Num livro que também reúne crônicas e cartas com autores como Nabokov, Wilson ensina como fazer uma resenha. Germán Guillón para El Cultural:
Las
redes sociales permiten expresar una variedad de opiniones que
enriquecen el discurso cultural y, a la vez, lo cargan de emociones
encontradas. El me gusta o no me gusta suele dar paso a comentarios
personales que se desvinculan de las reglas establecidas para opinar
sobre la realidad cultural. La crítica literaria ha sido una de las
víctimas propiciatorias de este fenómeno. Por eso este libro,que
presenta la obra crítica del escritor norteamericano Edmund Wilson
(1995-1972), ofrece un oportuno ejemplo de sensatez que permite hacer
una llamada a la coherencia cultural, a anclar el oficio crítico a
normas legítimas y no al capricho personal.
Publicada hace más de quince años en España, esta edición se presenta ahora enriquecida con un nuevo prólogo de Aurelio Major y con crónicas y algunas de sus misivas más relevantes, como las que se cruzó con Vladimir Nabokov en torno a la escritura y la crítica literaria.
En
carta dirigida al entonces crítico y pronto profesor de creación
literaria en Princeton, R. P. Blackmur, fechada el 14 de noviembre
de1929, Wilson explica cómo hacer una reseña. “Existe una tendencia a
tratar la literatura en términos enteramente abstractos, ya sean
filosóficos o psicológicos […] una suerte de escolasticismo literario
que se limita a encajar las cosas en categorías” (pág. 873).
Práctica
que califica de desafortunada. Y añade: “el lector espera que quien
reseña le cuente cómo es el libro, cómo está escrito, qué tipo de
temperamento tiene el autor, y qué suerte de efecto produce” (pág. 874).
Termina pidiéndole que cuando “reseñe para nosotros nos cuente un poco
más sobre el estilo, el ‘ambiente’ y la personalidad del autor” (pág.
875).
Quizás
convenga decir ahora que las revistas en que Wilson trabajó –Vanity
Fair, The New Republic, de la que sería editor en la década de los 30;
The New Yorker y, finalmente, en The New York Review of Books–
constituyen el mejor repositorio cultural de la cultura norteamericana
del siglo XX.
Su
lectura fue obligatoria para cuantos se interesaban por la política y
por las artes, la crítica de libros, de cine, de arte, de música,
precisamente porque siguieron manteniendo a lo largo del tiempo la
esencia de la práctica crítica de Wilson: el deseo de opinar sobre los
desarrollos culturales de acuerdo con las mejores ideas que uno pueda
hilvanar. Sabemos así que sus ensayos, sus cartas, o las piezas cortas
reunidos en este volumen fueron escritos con una expresión clara y
buscando la médula intelectual de la obra o del autor tratado.
Una apostilla a lo dicho: nuestro hombre vivió muy ligado a sus amistades literarias, pienso en Francis Scott Fitzgerald o Irving Howe, y a sus esposas, en especial la novelista Mary McCarthy (1912-1989), y en estrecho contacto con la vanguardia progresista e ideológica de su tiempo. Wilson, igual que André Gide,
viajó a la URSS, y, como el francés, volvió absolutamente decepcionado
por la vida en la Rusia de Stalin. Esto le marcó, porque abandonó la
hermandad ideológica del marxismo que parecía ofrecer entonces una
esperanza de reforma social.
Además,
leer a Wilson supone sumergirse en el universo cultural de la
literatura occidental, especialmente moderna, y hacerlo en la lengua de
cada escritor, porque nuestro crítico se manejaba en francés, alemán,
ruso, además de en su nativo inglés. De los libros aquí representados,
El castillo de Axel: Estudios sobre la literatura imaginativa, 1870-1930
(1931) es el que dejó mayor huella. Acercó al público lector culto
norteamericano a poetas como Rimbaud, Villiers de L’Isle-Adam, William Butler Yeats, Paul Valéry, T. S. Eliot, y a los novelistas Marcel Proust, James Joyce y Gertrude Stein.
De
cada uno explica cómo hacen sentido de la experiencia humana. Y a lo
largo del presente volumen, que reúne piezas de casi todos sus libros y
donde van saliendo, junto a los escritores analizados en El castillo de
Axel, otros favoritos suyos como Henry James, Charles Dickens, Gustav Flaubert, Dante Alighieri,
Aleksandr Pushkin, o los ambientes culturales (Nueva York, París,
Moscú), que resultan objeto de entendimiento de la inquietud de una
mente que quiere comprender lo aportado por la obra individual a la
comprensión del ser humano y de la sociedad en que habita.
Wilson,
cuando escribe sobre James o Flaubert, está afirmando algo relevante
para entender sus obras: ellos fueron escritores que confirieron
dignidad a las novelas dedicadas a tratar la vida moderna. Y pocos
críticos han definido mejor que el norteamericano la aportación de
Proust, el primer novelista simbolista, afirmando la riqueza de su
estilo, o la novedosa representación de la subjetividad ajena, no como
variación de la propia, sino enteramente diferente. Cuando dice que al
leer a Pushkin podemos entender cómo la literatura extiende su efecto,
la comprensión de la vida puede llegar de letras extranjeras.
De
Dickens comenta su lucha por superar el tipo literario, conjugando en
un mismo personaje el bien y el mal, y advierte de la opresión ejercida
por las instituciones o por los propios estados de ánimo. También ofrece
observaciones curiosas, como su poco aprecio de la novela policíaca.
Comentando las novelas de Edith Wharton hace una observación que preludia el siguiente tema, y lo hace a propósito de explicar La edad de la inocencia
sobre cómo el personaje de la condesa Olenska resulta el tipo de mujer
americana europeizada, que regresa a Nueva York, y que despierta amores,
pero con la que nadie se atreve porque su conducta desafía las
costumbres de la ciudad.
La
idea de que los autores deben escribir sobre sus propias realidades
sociales la explica en una esclarecedora pieza del libro, “Dostoievski
en el extranjero” (págs. 287-292). Expone la publicación del diario de
la segunda esposa de Fiodor Dostoievski, donde habla del encuentro del escritor con Iván Turguénev
en Alemania. Los escritores tenían ideas opuestas sobre la relación con
Rusia. Turgueniev no quería saber de su patria, en parte porque
advertía que al faltar en su país una clase media extensa, el lectorado
quedaba reducido a un pequeño círculo de gentes ilustradas.
Dostoievski,
por el contrario, echaba de menos el contacto con la sociedad rusa, su
inspiración. Extiende Wilson esas ideas a los escritores
norteamericanos, que debían limpiar sus lentes de la literatura europea y
escribir sobre la realidad propia, porque quedaban infinitas
injusticias sociales por novelar. Idea que complementa con otros
aspectos, concretamente en Hacia la estación de Finlandia (1941), con la
idea que los hombres pueden configurar la sociedad de acuerdo con sus
aspiraciones humanas.
Así
pues, la crítica literaria de este hombre culto, políglota, lector
infatigable, amante de explicar la aportación de nuestros mejores, nunca
dejó de lado el elemento social de la literatura. Y afirmó el papel
extraordinario que le corresponde por derecho al crítico: ahondar en las
páginas literarias para entender cómo somos las personas, el principal
interrogante que Wilson quería despejar.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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