A peste teve um impacto pavoroso: era um hóspede inesperado,
desconhecido e fatal, do qual se ignorava tanto a origem quanto a cura;
por outro lado, afetava a todos, sem distinguir entre pobres e ricos.
Artigo de Antoni Virgili, do National Geographic, via Instituto Independiente:
A mediados del siglo XIV, entre 1346 y 1347, estalló la mayor epidemia de peste de la historia de Europa, tan sólo comparable con la que asoló el continente en tiempos del emperador Justiniano
(siglos VI-VII). Desde entonces la peste negra se convirtió en una
inseparable compañera de viaje de la población europea, hasta su último
brote a principios del siglo XVIII. Sin embargo, el mal jamás se volvió a
manifestar con la virulencia de 1346-1353, cuando impregnó la
conciencia y la conducta de las gentes, lo que no es de extrañar. Por
entonces había otras enfermedades endémicas que azotaban constantemente a
la población, como la disentería, la gripe, el sarampión y la lepra, la
más temida.
Pero la peste tuvo un impacto pavoroso: por un lado, era un huésped
inesperado, desconocido y fatal, del cual se ignoraba tanto su origen
como su terapia; por otro lado, afectaba a todos, sin distinguir apenas
entre pobres y ricos. Quizá por esto último, porque afectaba a los
mendigos, pero no se detenía ante los reyes, tuvo tanto eco en las
fuentes escritas, en las que encontramos descripciones tan exageradas
como apocalípticas.
Sobre el origen de las enfermedades contagiosas circulaban en la Edad Media explicaciones
muy diversas. Algunas, heredadas de la medicina clásica griega,
atribuían el mal a los miasmas, es decir, a la corrupción del aire
provocada por la emanación de materia orgánica en descomposición, la
cual se transmitía al cuerpo humano a través de la respiración o por
contacto con la piel. Hubo quienes imaginaron que la peste podía tener
un origen astrológico –ya fuese la conjunción de determinados planetas,
los eclipses o bien el paso de cometas– o bien geológico, como producto
de erupciones volcánicas y movimientos sísmicos que liberaban gases y
efluvios tóxicos.
Todos estos hechos se consideraban fenómenos sobrenaturales achacables a la cólera divina por los pecados de la humanidad.
De las ratas al hombre
Únicamente en el siglo XIX se superó la idea de un origen
sobrenatural de la peste. El temor a un posible contagio a escala
planetaria de la epidemia, que entonces se había extendido por amplias
regiones de Asia, dio un fuerte impulso a la investigación científica, y
fue así como los bacteriólogos Kitasato y Yersin, de forma
independiente pero casi al unísono, descubrieron que el origen de la
peste era la bacteria yersinia pestis, que afectaba a las ratas negras y
a otros roedores y se transmitía a través de los parásitos que vivían
en esos animales, en especial las pulgas (chenopsylla cheopis), las
cuales inoculaban el bacilo a los humanos con su picadura.
La peste era, pues, una zoonosis, una enfermedad que pasa de los
animales a los seres humanos. El contagio era fácil porque ratas y
humanos estaban presentes en graneros, molinos y casas –lugares en donde
se almacenaba o se transformaba el grano del que se alimentan estos
roedores–, circulaban por los mismos caminos y se trasladaban con los
mismos medios, como los barcos.
La bacteria rondaba los hogares durante un período de entre 16 y 23
días antes de que se manifestaran los primeros síntomas de la
enfermedad. Transcurrían entre tres y cinco días más hasta que se
produjeran las primeras muertes, y tal vez una semana más hasta que la
población no adquiría conciencia plena del problema en toda su
dimensión. La enfermedad se manifestaba en las ingles, axilas o cuello,
con la inflamación de alguno de los nódulos del sistema linfático
acompañada de supuraciones y fiebres altas que provocaban en los
enfermos escalofríos, rampas y delirio; el ganglio linfático inflamado
recibía el nombre de bubón o carbunco, de donde proviene el término
«peste bubónica».
La forma de la enfermedad más corriente era la peste bubónica
primaria, pero había otras variantes: la peste septicémica, en la cual
el contagio pasaba a la sangre, lo que se manifestaba en forma de
visibles manchas oscuras en la piel –de ahí el nombre de «muerte negra»
que recibió la epidemia–, y la peste neumónica, que afectaba el aparato
respiratorio y provocaba una tos expectorante que podía dar lugar al
contagio a través del aire. La peste septicémica y la neumónica no
dejaban supervivientes.
Origen y propagación
La peste negra de mediados del siglo XIV se extendió rápidamente por
las regiones de la cuenca mediterránea y el resto de Europa en pocos
años. El punto de partida se situó en la ciudad comercial de Caffa
(actual Feodosia), en la península de Crimea, a orillas del mar Negro.
En 1346, Caffa estaba asediada por el ejército mongol, en cuyas filas se
manifestó la enfermedad. Se dijo que fueron los mongoles quienes
extendieron el contagio a los sitiados arrojando sus muertos mediante
catapultas al interior de los muros, pero es más probable que la
bacteria penetrara a través de ratas infectadas con las pulgas a
cuestas. En todo caso, cuando tuvieron conocimiento de la epidemia, los
mercaderes genoveses que mantenían allí una colonia comercial huyeron
despavoridos, llevando consigo los bacilos hacia los puntos de destino,
en Italia, desde donde se difundió por el resto del continente.
