Daniel Capó entrevista, para The Objective, o professor Josu de Miguel, que lançou recentemente o livro Liberdade - Uma Historia da Ideia:
El profesor de derecho constitucional Josu de Miguel (Bilbao, 1975), es uno de los pensadores más finos y agudos de la actualidad. Columnista habitual en las páginas de THE OBJECTIVE,
acaba de publicar Libertad. Una historia de la idea (Athenaica
Ediciones, 2022); un extraordinario ensayo sobre la genealogía de la
idea de la libertad y su encaje -no siempre sencillo- con el desarrollo
de la igualdad en las sociedades democráticas. En esta larga y honda
conversación, Josu de Miguel reflexiona sobre la crisis de nuestra época
con una amplitud y una profundidad inusuales en el debate público
actual.
PREGUNTA
– Josu, dices que «no es posible considerar una humanidad digna de tal
nombre sin un mínimo de libertad y espacio propio que disfrutar».
¿Dirías también que todas las ideologías -incluso las más autoritarias-
comportan un determinado ideal de libertad? ¿Se puede pensar
políticamente sin acudir al debate sobre la libertad?
RESPUESTA
– Efectivamente, no creo que se pueda pensar políticamente sin acudir
al debate de la libertad porque como rasgo innato o adquirido, la
libertad forma parte del equipaje antropológico del ser humano. Por lo
tanto, será una cuestión que de un modo o de otro se tendrá que abordar
en el contexto de lo que hemos intentado construir alrededor de la
democracia constitucional. El problema de fondo es que la libertad es
una idea que, si bien se hace en la historia, está básicamente
construida por la teoría liberal y el liberalismo es una ideología no
solo diversa y con distintas manifestaciones, como muestra Michael
Freeden, sino cada vez más rechazada para organizar la relación entre el
Estado y la sociedad. La desaparición del liberalismo –por acoso de los
populismos o por falsificación intelectual- tiene numerosos
responsables, pero dibuja un escenario muy poco alentador para nuestras
democracias en crisis.
En
cuanto a la primera cuestión, es posible que en el pasado se utilizara
la libertad –como la igualdad y la fraternidad- como instrumento para
delimitar los horizontes de expectativa incluso de proyectos políticos
autoritarios. Creo que hoy la cuestión central se sitúa en el lenguaje:
Tony Judt acertó en sus deliciosas memorias a identificar el problema de
los relatos que sostienen los sistemas constitucionales creados tras la
posguerra. La universidad y la clase política han seguido utilizando
los mismos enunciados que hace dos siglos, pero los ha ido dotando de un
significado completamente distinto. El libro busca, en gran medida,
poner orden semántico, porque ya no sabemos de qué hablamos cuando se
alude a la igualdad –completamente inundada por la querencia
identitaria- pero tampoco cuando reclamamos una libertad que equiparamos
a comer un chuletón o tomar una cerveza en una terraza. La
desorientación es manifiesta.
R
– No quisiera decepcionar a nadie, pero al no ser un teórico analítico
me veo ciertamente incapaz de hacer una definición precisa del concepto
de libertad. Para ello, simplemente, recurro a las definiciones
realizadas antes por Hobbes, Locke, Kant, Rousseau y, más cercanamente,
Isaiah Berlin y Norberto Bobbio, cuya sobriedad e inteligencia a la hora
de desbrozar el término y descubrir su genealogía me parecen
formidables. El contenido, la titularidad y los límites constitucionales
de la libertad probablemente parten de un núcleo indisponible más o
menos fácil de descifrar. Sin embargo, los conceptos políticos tienen
una dimensión histórica, lo que significa, como he dicho más arriba, que
están sujetos a cambios y mutaciones como consecuencia de la aparición
del principio de necesidad.
