domingo, 28 de janeiro de 2024

Espanha a caminho do 'Big Bang'

 

BLOG  ORLANDO  TAMBOSI


Que la política haya sido reducida a la propaganda de las buenas intenciones y a la sustitución de palabras ofensivas es síntoma de una corrupción casi terminal. Javier Benegas para The Objetive:


La reforma constitucional mediante la que el Partido Socialista y el Partido Popular, de mutuo acuerdo, sustituyen el término disminuido por discapacitado, es un ejemplo paradigmático de cómo la política ha devenido en una impostura donde los gobernantes se limitan a hacer propaganda de sus buenas intenciones en vez de asumir compromisos verdaderos.

La idea de que la realidad cambia si cambiamos las palabras sirve para sustituir la siempre arriesgada acción política, que puede ser auditada y contrastada, por una mera demostración de buenas intenciones, cuya elevada moralidad elude la rendición de cuentas. Si lo que el político pretende es moralmente deseable, criticarlo en cualquier forma es inmoral. Así, quien cuestione tan buenos deseos será un indeseable.

Sin embargo, cambiar las palabras no cambia la realidad, tampoco la cambian los buenos deseos. Podemos reemplazar el nombre de disminuido por discapacitado, pero la vida de quienes padecen alguna minusvalía no mejorará si no mejoran sus circunstancias. Las dificultades a las que deben enfrentarse no cambian con la eliminación de la palabra disminuido. Si acaso, con el tiempo, el término discapacitado acabará impregnándose de la misma realidad que convirtió en peyorativo el término anterior, lo que obligará a inventar uno nuevo. Y así sucesivamente.

Son los hechos lo que cuentan, no las palabras. Podemos sustituir el término pobre por persona desfavorecida con el loable fin de evitar que la pobreza se convierta en un estigma. Pero el caso es que, lo llamemos como lo llamemos, su pobreza no desaparecerá. Renombrar esta situación indeseable con un eufemismo es, si acaso, un cruel ejercicio de cinismo. Ser pobre no estaría tan mal y, por lo tanto, comprometerse en cambiar esta realidad no será prioritario. Los pobres recibirán un nombre más piadoso y se enriquecerán en buenas intenciones, pero el hecho que define su pobreza, no llegar a fin de mes, permanecerá inalterado.

No sólo pretender cambiar la realidad mediante las palabras es absurdo, también lo es la grandilocuencia de las buenas intenciones. Declaraciones como «no dejaremos a nadie atrás» son por definición absurdas. Ni el gobernante más intervencionista puede evitar que nadie quede atrás. De hecho, suele suceder lo contrario porque las buenas intenciones y los eufemismos, en el mejor de los casos, sirven para distraer la incompetencia. Y en el peor, para justificar los abusos de poder, el arbitrismo y la corrupción.

En el caso de la violencia de género, declaraciones como «ni una más» no sólo son estúpidas, también ocultan la realidad de que esta variante de la política de las buenas intenciones no ha supuesto ninguna mejora… excepto, claro está, para los políticos, que han incrementado sus presupuestos, su capacidad de colocaciones y su poder. Lo mismo sucede con la promesa de concordia, a propósito de la ley de amnistía, que sirve para justificar la transformación del Estado de derecho en un Estado estamental donde las leyes devienen en privilegios.

Que la política haya acabado reducida a la propaganda de las buenas intenciones y a la sustitución de palabras y expresiones que puedan resultar ofensivas es síntoma de una corrupción casi terminal. Nos advierte de que la racionalidad convencional, según la cual los políticos deberían discriminar alternativas en función del interés general, ha sido sustituida por una racionalidad interactiva que, lejos de atender al interés general, se rige por las reglas de un juego de expectativas mutuas.

Los políticos se condicionan unos a otros, descuentan que ninguno de ellos hará nada que realmente desafíe el statu quo, que ninguno irá más allá de la impostura de los buenos deseos, la propaganda y el eufemismo. Esto los lleva a ignorar la propia orientación moral para centrarse en lo que harán los demás participantes, convirtiendo así la política en una formulación abstracta donde las estrategias no atienden a lo que sería óptimo sino a las expectativas de los jugadores.

Cuando se señala al consenso político como el mal de la política española se suele caer en el error de identificar como su peligro principal la asunción compartida y acrítica de ideas, legislaciones e iniciativas que resultan sectarias y perjudiciales para la sociedad o para muchos individuos. Y ciertamente es así. Sin embargo, lo peor de este consenso es que blinda la incompetencia e institucionaliza ese juego perverso donde los políticos atienden a sus propios intereses, y no al interés general, descontando que los demás harán los mismo.

Es este consenso, que se constituye alrededor de la política de las buenas intenciones y los eufemismos, el más destructivo porque cronifica y agrava los problemas. Condena a los pobres a seguir siendo pobres de forma indefinida, aunque los llame personas desfavorecidas, y además aumenta su número. No aporta ninguna mejora tangible a los discapacitados, al contrario: mientras los distrae con cambios de nombre, desprecia la educación especial. Y lejos de proteger a las mujeres, las usa como pretexto para consumir cada vez más recursos que convenientemente se derraman entre los vericuetos del sistema político.

Con todo, lo peor es que, para los españoles, esta impostura que se ha apoderado de la política, a un lado y a otro del eje ideológico, ha hecho que percibamos la corrupción como una fuerza inescapable que derriba todas las barreras y dicta las reglas de la vida. Y esto no es muy diferente a decir que los españoles interpretamos la vida en términos de corrupción, porque nos hemos acostumbrado a ella; es decir, forma parte de nuestra cultura.

Así, a menudo, cuando protestamos, no lo hacemos porque una arbitrariedad resulte peligrosa para el conjunto de la sociedad o los principios democráticos en general, sino porque consideramos que nos perjudica en particular. Y a la inversa, si la arbitrariedad nos beneficia, tenderemos a desarrollar estrategias que la justifiquen.

En un entorno completamente corrupto, incluso las personas que piensan que la corrupción es moralmente inaceptable probablemente acaben participando de ella porque no ven ningún sentido en hacer lo contrario. De hecho, cuando la corrupción supera un punto de inflexión, corromperse puede convertirse en la única forma de salir adelante. Cuando esto sucede, sólo un Big Bang puede revertir la situación. Pero esta última opción necesita acumular energía y encontrar el momento oportuno. De lo contrario, lejos de mejorar, la situación podría empeorar. Porque si las fuerzas anticorrupción son escasas, carecen de verdadera convicción y no resultan creíbles, acabarán vendiendo buenos deseos; es decir, acabarán sumándose a la corrupción.
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