BLOG ORLANDO TAMBOSI
Quando a esquerda decidiu abraçar todas as causas "identitárias" (mulheres, imigrantes, gays, lésbicas, bissexuais, etnias "minorizadas" etc), conquistou uma grande vantagem, mas também enterrou uma bomba-relógio sob os seus próprios pés. Artigo do professor Miguel Ángel Quintana Paz para The Objective:
En
estas páginas de The Objective ya hemos abordado algunas peculiaridades
de esas personas que se consideran «de izquierdas». Hemos mostrado, por
ejemplo, que suelen ser menos felices. O que tienen menor sentido del humor. También que su relación con el pasado es más traumática. Y, además, que sufren muchas más dificultades para entender a las personas “de derechas” de cuanto sucede a la inversa.
Ahora
bien, más allá de estos datos, a menudo con fuerte soporte empírico,
alguien podría preguntarse si cabe algún consejo práctico a la hora de
lidiar en el día a día con gente aquejada de vicisitudes izquierdistas.
Por ello me he decidido a ofrecer aquí tres pistas que acaso resulten
útiles si de argumentar con una persona «progre» se trata. Naturalmente,
son trucos que no funcionarán si el individuo en cuestión es abierto de
mente, se deja llevar por los argumentos racionales y pone freno a sus
emociones iracundas mientras dialoga con discrepantes. Corresponde al
lector, pues, evaluar en cada caso la medida en qué su contertulio
«progre» responde a estas salvedades o bien se aleja raudo de ellas cual
alma que lleva el demonio (de la autosuficiencia moral).
Primer truco: plantee dilemas endiablados
Cuando,
hace unas décadas, nuestra izquierda decidió abrazar todas las causas
«identitarias» (mujeres, inmigrantes, gais, lesbianas, bisexuales,
transexuales, etnias «minorizadas», nacionalismos «periféricos»…),
adquirió una suculenta ventaja, pero también enterró una bomba de
relojería bajo sus pies.
La
ventaja residía en que, una vez que la clase obrera había ido
prosperando durante el capitalismo de posguerra y, por tanto, había ido
perdiendo deseos de abolirlo o transformarlo de raíz, la izquierda
obtenía nuevas bolsas de voto. Sí, de acuerdo, quizá el empleado de
Telefónica que podía permitirse dos utilitarios familiares, un
apartamento en Torrevieja y 30 días de vacaciones para disfrutarlo no
era ya exactamente el proletario «que no tenía nada que perder, salvo
sus cadenas» sobre el cual Marx había fundado sus esperanzas de
revolución. Pero, a cambio de esa pérdida, la izquierda se esforzó por
demostrar que ella sí podía representar a todos los que padecieran
cualquier otro tipo de «opresión», aunque anduviera lejos de ser
económica. Y, así, defendería a Ana Patricia Botín por las opresiones
sufridas debido a su feminidad; a la vez que a Bob Pop por todos los
percances que le haya acarreado ser homosexual; y también a Mohamed, el
inmigrante marroquí del quinto, por lo mal que lo pasa cuando sus
vecinos no entienden del todo sus ideas islámicas sobre, precisamente,
las mujeres y los gais.
Esta
estrategia, como ya habrá colegido el lector, acarreaba empero lo que
antes llamamos una bomba de relojería. Slavoj Žižek, en los años 90, ya
lo vio venir. No es posible aunar todos los grupos «identitarios» bajo
un mismo paraguas, por el sencillo motivo de que cada una de esas
identidades a menudo posee ideas un tanto hostiles hacia sus compañeros
de refugio pluvial.
En
España vivimos ahora el apogeo de una de esas batallas previsibles: la
que enfrenta a las feministas radicales y a las transexuales, deseosas
las primeras de excluir a las segundas de la categoría («opresiva», y
por tanto, a menudo ventajosa) de «mujer».
