sábado, 1 de março de 2025

A traição de Trump

 



El presidente de Estados Unidos ha convertido al país líder de las democracias en el principal aliado de las dictaduras. Gabriel Tortella para The Objective:


Ya imaginará el lector que el cambio de pareja a que nos referimos es el abrazo de Donald Trump al tirano Vladimir Putin, junto al hostil ninguneo a Volodimir Zelenski y a Ucrania, y la manifiesta hostilidad hacia Europa que Trump y su equipo han mostrado en las últimas semanas. Quizá fuera más exacto decir que Estados Unidos ha cambiado de pareja al elegir a Trump, porque éste hace ya mucho tiempo que no oculta su afinidad con el más brutal y mortífero gobernante ruso después de Stalin.

Desde 1917, en que Estados Unidos declaró la guerra a la Alemania del Káiser, aquel país había hecho de su colaboración con la Europa democrática una constante de su política internacional. ¿De verdad constante? No exactamente. Estados Unidos ya dio una espantada parecida a la actual en 1920. Las circunstancias no eran idénticas a las de ahora, por supuesto, pero sí muy parecidas. Tras vencer los aliados en la Primera Guerra Mundial, Estados Unidos, bajo la presidencia de Woodrow Wilson, llevó la batuta en las negociaciones de paz en París y Versalles, donde no sólo se firmó el tratado de paz, sino que se creó la Sociedad de Naciones, que iba a ser el gran instrumento para poner en práctica los acuerdos y organizar un nuevo orden mundial, muy distinto y superior al anterior, garantizando una paz duradera.

Hoy bien sabemos que el sueño de Wilson no se realizó, sino que, al contrario, se convirtió en una pesadilla que abocó a la humanidad a la Segunda Guerra Mundial. Y el primer paso hacia el abismo lo dieron los compatriotas del propio Wilson cuando el Senado norteamericano, siguiendo la iniciativa del partido republicano liderado por Henry Cabot Lodge, rechazó suscribir el tratado de la Sociedad de Naciones. El reflejo aislacionista en Estados Unidos no sólo torpedeó la iniciativa internacionalista de Wilson, sino que poco después puso en la Casa Blanca a una ristra de tres presidentes republicanos que tendieron a lavarse las manos ante las crecientes dificultades que el panorama internacional fue desplegando en el variopinto período de entreguerras.

No puede afirmarse que el repudio del Senado estadounidense a la Sociedad de Naciones fuera la causa de la Segunda Guerra Mundial. Fue, solamente, un primer error grave, el preludio al cúmulo de patinazos, desastres y crímenes que tuvieron lugar durante aquellas dos décadas ominosas y que, a la larga, dejaron chiquito al dislate del Senado estadounidense. Entre otros, los propios parlamento y gobierno de la nación americana siguieron desbarrando considerablemente en aquellos años. Pero, desde luego, no fueron los únicos causantes, ni mucho menos, de la marcha hacia el abismo.

Todo esto se ha estudiado intensamente y de ello se han sacado consecuencias. No cabe duda de que la conciencia de los errores cometidos tras la Primera Guerra Mundial sirvió para no repetirlos tras la Segunda, y que la política internacional de los aliados en la segunda postguerra fue muy sabia y condujo a que la Tercera Guerra Mundial no estallara, sino que se redujera a una larga Guerra Fría de unos 45 años que, a la postre, concluyó con una clara victoria para esos mismos aliados.

Ahora bien, el fin de la Guerra Fría ha dado lugar a una nueva situación, muy diferente de la anterior y está por ver que los aliados sean hoy capaces de conducirse con la sabiduría que exhibieron en la década de 1940. Hay numerosas razones para dudarlo.

Quizá la causa principal de la tragedia de entreguerras fuera la incapacidad de los políticos y de los economistas para entender lo que estaba pasando y sus fútiles intentos de resolver los nuevos problemas con remedios antiguos. La única mente que entendió lo que ocurría fue la de John M. Keynes que, con todo, no publicó su nueva teoría hasta 1936, y aún entonces en un libro no para el gran público, sino para «sus colegas economistas», que tardaron años en descifrarlo por entero. Lo que ocurría era que la sociedad democrática de la postguerra era muy diferente de la sociedad liberal de la preguerra y la incomprensión de este hecho, que hoy parece tan obvio, causó el drama de errores y horrores que desembocó en la Segunda Guerra Mundial. Corremos el peligro de que algo parecido ocurra hoy.

Aunque muchos no lo crean, el comunismo no es ya una fuerza considerable en el mundo. El rastro que ha dejado el largo episodio comunista es la dictadura pura y dura. La ideología marxista no es ya hoy, en política, más que una máscara para revestir el populismo de izquierda, sistema demagógico simplista que se utiliza para justificar la dictadura, igual que el nacionalismo, frecuentemente con tintes racistas, es otra careta para revestir el populismo y la dictadura de derecha. En otras palabras, tras el fin de la Guerra Fría, imperan en el mundo dos sistemas políticos antagónicos: la democracia, de un lado, y la dictadura o autocracia, de otro. Las dictaduras raramente se reconocen como tales y prefieren revestirse con ropaje populista, comunista, nacionalista, religioso, etcétera. Los disfraces pueden ser múltiples y variados, pero la naturaleza de las dictaduras es fácil de identificar: un índice infalible es que un presidente se eternice en el poder. Digamos que un mandato de más de diez años ya es muy sospechoso. La no celebración de elecciones, o su trucaje, es otro indicio inequívoco. Un tercer indicador lo constituyen las medidas represivas.

