.
Un lugar prestigioso, un momento de crisis: la Atenas del siglo III a.C.
La polis, familiar certeza en que Aristóteles o Platón basaron su
filosofía, empezaba a derrumbarse a favor de las realidades impersonales
de los reinos e imperios del mundo helenista y romano. Lo mismo Epicuro
que Zenón se dirigen a un público angustiado al que la religión civil
dejaba de confortar. Sus filosofías son así, antes que nada, artes de
vivir, más dirigidas al individuo que al ciudadano. Se quisieron rivales
y lo cierto es que daban apariencia de serlo: Epicuro compró un
edificio con jardín en las afueras de la ciudad, camino del Pireo,
mientras que Zenón enseñaba en el centro de Atenas, bajó un pórtico del
ágora. En griego, pórtico es «stoa» y así quedaron formadas las dos
escuelas: «los del Jardín» por un lado, «los del Pórtico» por otra.
Epicúreos
y estoicos diferían en cuestiones de lógica y metafísica. Tanto da,
porque su ética, que es lo que ha perdurado, confluye en un punto
importante: el buen vivir deriva del interior de la persona, no de las
cosas exteriores. Los del Jardín, porque el sabio sabrá escoger solo
aquellas que proporcionen placer y descartará las que causan
intranquilidad (queda excluida por tanto la actividad política: «vivir
oculto», al cobijo de la amistad, es la máxima epicúrea). Los del
Pórtico, porque cuanto ocurra, el sabio sabrá identificarlo como parte
del plan cósmico regido por el logos, la razón; esto es, como un dictado
de la naturaleza: el amor fati, la aceptación del hado, es el postulado
estoico por excelencia. El destino guía a quien lo acepta de grado y
somete y arrastra a quien le opone resistencia, dice Séneca. De modo que
al final, la ataraxia epicúrea –ausencia de perturbación por
eliminación del dolor y de los falsos placeres (versión occidental del
nirvana budista)– y la apatía estoica –liberación de las pasiones a
través de la aceptación de una realidad siempre racional– se parecen
bastante. Son doctrinas consoladoras, morales laicas, con la diferencia
de que la primera pregona el retiro del mundo y la otra no desdeña la
vida pública (así, insigne estoico fue el emperador Marco Aurelio).
El
epicureísmo y el estoicismo tienen sus problemas. Del primero,
decepciona un poco, indagando en la lectura de Epicuro, que su búsqueda
del placer se parezca más a un ascetismo que al regocijo sensual al que
parecía invitar. Con las morales que se dicen hedonistas siempre ocurre
lo mismo: oscilan entre el elogio del vicio y la prédica de la
continencia, es decir, de la desconfianza hacia el propio placer,
sembrador de futura desdicha. ¿Consideraría Epicuro un baño caliente con
espuma y sales un deleite no natural? ¿Era el propio Epicuro un
«epicúreo», tal y como nosotros entendemos el término? El Jardín pierde
atractivo cuando lo imaginamos bajo la especie del cenobio o –pavor– la
comuna hippie. Por lo demás, tomada en serio, la ausencia total de dolor
solo se obtiene quitándose la vida, conclusión a la que llegó el pobre
Lucrecio, portavoz del epicureísmo en Roma, genial autor del De Rerum
Natura. En cuanto al Pórtico, la impasibilidad como escudo de Perseo
ante la Gorgona de la angustia suena bien. Pero ¿cuándo ha existido ese
ser humano impasible, que pasa por el predio de la vida como por hoja de
cálculo? Tan extremo racionalismo solo puede desembocar en la
desesperación.
Con
todo, la importancia de ambas corrientes no es exagerable. Lo prueba
que dos milenios después hayan ingresado en el glosario que elenca
actitudes cotidianas que todo el mundo comprende, sin necesidad de ser
especialista. Ayudaron a la religión a superar la superstición y
convertirse en pauta de conducta. Del epicureísmo se ha escrito que es
«la única filosofía misionera producida por los griegos». De Epicuro se
conservan cartas escritas a comunidades de discípulos dispersos por el
mundo mediterráneo, a la manera de un San Pablo para laicos. Todos los
modernos gurús de la vida retirada y natural son de algún modo
tributarios del Jardín. En cuanto al Pórtico, su influencia es todavía
mayor, por la sencillez con que su doctrina pudo acoplarse a la fe
cristiana. Coloreado el cosmos indiferente con el amor de un dios
benevolente, la consolatio estoica se hizo más persuasiva y caló en
millones de almas. En el «nada te turbe» de Santa Teresa late el nervio
de la moral estoica. El sabio del estoicismo es el santo del
cristianismo.
Con
o sin trascendencia, el estoicismo es el fármaco antiguo que sigue
sonando mejor a los modernos; la filosofía de la que hablamos cuando se
aconseja a alguien «tomarse las cosas con filosofía»: una cierta
deportividad, un saber encajar las derrotas. El más flamante rebranding
del estoicismo es eso que la psicología llama hoy «resiliencia». Sea
como fuere, cada año amigos y terapeutas siguen susurrando la sabiduría
destilada por Crisipo, Séneca o Epícteto. Retengan este nombre, por
cierto: su Enquiridión es sin disputa el mejor libro de autoayuda de la
historia. Su principal recomendación: distinguir entre lo que podemos
controlar y lo que escapa de nuestro control. Me parece un gran consejo,
aunque, a decir verdad, sigo sin saber bien cómo se hace.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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