BLOG ORLANDO TAMBOSI
Toda uma geração acreditou em um futuro pacífico e tolerante. O assalto da Rússia à Ucrânia põe um contundente final a esta ilusão, escreve Yascha Mounk em Letras Libres:
Nací
en 1982. El Muro de Berlín cayó cuando tenía siete años. Internet, con
su promesa de conectar al planeta, se volvió parte de la vida cotidiana
cuando yo era adolescente. La democracia siguió extendiéndose por el
planeta hasta mis veintipocos.
En
mi generación, la esperanza de un futuro mejor no era solo algo propio
de optimistas inveterados. Aunque hubo serios reveses, desde la guerra
civil en la antigua Yugoslavia hasta los ataques terroristas que
sacudieron a Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001, la evidencia
parecía corroborar el supuesto de que el mundo se estaba volviendo más
pacífico y tolerante.
El
número de guerras realmente estaba disminuyendo. Las formas más
agresivas de nacionalismo estaban realmente desvaneciéndose. La parte de
la población mundial que podía hablar libremente y expresar sus
preferencias en las urnas creció, en efecto, a niveles nunca antes vistos.
Durante algunos preciosos años, el conjunto de valores dominante en los
países más poderosos del mundo pareció ser un optimismo cosmopolita que
cambió el narcisismo de las pequeñas diferencias por la adopción de una
humanidad común.
En
este panorama, era fácil desestimar las perturbaciones en la matrix
como anacronismos que pronto serían superados. Muchos miembros de mi
generación redujeron las guerras civiles alimentadas por el orgullo
étnico a “odios ancestrales”; restaron importancia al resurgimiento del
fanatismo religioso, considerándolo una provincia de los extremistas, y
despacharon a los nacionalistas belicosos como Ewiggestrige, aquellos
que están “para siempre sujetos al pasado”. Cuando tenía veinte años me
preocupaba mucho el ascenso de Silvio Berlusconi y Recep Tayyip Erdogan,
Hugo Chávez y Vladimir Putin. Pero muy en el fondo creía saber que eran
solo resabios de un pasado siniestro que nunca tendría un regreso
triunfal: bandidos y fanáticos, ideólogos belicosos que representaban
una amenaza real pero que de ninguna manera podrían acabar ganando y
definiendo el futuro.
Sin
embargo, así como el pasado a veces termina siendo un prólogo, quienes
parecen anacrónicos pueden ser en verdad miembros de la vanguardia.
Hoy resulta claro que el consenso prevaleciente se basaba en una mala lectura de las hojas de té. El mundo acaba de entrar a su decimosexto año
de una recesión democrática que se ha profundizado en los últimos doce
meses. Lejos de facilitar el entendimiento mutuo, las redes sociales
inspiraron el narcisismo tribal. Ya nada parece seguro, desde la
supervivencia de las democracias en sus feudos tradicionales hasta
nuestra capacidad colectiva de poner freno a las ambiciones de los
dictadores más brutales del mundo.
Resulta
que ni el chovinismo y el orgullo étnico, ni la demagogia y el apetito
de conquista pertenecen a una época histórica específica. Son
potencialidades absolutamente humanas, que acechan siempre como futuros
que pueden hacerse posibles, en el caso de que nuestra vigilancia
titubee o nuestras instituciones fallen en su función de mantener los
peores instintos de la humanidad a raya, tal y como acaban de hacerlo en
el corazón de Europa.
***
Por varias razones, la guerra de Vladimir Putin en Ucrania tiene una profunda importancia histórica.
La
invasión marca la primera vez desde la Segunda Guerra Mundial en que un
país europeo ha invadido a otro con el descarado propósito de ampliar
su territorio. Al menos en el corto plazo, convertirá a 40 millones de
ucranianos en vasallos del Kremlin. Y sin duda está matando a un número
intolerablemente elevado de personas inocentes.
Esto ya lo sabemos.
Pero
también hay mucho que todavía no sabemos. Es probable que aquellos que
con toda confianza cuentan una historia de lo que va a pasar terminen
por equivocarse. Como sucede a menudo cuando uno se encuentra en un
momento bisagra de la historia, hay muchos escenarios posibles e
inciertos. Lo mejor que podemos hacer es anticipar un amplio rango de
resultados posibles, tomando en cuenta que con frecuencia la historia
ofrece sorprendentes vueltas de tuerca.
Quizás
el pueblo ucraniano resultará más capaz de defender su libertad de lo
que nadie imagina ahora mismo. Tal vez Ucrania sepultará las ambiciones
neoimperiales del Kremlin. Incluso, un conflicto prolongado que él mismo
eligió podría ser la ruina de Putin.
Pero
los escenarios profundamente deprimentes parecen más plausibles. Tal
vez la guerra de Putin en Ucrania será un gran paso en la construcción
de un nuevo imperio ruso. Quizá mine seriamente la confianza en la
capacidad de Estados Unidos y sus aliados de la OTAN de mantener a salvo
a los países pequeños y medianos de las ambiciones de sus vecinos más
grandes. Podría ser el inicio de décadas de conflicto militar en medio
de Europa o (en el peor de los casos) desatar una conflagración nuclear.
Pasarán
años o décadas antes de que conozcamos las verdaderas consecuencias de
la guerra. Pero una de sus implicaciones para el mundo de las ideas ya
aparece con extraña claridad. La invasión de Ucrania pone fin a esa
perspectiva optimista del futuro que dominó al mundo occidental en el
cuarto de siglo transcurrido entre 1990 y 2015. Hace mucho que las
certidumbres sobre las que construimos esta visión del mundo se han
transformado en ilusiones. Los misiles que cayeron alrededor de Járkov,
Kiev y Leópolis en la madrugada del 23 de febrero de 2022 confirmaron
que la metamorfosis ha concluido.
***
Nunca
he puesto pie en Ucrania. Como suele ocurrir con los países que uno
nunca ha visitado, los nombres de sus ciudades pueden resultar
abstractos. Pero muchos de mis antepasados vivieron y murieron en el
territorio que hoy es blanco de los misiles rusos. Mis abuelos, Leon y
Bolek, y mis abuelas, Chava y Mila, nacieron en Leópolis y sus
alrededores. Sus vidas fueron moldeadas de una manera profunda por las
vicisitudes de la historia. Perdieron a sus padres, sus abuelos y casi
todos sus hermanos en el Holocausto.
Al
ver el horror que se despliega en Ucrania, no dejo de pensar en que la
generación de sus hijos, nacida justo después de la Segunda Guerra
Mundial, es la primera en mucho tiempo que pudo disfrutar de paz y
seguridad relativas. Aunque la vida de mis padres se vio violentamente
alterada por fuerzas políticas que escapaban de su control, cuando una
campaña antisemita impulsada por el Estado los expulsó de su patria
natal, ellos nunca tuvieron que llorar a un familiar perdido por la
guerra, el hambre o la limpieza étnica.
Alguna
vez di por hecho que mi mundo sería más parecido al de mis padres que
al de sus ancestros. Pensaba que yo había nacido en un tiempo más
ilustrado, en el cual el entendimiento mutuo crecía y los dictadores que
emprendían guerras de conquista menguaban. Pero la lección que deja la
despiadada guerra de Putin en Ucrania es que incluso tan modesta
esperanza podría revelarse como una ilusión.
No soy religioso. Pero en estas horas dolorosas encuentro imposible resistirme a una plegaria secular:
Que Dios sea benevolente con el pueblo ucraniano.
Que Dios sea benevolente con nosotros.
Porque allá vamos, si no es por la gracia de la historia.
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