Y
en realidad, el principio de necesidad, de naturaleza hegeliana, es el
motor del libro. Sin duda, la libertad es una construcción jurídica: ahí
están los derechos fundamentales, la separación de poderes o los
Tribunales Constitucionales, reproducciones contemporáneas del «guardián
de la libertad»diseñado por Harrigton en su utópica República de
Oceana, para atestiguarlo. Pero más allá de esa realidad normativa, de
gran valor, lo que sugiero es que si se pone en relación a la libertad
con el espacio y el tiempo, descubrimos que la aparición del Estado del
bienestar, la consolidación de la técnica y la generalización del
mercado han dispuesto una infraestructura gigantesca donde dejamos de
tener libertad dominada –es decir, las acciones que realizamos por
nuestra propia mano- para pasar a tener una libertad efectiva que
necesita de un tercero para poder ejercerse. No es una queja neoliberal o
existencialista: simplemente apunto que la complejidad sistémica y
funcionalista ha conducido a un mundo donde podemos hacer no todo
aquello que no está prohibido, sino todo aquello que está permitido
fáctica y normativamente. Es una inversión del conocido aforismo
anglosajón que revela que ya no tenemos libertad en abstracto sino
libertades concretas, como adivinó hace décadas Raymond Aron. Un
profesor de derecho público español rara vez reflexionará sobre la
libertad en abstracto con los alumnos, sino que identificará aquella con
el ejercicio de los derechos fundamentales previstos en la
Constitución.
P
– Dedicas varios capítulos a establecer una genealogía del término. Un
debate clásico, planteado ya por Constant, es la libertad de los
antiguos frente a la libertad de los modernos. ¿Podría explicarnos en
qué se diferencian ambos acercamientos al concepto y qué se ganó -y qué
se perdió- cuando pasamos de uno a otro?
R
– Mi tesis es que las libertades modernas, al fin y a la postre, han
dibujado una libertad de bajo vuelo que, en pura lógica ha ido
sustituyendo a esa libertad dominada que aludía en la anterior pregunta,
en el sentido de que ya no es posible identificar una libertad
«auténtica» –la del aventurero, el científico o el burgués triunfante-
más que en las huidas del mundo, en las torres de marfil o en las
distintas modalidades de lo que Antonio Pau llama escapología. Que hemos
perdido el sentido originario de la libertad lo demuestra el hecho de
que una buena parte de la clase política y jurídica de este país vio en
el confinamiento pandémico una medida proporcional perfectamente
compatible con la Constitución. Creo que en la polémica sentencia del
Tribunal Constitucional sobre el estado de alarma, más que claridad
técnica, hay una a priori subyacente que no se ha destacado: en una
democracia, la regla no puede ser el encierro y la excepción la libertad
deambulatorio. Por lo demás, la forma en la que se han clausurado los
debates sobre la obligatoriedad de la mascarilla y las vacunas muestra
cómo estaba la reflexión sobre la libertad en la sociedad occidental:
abandonada a los vaivenes de un economicismo cada vez más repudiado.
Hay
que anudar las pasiones privadas que detecta Constant con su rechazo al
derecho de conquista, la dimensión pacificadora de la libertad de
comercio y una estructura constitucional pensada para proteger la
libertad que la sociedad había ganado al Antiguo Régimen. Constant –un
pensador aún muy necesario- nunca dijo que los modernos debían
desentenderse de la política, únicamente que la libertad defensiva de
los antiguos impedía a los ciudadanos poder dedicarse a sus asuntos
privados y generar riqueza y bienestar, nuestra gran preocupación como
sociedad de consumo. El pensamiento republicano ha venido recuperando en
las últimas décadas una idea de civitas o ciudadanía en la que la
libertad antigua adquiría sentido en el contexto de una lealtad hacia la
comunidad política –una especie de patriotismo que también fue palpable
en las ciudades – Estado italianas del medievo- y unos deberes que
habrían sido omitidos deliberadamente por la tradición liberal en
beneficio del individualismo posesivo. Ante la crisis de legitimidad
política yo también hago una llamada a la recuperación de una cierta
libertad con responsabilidad que nos ponga ante el espejo de las
consecuencias sociales de nuestros actos, sobre todo con respecto a la
naturaleza.
P
– Tocqueville ya observó que, en la era democrática, el impulso
fundamental -más que el de la libertad- es el de la igualdad. ¿Cómo se
conjugan ambas? En un mundo que prima la igualdad, ¿dónde se localiza la
libertad?