Con
todo, la combinatoria de posibilidades de conflicto es abundante:
también gais y feministas suelen discrepar sobre gestación subrogada; la
legislación especial que reclaman para sí ciertas etnias no es del
agrado de las citadas feministas, aquí aliadas a menudo del grupo LGBT; y
un inmigrante que ansíe conservar en Europa su cultura de origen
acabará colisionando con varios de los grupos que reclaman favoritismos
por haber vivido desfavorecidos.
Y
bien, todos estas contradicciones internas de la nueva izquierda nos
ofrecen, sin embargo, a nosotros, los que no comulgamos con sus
identidades de molino, una panoplia de recursos argumentativos.
Escojamos, verbigracia, dos de los dogmas de la izquierda al azar. Por
ejemplo:
1. El derecho de una mujer al aborto no debe restringirse nunca ni por ningún motivo, pues lo contrario sería patriarcal
2. No debe hacerse nada que dañe a un gay nunca ni por ningún motivo, pues lo contrario sería heteropatriarcal
Y
planteemos un simple dilema que coloque, a los defensores a ultranza de
esos dos principios, en la tesitura de no saber por dónde tirar. Por
ejemplo:
3.
Pongámonos en que existiera un método para detectar que la orientación
sexual de un feto. En ese caso, si numerosas embarazadas, al conocer que
sus hijos son homosexuales, decidieran por ese solo motivo abortarlos,
¿sería correcto permitírselo?
Hace unos años se me ocurrió plantear este mismo dilema en Twitter
y las respuestas que obtuve fueron, en general, bastante desquiciadas.
Cuando el progre no sabe qué responder a uno de los dilemas endiablados
en que él se ha metido y tú le planteas, deduce que la culpa, por algún
motivo, es tuya.
Pero
lo importante es que el lector ejercite sus propios ejemplos de dilema
endiablado para sus propios progres cotidianos. ¿Tal vez alguno que
ponga en tensión su aprecio por las culturas foráneas y los derechos de
las mujeres? ¿Quizá algún caso en que roce la protección de los gais y
la aceptación de inmigrantes con ideas algo agresivas sobre el trato que
merece quien no posea gustos heterosexuales? Las propias siglas
«LGBTQ+» ofrecen múltiples conflictos encubiertos: lesbianas, gais,
bisexuales, transexuales, queer y demás no carecen de puntos de
fricción.
De modo que estas vacaciones, amigo lector, le serán escasamente aburridas si decide explorar tales divertimentos.
Segundo truco: cuestione las conclusiones, pero no las premisas, del mal razonamiento
El
pack de ideas (un tanto contradictorias) que hoy llamamos «izquierda»
suele incluir premisas razonables («las mujeres no deben ser
discriminadas», «un homosexual merece el mismo respeto que cualquier
otra persona», «alguien proveniente de una cultura diferente a la
nuestra no es por ello menos digno que tú o que yo»…) de las cuales,
empero, el «progre» acostumbra a extraer conclusiones equivocadas.
Los
ejemplos son numerosos. No hay vínculo lógico entre valorar igual a una
mujer y un hombre y, de ahí, deducir que, durante un juicio penal, todo
lo que denuncie alguien de sexo femenino contra un varón debe
considerarse, ya solo por decirlo ella, verdadero. De hecho, esta
conclusión es contradictoria con la premisa: que hombres y mujeres
tenemos la misma dignidad y, por tanto, no debe minusvalorarse a priori
lo que declare alguien por tener genes XY.
Tampoco
hay vínculo lógico entre creer que un gay merece idénticos derechos que
alguien que no lo sea y, de ahí, deducir que siempre y en cualquier
lugar donde alguien blasone de su orientación homosexual ello resulta
loable, útil u oportuno. De hecho, un autor como Douglas Murray (él
mismo gay, por cierto) ha empezado a cuestionar
hasta qué punto la insistencia machacona con que los medios de
comunicación occidentales nos resaltan una y otra vez la homosexualidad
de todo famoso, famosillo o infame, vaya a redundar de hecho en
beneficios para los gais, y no en un hartazgo (y quizá réplica
desagradable) ante tan cansina reiteración. ¿No hay lugares donde la
homosexualidad está ya tan normalizada que seguir resaltándola a cada
paso resulte inane en el mejor de los casos, contraproducente en el
peor?
