Há algumas décadas vem se vaticinando, sem êxito, a morte do livro, cuja produção, ao contrário, aumenta em ritmo acelerado. Pode ser, sim, que algumas formas de publicar percam importância ou cheguem a desaparecer - mas não os livros. Gabriel Zaid para Letras Libres:
Cuando
Mark Twain supo de un obituario que le dedicaron, mandó al periódico un
cable que decía: “Las noticias de mi muerte son un tanto exageradas.”
Cabe
decir lo mismo de la muerte del libro. Algunos piensan que no tiene
futuro, pero la producción sigue creciendo, y cada vez más.
No
es de creerse que, algún día, los libros dejen de ser escritos y
publicados. Otra cosa es que algunas formas de publicar pierdan
importancia o lleguen a desaparecer.
Un
texto puede volverse público de muchas maneras: De memoria, como la
Ilíada. En piedra, como el Código de Hammurabi. En tablillas de arcilla
escritas con punzón (cuneiformes), como el Poema de Gilgamesh. En rollos
de papiro, como en la Biblioteca de Alejandría. En rollos de pergamino,
como en la Biblioteca de Pérgamo. En tablillas de madera encerada, como
las romanas. En códices de amate, como los prehispánicos. En papel de
arroz, impreso con bloques de madera en chino. En pliegos encuadernables
de papel impreso con tipos móviles, como la Biblia de Gutenberg (1455).
La
industria editorial nació y creció durante cinco siglos con este
paradigma. Pero Marshall McLuhan lo cuestionó en The Gutenberg Galaxy:
The making of typographic man (1962). En su opinión, la televisión
destronaría el libro y recuperaría la cultura oral. Sin embargo, del año
1950 (cuando empezaba a prosperar la televisión) al 2000, el número
anual de libros publicados en el mundo se cuadruplicó: llegó a un millón
de títulos.
Y
ha seguido aumentando. Según la Wikipedia (“Books published per country
per year”) anda por los 2.2 millones de títulos al año. Que implica un
crecimiento acelerado: de cien títulos por millón de habitantes en 1950 a
167 en 2000 a unos trescientos en 2020.
La televisión y la radio difunden, no fijan.
El
cine sí. Pero, fuera de los textos que imponen respeto, como los de
Shakespeare, lo que predomina en las películas no son los textos, sino
las imágenes, las actuaciones, la acción. Netflix compite con las salas
de cine, no con las novelas.
El
texto es lo fundamental en los audiolibros: grabaciones de libros
leídos en voz alta por un locutor, ya sea en cintas magnéticas (que
tienden a enredarse) o en discos de grabación óptica.
Pero
no se escribe y publica para circular así. Los audiolibros son útiles
para ampliar el acceso a libros que ya existen impresos. Para los
ciegos, compiten ventajosamente con las ediciones en braille. Para un
viaje en avión, pesan menos que un libro.
Lo
mismo sucede con los libros microfilmados: son un formato auxiliar de
los impresos. Hacia 1930, la Biblioteca del Congreso aumentó en millones
de páginas sus acervos microfilmando libros de la Biblioteca Británica.
Las bibliotecas que resguardan incunables (libros publicados antes de
1501) no permiten consultarlos físicamente, sino microfilmados o
digitalizados.
La microfilmación fue un avance, pero ha venido a menos porque requiere equipo especial para leer.
Cuando
aparecieron los disquetes magnéticos y luego el CD-ROM óptico (compact
disc read only memory, castellanizado como cederrón), se dijo nuevamente
que el libro no tenía futuro. En un solo disco caben cientos de libros,
no solo legibles en una computadora, sino explorables con buscadores
para encontrar palabras de interés. Pero no sucedió. Desaparecieron los
disquetes, y el cederrón va de salida, no el libro.
Luego llegaron el DVD (digital versatile disc, devedé), la USB (universal serial bus, con memoria flash) y la web.
El
desarrollo de la web y del libro electrónico (ebook) enriqueció la
difusión del libro, gracias a Michael S. Hart, que en 1971 emprendió el
generoso Proyecto Gutenberg: una biblioteca pública universal de libros
electrónicos que da acceso gratuito a libros en el dominio público.
Parecía utópico, sobre todo porque se emprendió y prosigue con trabajo
de voluntarios, pero ya tiene más de 60,000 títulos (www.gutenberg.org).
Además, inspiró y apoya un proyecto paralelo de Hugh McGuire, creador
de LibriVox: una biblioteca pública gratuita de audiolibros leídos por
voluntarios, que ya tiene casi 40,000 títulos (www.librivox.org).
También ha inspirado proyectos comerciales: Google Books, Netflix,
Spotify.
Un
problema de los libros electrónicos es que se vuelven obsoletos. Los
equipos y programas necesarios para leerlos desaparecen, sustituidos por
otros mejores. La Biblia de Gutenberg todavía es legible, ya no se diga
los libros vendidos con cederrón adicional: diez años después, la
versión digital ya no sirve.
Todas
las nuevas formas de publicar adolecen de limitaciones. Hojear un libro
impreso es importante y fácil, pero hojear un audiolibro o un libro
electrónico es complicadísimo. Tampoco es fácil volver atrás, releer,
saltarse cosas que no interesan.
Un
libro impreso se lee al paso lento o rápido del lector. En los nuevos
medios, el paso lo marca el aparato. Un disco o cinta cuya velocidad se
altera no se entiende: deja de ser legible.
Las
innovaciones no siempre eliminan las soluciones previas. Las repliegan a
nichos de aplicación donde no han sido superadas. El cobre no dejó de
usarse cuando se inventó el acero, ni el acero cuando se desarrollaron
los plásticos.
Las noticias de la muerte del libro son un tanto exageradas.
BLOG ORLANDO TAMBOSI

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