Una de las grandes cuestiones que se plantean es la velocidad de
propagación de la peste negra. Algunos historiadores proponen que la
modalidad mayoritaria fue la peste neumónica o pulmonar, y que su
transmisión a través del aire hizo que el contagio fuera muy rápido. Sin
embargo, cuando se afectaban los pulmones y la sangre la muerte se
producía de forma segura y en un plazo de horas, de un día como máximo, y
a menudo antes de que se desarrollara la tos expectorante, que era el
vehículo de transmisión. Por tanto, dada la rápida muerte de los
portadores de la enfermedad, el contagio por esta vía sólo podía
producirse en un tiempo muy breve, y su expansión sería más lenta.
Los indicios sugieren que la plaga fue, ante todo, de peste bubónica
primaria. La transmisión se produjo a través de barcos y personas que
transportaban los fatídicos agentes, las ratas y las pulgas infectadas,
entre las mercancías o en sus propios cuerpos, y de este modo propagaban
la peste, sin darse cuenta, allí donde llegaban. Las grandes ciudades
comerciales eran los principales focos de recepción. Desde ellas, la
plaga se transmitía a los burgos y las villas cercanas, que, a su vez,
irradiaban el mal hacia otros núcleos de población próximos y hacia el
campo circundante. Al mismo tiempo, desde las grandes ciudades la
epidemia se proyectaba hacia otros centros mercantiles y manufactureros
situados a gran distancia en lo que se conoce como «saltos
metastásicos», por los que la peste se propagaba a través de las rutas
marítimas, fluviales y terrestres del comercio internacional, así como
por los caminos de peregrinación.
Estas ciudades, a su vez, se convertían en nuevos epicentros de
propagación a escala regional e internacional. La propagación por vía
marítima podía alcanzar unos 40 kilómetros diarios, mientras que por vía
terrestre oscilaba entre 0,5 y 2 kilómetros, con tendencia a aminorar
la marcha en estaciones más frías o latitudes con temperaturas e índices
de humedad más bajos. Ello explica que muy pocas regiones se libraran
de la plaga; tal vez, sólo Islandia y Finlandia.
A pesar de que muchos contemporáneos huían al campo cuando se
detectaba la peste en las ciudades (lo mejor, se decía, era huir pronto y
volver tarde), en cierto modo las ciudades eran más seguras, dado que
el contagio era más lento porque las pulgas tenían más víctimas a las
que atacar. En efecto, se ha constatado que la progresión de las
enfermedades infecciosas es más lenta cuanto mayor es la densidad de
población, y que la fuga contribuía a propagar el mal sin apenas dejar
zonas a salvo; y el campo no escapó de las garras de la epidemia. En
cuanto al número de muertes causadas por la peste negra, los estudios
recientes arrojan cifras espeluznantes. El índice de mortalidad pudo
alcanzar el 60 por ciento en el conjunto de Europa, ya como consecuencia
directa de la infección, ya por los efectos indirectos de la
desorganización social provocada por la enfermedad, desde las muertes
por hambre hasta el fallecimiento de niños y ancianos por abandono o
falta de cuidados.
Las cifras de la peste negra
La península Ibérica, por ejemplo, pudo haber pasado de seis millones
de habitantes a dos o bien dos y medio, con lo que habría perecido
entre el 60 y el 65 por ciento de la población. Se ha calculado que ésta
fue la mortalidad en Navarra, mientras que en Cataluña se situó entre
el 50 y el 70 por ciento. Más allá de los Pirineos, los datos abundan en
la idea de una catástrofe demográfica. En Perpiñán fallecieron del 58
al 68 por ciento de notarios y jurisperitos; tasas parecidas afectaron
al clero de Inglaterra. La Toscana, una región italiana caracterizada
por su dinamismo económico, perdió entre el 50 y el 60 por ciento de la
población: Siena y San Gimignano, alrededor del 60 por ciento; Prato y
Bolonia algo menos, sobre el 45 por ciento, y Florencia vio como de sus
92.000 habitantes quedaban poco más de 37.000. En términos absolutos,
los 80 millones de europeos quedaron reducidos a tan sólo 30 entre 1347 y
1353.
Los brotes posteriores de la epidemia cortaron de raíz la
recuperación demográfica de Europa, que no se consolidó hasta casi una
centuria más tarde, a mediados del siglo XV. Para entonces eran
perceptibles los efectos indirectos de aquella catástrofe. Durante los
decenios que siguieron a la gran epidemia de 1347-1353 se produjo un
notorio incremento de los salarios, a causa de la escasez de
trabajadores. Hubo, también, una fuerte emigración del campo a las
ciudades, que recuperaron su dinamismo. En el campo, un parte de los
campesinos pobres pudieron acceder a tierras abandonadas, por lo que
creció el número de campesinos con propiedades medianas, lo que dio un
nuevo impulso a la economía rural. Así, algunos autores sostienen que la
mortandad provocada por la peste pudo haber acelerado el arranque del
Renacimiento y el inicio de la «modernización» de Europa.
Para saber más
La Peste Negra (1346-1353). La historia completa. Ole Benedictow. Akal, Madrid, 2011.
Historia de las epidemias en España y sus colonias (1348-1919). José Luis Betrán. La Esfera de los Libros, Madrid, 2006.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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