Pero volvamos a Trump. Si bien debe reconocerse que ha sido elegido de modo impecablemente democrático, es dudoso que él sea un demócrata en el sentido pleno de la palabra. Su afirmación sin base alguna de que le robaron las elecciones de 2020 ya es algo muy sospechoso. También lo son sus repetido afirmaciones pre-electorales de que si no ganaba los comicios es que habría habido pucherazo. Aún peor es su colusión con las turbas que invadieron el Capitolio en enero de 2021 para impedir la proclamación de Joe Biden como presidente, junto a las presiones del propio Trump a ciertos funcionarios para que se le atribuyeran votos falsamente y, sobre todo, su actual alianza descarada con Putin y su afirmación de que Zelenski es un «dictador», todo lo cual permite dudar con fundamento de que el presidente americano realmente entienda qué es la democracia, o esté dispuesto a respetarla cuando sus resultados no le agradan. Un buen demócrata sabe perder y Trump no sabe.

Lo más inaudito y escandaloso es que el nuevo presidente americano pretenda poner fin a la guerra de Ucrania reivindicando al agresor y culpando a la víctima por no haberse rendido a éste. Con ello ha dado la vuelta a la política exterior de Estados Unidos y ha convertido al país líder de las democracias en el principal aliado de las dictaduras: ha puesto el mundo al revés. Pretende que tal voltereta está legitimada por las urnas; pero esto no está nada claro. Él anunció en la campaña que iba a poner fin a la guerra de Ucrania en 24 horas (ya lleva retraso); no recuerdo que dijera que lo haría aliándose con el agresor contra la víctima, ni acusando a ésta de ser una dictadura. Una cosa es el aislacionismo y otra muy distinta son el transformismo y la traición.

Otro episodio histórico lamentable y comparable con el actual es el «apaciguamiento de Múnich», cuando, en septiembre de 1938, Neville Chamberlain accedió a la invasión de Checoslovaquia por Adolf Hitler en nombre de «la paz en nuestro tiempo», por lo que Winston Churchill apostrofó que Chamberlain se había humillado para evitar la guerra y que al final cosechó humillación y guerra. Pues bien, comparando con la situación actual, la conducta de Trump es aún peor que la de Chamberlain (que pasó a la historia como un pusilánime desorientado que mereció la diatriba de Churchill), porque Chamberlain no llegó a justificar la invasión alemana ni llamó «dictador» a Edvard Benes, el presidente checoslovaco. Llamar «dictador» a un héroe de guerra como Zelenski, que lucha al frente de su pueblo contra la invasión del «dictador» (éste sí lo es) Putin, es el epítome de la traición de Trump. ¿Hubiera Trump llamado «dictador» a Benes en 1938 por resistirse a la agresión de Hitler, o a Churchill en 1940 por la misma razón? No me extrañaría.

El desvergonzado cambio de chaqueta de Trump ha sorprendido a propios y extraños y a nadie más que a los líderes europeos. Sería absurdo negar que éstos tienen su tanto de culpa por sus políticas dubitativas y egoístas ante la amenaza del imperialismo ruso, y por sus dificultades para ponerse de acuerdo en una política exterior y de defensa. Es cierto que los europeos han confiado demasiado en el paraguas norteamericano y han merecido un revulsivo. Han (hemos) merecido un revulsivo, sí, sin duda; pero lo de Trump ha sido mucho más que un revulsivo: ha sido una traición en toda regla y esto son ya palabras mayores, muy mayores.

Los europeos (tanto los pertenecientes a la Unión como los que están fuera de ella, el Reino Unido, Noruega y Suiza, por ejemplo) deben emprender una nueva dirección conjunta que les capacite para asumir por sí mismos sus responsabilidades colectivas y hacer frente a la amenaza rusa. El primer paso, naturalmente, debe ser manifestar apoyo total y sin reservas a Zelenski en su lucha por la integridad y la independencia de Ucrania, con la clara conciencia de que, al luchar en defensa de Ucrania, Zelenski lucha también en defensa de Europa.

No basta, por tanto, con manifestar apoyo: Europa tiene el deber de arrimar el hombro y prestar toda la ayuda militar necesaria para que Ucrania pueda repeler la invasión rusa. Cueste lo que cueste. El futuro de Europa y el de la democracia en el mundo dependen de ello. La cosa es muy seria. Ya que Trump ha abandonado la causa de la democracia, Europa debe asumirla ella sola. Esperemos que el reciente cambio de rumbo en Alemania como consecuencia de las elecciones generales contribuya a la firmeza de la política europea. Y recordemos: en este importante asunto, Trump no ha contado con Europa; Europa no tiene por qué contar con él. Que arregle solo lo de Ucrania si puede. Y debe darse prisa, porque R
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