R
– Así es. El impulso de este breviario fue de inicio encajar una
reflexión de la libertad en el contexto de una generalización de las
políticas de igualdad. La sociedad democrática es la sociedad de los
iguales y, como puede verse en el art. 9.2 de nuestra Constitución, los
poderes públicos tienen como principal misión la de eliminar aquellos
obstáculos que establezcan jerarquías irrazonables entre grupos e
individuos. El sistema educativo y los medios de comunicación muestran
una gran predilección y preocupación por los efectos de la desigualdad:
no hay nada referido a la libertad –véase también el ataque frontal a la
meritocracia- que no sea visto con sospecha. No hay un pensador,
economista o filósofo tan popular como Piketty que hoy pueda desde el
lado de la libertad hacer llegar argumentos sólidos sobre los contornos
de la libertad y sus efectos benéficos para el individuo y la sociedad.
En gran medida, seguimos manejando antiguallas intelectuales.
Por
otro lado, las sucesivas crisis de seguridad, económicas y pandémicas
que hemos sufrido en los últimos 20 años, han hecho que la mayor parte
de la ciudadanía mire al Estado para que le resuelva sus problemas: cada
día somos más socialdemócratas y ello abarca, como lo demuestran las
encuestas, todo el espectro ideológico. Por supuesto, el reduccionismo
económico o mercantil –neoliberalismo, libertarismo- siempre ha estado
ahí y alguna culpa tendrá en no haber reconstruido el principio de
libertad teniendo en cuenta el cambio de circunstancias materiales y
axiológicas de una sociedad que ahora además tiene que reconsiderar su
relación con el medio. El libro solo trata de abrir un diálogo para
retornar a significados compartidos de conceptos reconocidos
constitucionalmente y que han perdido pie semántico.
P
– Citando de nuevo a Constant, reflexionas sobre el ostracismo y sus
consecuencias. «Constant ya advertía hace dos siglos -escribes- que todo
exilio impuesto por una asamblea era un atentado político». ¿Cómo se
compagina la libertad con la cultura de la cancelación que impera en
nuestros días y que dicta sobre lo qué podemos hablar y cómo hacerlo?
R
– Bueno, la llamada «cultura de la cancelación» arranca, precisamente,
de la degradación de la libertad –en este caso de expresión- como
fundamento y guía de las sociedades democráticas. Por lo tanto, de
nuevo, del rechazo secular que produce la libertad cuando no encaja en
unos moldes culturales dominantes muy afectados por la propagación del
miedo como factor de regulación social: del Estado social hemos pasado a
un Estado penal que quiere poner orden en nuestra cama y en las
relaciones afectivas. Desde este punto de vista, me parece que lo que
está sucediendo en realidad es que la cultura está penetrando en la
política y el derecho a pasos agigantados. Los trabajos de Carlos Granés
sobre la deriva latinoamericana que estamos padeciendo me parecen muy
sugerentes. La intersección entre cultura, política y derecho está
liquidando la neutralidad necesaria para que la sociedad y el individuo
puedan plantear proyectos y discutir ideas sin las angosturas de un
moralismo institucional sin freno. La desaparición de la neutralidad
constitucional, que en la propuesta liberal dejaba claro cuáles eran los
límites del poder público para intervenir en los foros públicos de
discusión y en la resolución de conflictos, me parece una de las mayores
tragedias de nuestro tiempo. Juan Claudio de Ramón adjetiva al nuevo
Estado como «pastoral» y me parece un hallazgo sobresaliente cuando se
trata de describir una administración cada vez más preocupada, como digo
en el libro, de cuestiones relacionadas con un paternalismo de nuevo
cuño.
P
– Los nacionalismos utilizan el concepto de soberanía como sinónimo de
libertad. ¿Tú crees que cabe plantear una equivalencia en términos tan
directos?