Preguntas
como esta ponen de los nervios automáticamente al progre, que cree que
existe un vínculo axiomático entre «no odio a los gais» y «deseo que se
señale continuamente quién lo es». Un servidor ha tenido ocasión de
vivirlo dentro, también, del intrincado mundo tuitero; en este caso,
hace solo un par de días.
Ante
las declaraciones famosas del nadador Tom Daley, «Soy gay y campeón
olímpico», a uno le vino la necesidad de resaltar también su identidad
zodiacal y comentar «Muy bien, y yo soy Aries».
Seis palabras escépticas sobre la necesidad de que Daley salga del
armario, como suele, cada quince días (lleva cuatro años casado y es
padre por gestación subrogada, así que su homosexualidad es
prácticamente tan sabida como sus dotes natatorias; de hecho le reporta
pingües beneficios promocionales). Seis palabras, sin embargo, que
bastaron a centenares de tuiteros exaltados para condenarme como reo de
la más acerba homofobia, entre esputos de bilis y vómitos de
bienpensante indignación.
Lo
cual propicia que me pregunte qué otro crimen nefando se me habría
endosado si, en vez de un «muy bien» de apoyo a la orientación sexual de
Daley, las palabras iniciales de mi tuit hubiesen sido «muy mal».
Tercer truco: utilice matemáticamente los números
¿Resulta
una tautología decir que los números deben emplearse «matemáticamente»?
Sin duda lo sería en un mundo perfectamente lógico; pero nuestra
izquierda ha conseguido que esto no sea así. Y, de este modo, su actual
estrategia de apoyo a «las identidades» conduce a nuestros izquierdistas
a manejarse con los números de forma bien poco ortodoxa. Tal vez Orwell
no se equivocó al anunciarnos que cuando nos obliguen a pensar que 2
más 2 son 5 habremos alcanzado el grado más alto de despótica opresión.
¿Cuándo
usa el «progre» los números de manera bien poco matemática? Por
ejemplo, cuando desliza una y otra vez la especie de que la violencia
machista constituya un problema más agudo en España que en la
«civilizada» Europa, cuando los números muestran una y otra vez justo lo contrario.
O también cuando tal violencia supera en varios órdenes de magnitud la
atención mediática prestada frente a, por ejemplo, el suicidio; tragedia
relegada pese a que, numéricamente, ofrezca cifras de fallecidos casi cien veces superiores y sea ya la principal causa de muerte entre nuestros jóvenes.
Un reciente estudio de D. Rozado, M. al -Gharbi y J. Halberstadt
nos revela otro efecto numérico curioso. Durante los últimos años se ha
multiplicado en los medios la aparición de palabras que denotan
prejuicios (racismo, misoginia, homofobia, transfobia, islamofobia…).
Aunque el fenómeno ha sido generalizado, a menudo han capitaneado tal
eclosión medios izquierdistas (The New York Times, The Washington Post,
The Guardian, Bloomberg…).
Y
bien ¿qué ha ocurrido entre la audiencia de tales medios durante tal
período? Pues que se ha incrementado, de modo paralelo, la impresión de
que todos esos prejuicios han aumentado descomunalmente a nuestro
alrededor. Los medios, lejos de reflejar la realidad, nos hacen creer
cosas (sin sustento matemático) sobre ella.
La
conclusión es que volver a las simples «mates» de toda la vida resulta
una de las mayores provocaciones que hoy puede hacerse. Como es sabido,
Platón exigía conocer geometría a todo el que se inscribiera en su
Academia. Hoy manejar los números sin complejos sigue siendo un modo
excelente de reivindicar esa misma razón humana que cautivó a tal
ateniense, frente a los gritos de escándalo de la izquierda sofista, que
te tildará de machista, homófobo o xenófobo si sacas a la luz números
que a ella le resulta incómodo recordar.
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