Benito Arruñada para The Objective:
Produce
desazón contemplar el espectáculo de los políticos occidentales. Se
exhiben compungidos por la suerte de Ucrania mientras se niegan a
ayudarle y a castigar a su agresor. Pero no les culpen, porque son bien
representativos de nuestra miopía. Su hipocresía es fiel reflejo de la
opinión dominante en este Occidente aún rico y poderoso, pero cuyo
olvido de la historia es tan evidente como su declive moral.
La
invasión y control de Ucrania era previsible desde el momento en que
Estados Unidos dejó claro que el castigo sería meramente económico. Lo
que se le estaba diciendo a Putin es que Ucrania estaba en venta. Putin
decidió comprarla, a sabiendas de que el precio era bajo y de que
además, ya nos encargaríamos los europeos de hacerle todo tipo de
descuentos.
El
precio es bajo, porque las sanciones son costosas, sobre todo, para
Alemania, que ha huido del riesgo nuclear para esclavizarse al gas ruso.
Por eso nos negamos a excluir a Rusia del sistema SWIFT
de comunicaciones bancarias, una exclusión que sí podría dañar
seriamente su economía. Pero las sanciones también son costosas para los
demás europeos occidentales, tenazmente incapaces de sacrificar
nuestros lujos cotidianos; incluso quienes sólo los gozamos gracias al
crédito de los vecinos.
Por
si fuera poco, las sanciones tienen un impacto decreciente, pues China,
que ni siquiera considera lo de Ucrania como invasión, colabora
activamente con Rusia. Para mayor escarnio, al reforzar a China, esa
colaboración debilita aún más a Occidente y encierra un grave peligro de
que, más pronto que tarde, Taiwán sufra un destino similar.
Así
es que nuestra valentía se reduce a iluminar edificios con los colores
de la bandera ucraniana e imponer sanciones «proporcionadas» y
«calibradas»; o sea, simbólicas, como la de expulsar a Rusia de
Eurovisión. La prioridad real es que sean aparentes, para que nuestros
figurantes habituales puedan presumir de hacer algo; pero que nos duelan
poco, aunque sean ineficaces. De hecho, ni siquiera pueden ser
dolorosas para Rusia, no vayamos a enfadar a su líder.
Una
muestra de nuestra debilidad, bien adornada de frivolidad y estulticia,
la dio Josep Borrell (el «Alto representante de la Unión Europea para
Asuntos Exteriores y Política de Seguridad»; o sea, nuestro figurante
mayor) con un tuit
en el que, justo antes de la invasión, amenazaba a los oligarcas rusos
con que ya no podrían irse de compras a Milán o de juerga a Paris.
El Sr. Borrell, que retiró el tuit enseguida, ya nos tiene
acostumbrados. Lo grave es que seguía los pasos de su correligionaria,
la ministra de Defensa de Alemania, Christine Lambrecht, que ya en
diciembre declaró a Bild que «los responsables de la agresión afrontarían consecuencias personales, como no poder ir de compras a los Campos Elíseos«.
Si Putin albergaba alguna duda sobre qué tipo de enemigo confrontaba y
qué precio tendría que pagar, seguro que terminó de resolverla en ese
momento.
El
precio de las sanciones era bajo pero, además, contenía la promesa de
sucesivos descuentos. El motivo es que semejante amenaza carece de
mecanismos que nos comprometan a adoptar sanciones efectivas. Putin pudo
así confiar en que le rebajaríamos el precio, que es justo lo que hemos
hecho en los últimos días. A la hora de la verdad, una mente tan
ingenuamente racional no sólo es previsible sino que tiende a volverse
atrás. Carente de un compromiso emocional fuerte, como sería el que se
hubiera derramado la sangre de los suyos, y ante lo irremediable de unos
hechos ya consumados, prefiere minimizar nuevos daños. Esta torpeza
vuelve a manifestarse con el gradualismo de las sanciones, que insisten
en presentarnos como una fórmula sofisticada cuando sólo sirve para
indicar a Putin cuál es el precio máximo de su siguiente agresión,
reduciendo así su riesgo; para que, a la hora de la verdad, le
otorguemos otro descuento.
El
pasado viernes, el primer ministro de Letonia comprendía que no
estuviéramos dispuestos a derramar sangre, pero se quejaba de que ni
siquiera aceptásemos pagar el coste de unas sanciones económicas de
verdad, las que habíamos prometido. No le faltaba razón, aunque sólo sea
porque acabaremos pagando un precio muy superior. Es así porque, desde
ahora mismo y por tiempo indefinido, habremos de defender a los vecinos
de Ucrania, ya en peligro de invasión; y todo ello para que, tarde o
temprano, también acabemos pagando en sangre. Como en el Múnich de 1938,
entre el deshonor y la guerra elegimos el deshonor, y eso hace más
probable que acabemos en guerra.
Incluidos
los españoles porque, si bien Ucrania nos queda lejos, estamos muy
cerca del Magreb; y si no compramos gas a Rusia, sí lo compramos a su
aliado argelino. Como llevamos dos siglos peleándonos más entre nosotros
que con extranjeros, rehusamos gastar en defensa; y nuestros políticos
nos obedecen servilmente. En 2021, salvo Luxemburgo, fuimos el país de
la OTAN con menos gasto militar: un mísero 1,02% del PIB frente al 2,69%
que gastaron los demás países; y muy lejos del 4,28% y 6,66% que en
2020 dedicaron, respectivamente, Marruecos y Argelia. Del 2,3% de las
dos últimas décadas del siglo XX hemos pasado a un promedio del 1,35% en
lo que llevamos del XXI. Es tal nuestra miopía estratégica que la
defensa opera ya a niveles casi homeopáticos.
Urge
repensar nuestras prioridades. La cobardía de quienes cedieron ante
Hitler tenía su razón de ser en el horror de la Primera Guerra Mundial.
La de los países más occidentales de la Unión Europea no tiene excusa.
Es fruto del adanismo en que nos hemos instalado, que nos lleva a creer
que la libertad es gratis; a henchirnos, hasta ayer, de falsa
superioridad moral para tratar con condescendencia a nuestros socios
orientales; y a desterrar, en suma, toda consideración estratégica al
tomar decisiones sociales.
Por
ejemplo, los ecologistas occidentales, ¿son hoy conscientes de que
sirven a Putin? ¿Se sienten acaso responsables de lo que hoy sufren los
ucranianos? Deberían, porque nos han impuesto una estrategia energética
suicida: gracias a nuestra dependencia del gas ruso, somos los europeos occidentales los que hoy pagamos la invasión de Ucrania.
Han
quedado a la vista las consecuencias de su miopía y de su egoísmo, un
egoísmo propio de niñatos para los que el agua caliente siempre salió
del grifo. Y un adanismo no menor, por cierto, que el que profesan en
este asunto nuestros nacionalistas de todas las banderas, desde los que
estos días titubean ante la agresión de Putin a aquellos que hace apenas
un lustro se ofrecían a Rusia como cabeza de puente.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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