R
– En mi opinión, todo lo contrario. Constant desconfiaba de las
políticas de soberanía –que probablemente identificaba con la libertad
de los antiguos- porque siempre eran enemigas de la libertad. Me sigue
cautivando la noción de «soberanía constitucional» de Martin Kriele: no
es que apele a una especie de patriotismo constitucional, que me parece
una fórmula específica para Alemania, simplemente apunto que la
refundación de la libertad después de 1950 se realizó a partir de la
desconfianza en la política y la propia soberanía nacional. Todo el
entramado de Tratados Internacionales de Derechos Humanos levantado en
el continente europeo tuvo como objetivo mostrar la falibilidad del
Estado a la hora de proteger la libertad del individuo. Las fronteras,
las reivindicaciones nacionalistas caprichosas, la preeminencia del
grupo sobre el individuo y el capitalismo de los grandes espacios
estatales condujeron a una guerra civil continental que algunos parecen
querer reeditar de forma permanente: véase el bárbaro ataque de Putin a
Ucrania, símbolo de un derecho de conquista desfasado. Por lo demás, la
equivalencia romántica –y por lo tanto equívoca- entre libertad y nación
ya fue cuestionada por Elie Kedourie en su libro clásico a partir de la
filosofía kantiana y poco puedo añadir al respecto.
P
– Es muy interesante lo que señalas cuando afirmas que «el tiempo
referencial de la libertad moderna es el futuro». ¿Cómo se conjuga esta
noción de libertad que ansía el futuro con la permanencia y, digámoslo
así, con la estabilidad? Y esta pregunta conduce a la moral, ¿somos
libres para agotar el futuro? Como bien apuntas, alguien tendrá que
pagar nuestras deudas.
R – Muchas gracias.
La
segunda parte del breviario se cuestiona, como dices, la relación entre
tiempo y libertad. Mi conclusión es que la libertad necesita un tiempo
abierto y confianza en el futuro para ser productiva. Sin embargo, las
sociedades contemporáneas no solo cuestionan la flecha del tiempo, sino
que descreen del progreso. La amenaza del cambio climático y el
antropoceno me parecen claves en este desplazamiento pesimista. Se puede
estar abriendo un tiempo de escasez –también moral- que, en mi opinión,
confronta directamente con las dimensiones constitutivas de la libertad
moderna: si la huella ecológica tiene que reducirse, resulta que
deberemos generar un acuerdo sobre los límites del crecimiento y de la
libertad para hacer uso de unos recursos naturales y económicos que no
parecen infinitos. La modernidad se construyó bajo el aforismo kantiano
«puedes, porque debes» que nunca se planteó la filosofía del límite. Los
rigores de un capitalismo menguante y condicionado por la intersección
de la sociedad con la naturaleza, dibujan un escenario de prohibiciones
en un ámbito de la libertad –fundamentalmente el consumo y las
costumbres sociales- que curiosamente no está garantizada como un
derecho fundamental. Si la divisa postmoderna es por el contrario
«debes, porque puedes (destruir el medio ambiente)» entonces tendremos
que pensar un nuevo constitucionalismo del riesgo que redefina el «agere
licere» tal y como hasta ahora lo entendíamos. Asumo, en cualquier
caso, que la idea de «constitucionalismo del riesgo» tiene una dimensión
conservadora que muchos no compartirán, pero como digo en el postfacio,
mi intención es conservar la libertad.
P
– En nuestro tiempo, no podemos separar la idea de la libertad del
problema de las identidades. ¿En qué se distingue la libertad particular
de la común de la ciudadanía? ¿Y cómo evitar que esta atomización de la
sociedad no termine degradando la democracia?
