"O que aconteceu na Europa que já não somos capazes de distinguir entre Dostoiévsky e a invasão da Ucrânia?" Andreu Jaume para The Objective:
El
pasado 6 de marzo, Daniel Barenboim ofreció en Berlín un concierto por
la paz al frente de su orquesta, la Staatskapelle, con un programa que
incluía la inacabada de Schubert y la «heroica» de Beethoven. Después de
interpretar el himno de Ucrania y antes de empezar con Schubert, el
pianista y director pronunció un breve discurso en el que recordó cómo
sus abuelos habían emigrado de Bielorrusia y de Ucrania
a principios del siglo pasado debido a los progromos antisemitas.
Comentó luego cómo su generación había creído que la segunda guerra
sería la última que se viviría en Europa. Y tras solidarizarse con el
pueblo agredido, denunció los ataques a la cultura rusa que se están
empezando a sufrir en distintos países. En concreto, Barenboim habló de
un seminario sobre Dostoeivski que se había cancelado en Italia y de la
prohibición de tocar música rusa en Polonia.
¿Qué
ha pasado para que en Europa ya no seamos capaces de distinguir entre
un novelista del XIX y la invasión de Ucrania? ¿De verdad creemos que
censurar a Shostakovich es una forma de defender la democracia? Quizá
estos episodios no sean sino síntomas de hasta qué punto la cultura se
ha degradado, convirtiéndose en algo ocioso e inofensivo, sin
vinculación real con la sociedad. El propio Putin se enorgullece de ser
amigo de la alta cultura, ha fomentado la educación musical y ha
invertido cantidades exorbitantes en la construcción del nuevo Teatro
Mariinski así como en la Casa de la Música. Para el dictador, la cultura
es otra forma de restitución imperial, igual que su red de oligarcas y
su arsenal nuclear. Es un signo de distinción que en realidad nada tiene
que ver con el arte. Pero si nos fijamos, se trata del mismo concepto
cultural que hemos acabado desarrollando en Europa. La cultura es algo
prescindible, un lujo en tiempos de paz que al llegar la guerra se
despoja de toda su complejidad y se convierte en una forma pueril de
castigo a una identidad política, traicionando su verdadero cometido y
poniéndose al servicio de la barbarie que intenta combatir.
De
la misma manera que la guerra de Ucrania ha puesto de manifiesto hasta
qué punto Occidente ha banalizado y pervertido sus propios fundamentos
políticos, tolerando que la diferencia se imponga sobre la igualdad,
hasta el extremo de permitirnos el capricho, por ejemplo en España, de
despreciar la Constitución –una irresponsabilidad por la que los más
jóvenes pueden llegar a odiarnos un día–, también ha servido para
evidenciar hasta qué punto el legado cultural de Europa está encerrado e
inutilizado en los museos. Cultura y política no son dos ámbitos
estancos, como suele defenderse sobre todo en tiempos de prosperidad,
sino que el estado de una denuncia la calidad de la otra. En un célebre
discurso pronunciado en Múnich en 1976, Elias Canetti se interrogó
acerca de la responsabilidad del escritor en un mundo que parecía
abandonado al nihilismo y la muerte:
«Si
la palabra escritor ha sido mal vista por muchos, ello se debía a que
la vinculaban a una idea de apariencia y falta de seriedad, a la idea de
algo que se marginaba para no comprometerse demasiado. La combinación
de aires de grandeza y de fenómeno estético en todos sus matices
–surgida inmediatamente antes de que la humanidad entrara en uno de los
períodos más tenebrosos de su historia, que se abatió sobre ella sin
darle tiempo a advertir su inminencia–, no parecía la más apropiada para
infundir respeto; su falsa confianza y su ignorancia de la realidad, a
la que sólo intentaba acercarse a través del desprecio; su negativa a
entablar cualquier relación con ella, su lejanía interior de todo lo
fáctico –pues el lenguaje que utilizaba no permitía reconocerlo–, todo
esto contribuyó, y es perfectamente comprensible, a que ciertos ojos
acostumbrados a ver el mundo con mayor dureza y precisión se apartasen,
aterrados, de tanta ceguera».
Esa
ceguera sigue siendo la misma que ahora nos ha llevado a utilizar la
cultura como si fuera una sanción. Europa lleva demasiado tiempo
asistiendo al desguace de su tradición literaria y artística. Tras el
colapso de las vanguardias en la primera mitad del siglo XX, empezamos a
quemar los remanentes de nuestra cultura en las hogueras de las nuevas
ideologías, que hicieron del sentimiento de culpabilidad occidental un
credo y casi el único contenido de sus postulados. Desde Grecia hasta
nuestros días, en Occidente siempre ha habido formas de crítica a la
propia civilización que luego se han convertido en herramientas
universales de análisis. Pero lo que ha ocurrido en las últimas décadas
es un fenómeno inédito que consiste en desautorizar cualquier expresión
que no se avenga con una determinada militancia afín a los nuevos
dogmas. De un tiempo a esta parte, citar a Heidegger ha empezado a estar
mal visto. No hace mucho, la editorial Gallimard cedió a la presión
popular y canceló la edición anotada del panfleto antisemita de Céline.
Las principales figuras de nuestra historia están siendo sometidas a un
escrutinio en busca del pecado original, la mancha que permita su
ejecución póstuma en plaza pública. El último en caer parece que será
Chaplin, objeto de un reciente documental cuyo título lleva ya implícita
la idea de condena, The Real Charlie Chaplin, que la prensa se ha
apresurado a promocionar con el reclamo de «el lado oscuro de Charlot».
Básicamente, la cultura de masas –que ya es la única cultura tout court–
vive ahora de traficar con los ejemplos de conducta que ella misma
fabrica y condena, sin que en el fondo interese demasiado la cuestión
moral. No importa tanto la exposición problemática de un conflicto, sea
de la índole que sea, como el castigo civil que se aplica en nombre de
una redención publicitaria.
Cuando
Nietzsche dijo que había llegado el momento de pagar por haber sido
cristianos durante dos milenios y que durante un tiempo no sabríamos qué
hacer porque de pronto habíamos perdido el «grave peso» que nos
permitía vivir, se estaba refiriendo, entre otras cosas, al estado
espiritual en que nos ha dejado la larga resaca del nihilismo. Librada a
la fascinación por el progreso, nuestra época se caracteriza por haber
desechado toda forma de conocimiento que no tenga que ver con la
tecnología o la ciencia, disciplinas por supuesto imprescindibles pero
que sólo nos informan acerca del cómo y nunca del qué. La advertencia de
Heidegger de que «la ciencia no piensa» no supone reproche alguno ni
lleva implícito ningún desprecio, sino que llama la atención acerca de
la necesidad de un pensamiento paralelo en la aplicación de las
ciencias. Es ahí donde la «cultura» irradia con el resplandor de su
verdad olvidada. Despojados de toda forma de complejidad y protegidos al
mismo tiempo por una coraza tecnológica altamente sofisticada, nuestras
reacciones intelectuales y morales se han vuelto primarias y mecánicas.
Sufrimos ahora una guerra vecinal que amenaza nuestras comodidades y
nos acordamos de la cultura tan sólo para imprimirle el sello espurio de
lo nacional y racial mientras en el combate resuena nuestro vacío
frente a la muerte.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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