R
– En el libro identifico quizá de forma un poco provocativa la
identidad no con la igualdad, como suele hacerse, sino con una «tercera
libertad» de la que hablaban Hegel, Kojève o el propio Mill (libertad
pagana): la libertad ya no depende de la acción y de los obstáculos que
puedan plantearse a la misma sino del reconocimiento de terceros. Estoy
lejos de disparar gratuitamente contra la identidad y el
existencialismo, pero no es lo mismo usar la conciencia de grupo para
superar viejas –y nuevas- discriminaciones, que reivindicar una especie
de derecho al «descontrato social» que sitúa al Estado como expendedor
de títulos de identidades subjetivas que antes eran datos estadísticos:
género, edad o raza. La gravedad del delirio identitario se cifra en su
desconfianza ante una sociedad que interpreta como un ámbito de poder
donde se producen, fundamentalmente, relaciones de violencia. «Lo
personal es político» me parece una divisa catastrófica para la libertad
y el Estado de Derecho porque borra cualquier límite razonable entre el
individuo y un Estado que está transformando la administración, como
nos ha dicho Pablo de Lora, en una burocracia del consuelo con
funcionarios a cargo del nuevo sujeto político de nuestro tiempo, la
víctima. La víctima, que sustituye al héroe de la modernidad, es
incompatible con una idea de ciudadanía activa que se involucre en el
proceso político para algo más que reparar daños emocionales o
satisfacer su narcisismo: fíjate que uno de los líderes del 15 – M ha
terminado abanderado la preocupación por la salud mental. Me parece una
metáfora bastante acabada del tiempo que nos ha tocado protagonizar.
P
– En estas últimas décadas, asistimos a la llegada de la tecnopolítica
que hace posible el big data y la inteligencia artificial. La tentación
china, en este sentido, resulta evidente en buena parte del mundo. ¿Cómo
preservar las libertades cuando apenas quedan velos de intimidad o
espacios protegidos de la mirada fisgona de la tecnología?
R
– He intentado no tener una «tentación ludista» cuando he abordado este
tema en el libro. Sin embargo, cada día nos llegan señales más
solventes de los peligros que tanto para la intimidad como para la
libertad política tienen las nuevas tecnologías y los progresos
técnicos. El derrumbe de la intimidad, que se presentaba como el espacio
donde desarrollar la libertad privada desde al menos el Renacimiento,
ha sido gigantesco y en gran medida querido por la propia sociedad, que
prefiere ceder sus datos para seguir disfrutando de aplicaciones y
servicios digitales: ¿qué hacer frente a este servilismo tecnológico?
Poco, me parece. En lo que respecta a la libertad política, el algoritmo
ya es una regla decisoria en algunas administraciones, lo que está
generando un lógico debate sobre sus sesgos y la dificultad de tomar
decisiones sin la debida reserva de humanidad. Quiero pensar que, como
en el asunto de las redes sociales y la esfera pública, estemos en una
fase de aprendizaje y que, finalmente, se impondrán soluciones éticas y
jurídicas que eviten nuestra total transformación en una sociedad
simulada o atravesada por el simulacro del que advertía Baudrillard. En
un entorno así, el principio de libertad tendría muy poco sentido.
P – Una última pregunta, ¿crees que España -y Europa- vive un momento ciceroniano? ¿Cómo ves nuestro futuro?
R
– Bueno, tengo cierta predisposición al pesimismo, por lo tanto, mis
predicciones para el futuro cercano o lejano no tienen ninguna
relevancia y no deben de ser tenidas en cuenta. Sí creo, en todo caso,
que estamos ante el «momento ciceroniano» que citas si por tal se
entiende la necesidad de afrontar una reconfiguración de la libertad a
partir de la ética de los deberes. El final del libro es una apuesta
desesperada –lo reconozco- por recuperar una noción de libertad con
responsabilidad más propia de los antiguos que de los modernos. Los
críticos del libro –que espero que los haya- pueden esgrimir la
incompatibilidad de los deberes constitucionales con la construcción
demoliberal de una libertad que implica, en el fondo, un ciudadano que
solo tiene derechos y ningún compromiso jurídico relevante con la
sociedad en la que vive: fíjate en la pobreza de los debates sobre la
defensa de la democracia en nuestro país. Los partidos, los movimientos
sociales y la ciudadanía viven por otro lado en un auténtico
«supermercado de derechos» y en una pasión normativa irrefrenable que no
solo pueden terminar convirtiendo las Constituciones en papel mojado,
sino que seguramente conducirán a un resultado paradójico que creo que
no se destaca lo suficiente en el libro: cuantos más derechos
disfrutamos, menos libertad parece que ejercemos.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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