Com permissão de Sartre e Heidegger, foi Russell o filósofo mais influente do tormentoso século XX. Daniel Tubau para The Objective:
Recientemente
volvieron a las librerías dos viejos libros de un autor que nunca
debería dejar de reeditarse: de la mano de RBA, El poder, y en
Plataforma Editorial, El ingenio y la sabiduría de Bertrand Russell
(Aforismos). Adivinen a qué autor me refiero.
Se
trata, por supuesto, del filósofo que, con permiso del maître a pensér
francés Sartre y del alemán Heidegger, fue el filósofo más influyente
del tormentoso siglo XX: Bertrand Russell. Otro de sus rivales en este
ranking de influencers predigitales, Karl Popper, también admitió en
alguna ocasión que Russell era el pensador más importante del siglo. Fue
precisamente en las habitaciones de Russell en Cambridge donde tuvo
lugar el duelo filosófico entre Wittgenstein y Popper, en el que
Wittgenstein ofreció una diáfana demostración de su desconfianza en el
lenguaje cuando prefirió recurrir a un argumento más contundente que las
palabras, amenazando a su rival con un atizador de chimenea. Popper,
como es sabido, le devolvió el golpe ofreciéndole un ejemplo de
principio moral, que Wittgenstein le había solicitado, en este caso
expresado lingüísticamente: «No se debe amenazar con un atizador de
chimenea a los profesores visitantes».
Cuando
sucedió aquello, Russell ya era un filósofo con una larga historia
detrás: había dedicado diez años a escribir, junto a Alfred North
Whitehead, los Principia mathematica, que bajo su ambicioso título
pretendía ni más ni menos que lograr la fundamentación lógica de la
matemática. El esfuerzo fue intenso y finalmente baldío, cuando Kurt
Gödel hizo público en 1931 su teorema de incompletitud, con el que
demostraba que la matemática o cualquier otro sistema basado en axiomas,
como la lógica, no puede demostrarse a sí mismo. La lucha lógica de los
Principia fue tan agotadora que con el tiempo llevó a Whitehead a
probar suerte en terrenos cercanos a la metafísica, un área en la que
había renunciado a entrar durante sus investigaciones matemáticas, y
escribió Proceso y realidad, que se puede leer en español en la
magnífica edición de Atalanta. Por su parte, Russell, sin abandonar por
completo la lógica, se hizo cada vez más accesible. Algunos filósofos
profesionales y muchos profesores se lo reprocharon, considerando que
había vulgarizado su filosofía para buscar el aplauso de la plebe.
Existen pocas acusaciones más injustas para definir a un pensador que
siempre fue incómodo y que nunca dudó en enfrentarse a las ideas
dominantes, como se ve en las calificaciones que se le dedicaron en más
de una ocasión para definir sus opiniones: «son lascivas, inmundas,
libidinosas, depravadas, eróticas, afrodisíacas, ateas, irreverentes, de
mente estrecha, mentirosas y desprovistas de cualquier fibra moral».
Por
si no lo demostrará el título de uno de sus libros más populares,
Ensayos impopulares, se podrían citar decenas de ejemplos de la
oposición de Russell a todo dogma o imposición social dominante.
Participó en protestas feministas ya en las últimas décadas del siglo
XIX; fue pacifista durante la Primera Guerra Mundial,
lo que lo llevó a la cárcel durante seis meses. Simpatizó con el
anarquismo y más tarde con el comunismo y viajó a la Rusia Soviética,
donde se entrevistó con Lenin, pero aquella experiencia lo convenció de
la crueldad inaudita del sistema y de su líder: «En el curso de la
conversación, fui sumamente consciente de sus limitaciones intelectuales
y de su estrecha ortodoxia marxista, así como de una clara vena de
juguetona crueldad». Russell, en definitiva, fue entonces capaz de
observar lo que una década más tarde, Jean Paul Sartre no vio en la
Unión Soviética de Stalin.
Es
cierto que Sartre y Russell se equivocaron a menudo y no hay razón para
reprochárselo a ninguno de los dos, porque un filósofo puede (y tal vez
incluso debe) equivocarse. Pero más que equivocarse, un pensador
honesto debería reconocer que se ha equivocado, o que ha cambiado de
opinión. Russell lo hizo a menudo, no solo tras perder su fe en el
comunismo soviético, sino también después de abandonar su temprana
afición hacia Kant
y Hegel, o tras dejar de lado su ambicioso empeño de fundamentar la
matemática, o tras su intento de construir un sistema filosófico llamado
monismo neutral, mientras que Sartre pocas veces admitió sus errores de
juicio o sus cambios de opinión. De hecho, cuando Sartre reconoció sus
errores al defender a Stalin, aludió a la ceguera o la miopía, pero no
explicó ciertas afirmaciones que hizo entonces que no se pueden atribuir
a la desinformación, sino más bien a la voluntad de mentir. En
cualquier caso, tras su rectificación, acto seguido se declaró maoísta,
¡en plena Revolución Cultural! No se trata, como en el caso de Russell,
de errores no intencionados, sino de mentiras conscientes, como las que
tanto Sartre como Simone de Beauvoir, Pierre Sollers y tantos otros
intelectuales franceses propagaron contra Pierre Ryckmans, el sinólogo
belga que denunció los crímenes de Mao en 1971, cuando publicó, bajo el
seudónimo de Simon Leys, El traje nuevo del presidente Mao.
A
pesar de su oposición al comunismo, Russell defraudó con toda
contundencia a quienes ya creían que habían logrado encasillarlo,
considerándolo un agente de la CIA o un escritor al servicio de Estados
Unidos, cuando aceptó convertirse en presidente honorario e incluso dar
nombre al Tribunal Russell contra los crímenes de guerra de Estados
Unidos en Vietnam,
que, por cierto, tenía al propio Sartre como presidente ejecutivo. Ya
con 89 años, Russell visitó de nuevo la cárcel, por protestar a favor de
la desobediencia civil y contra la guerra y la proliferación de las
armas nucleares.
La
diferencia entre los dos filósofos quizá se deba a la cercanía de
Russell con el escepticismo, una manera de pensar que adoptó, a veces a
regañadientes, tras sus fracasos en la construcción de una filosofía dogmática.
Russell defendió el escepticismo en Ensayos escépticos, libro que, por
cierto, también merece una reedición. Fue traducido y publicado en 1931
por la editorial Aguilar y de nuevo en 2011 por RBA. Los ensayos que
contiene fueron escritos en la década de los años 20 y en ellos Russell
admite que una de las tareas fundamentales de la filosofía debería ser
«enseñar a vivir sin certezas, pero también sin quedar paralizados por
las dudas».
Las
dos reediciones de Russell ofrecen un contenido dispar. Su libro El
poder es un estudio intenso y deslumbrante acerca de un tema que ha
inquietado a los filósofos al menos desde la República de Platón,
el Arthashastra de Kautilya, o pensadores como Confucio, Han Feizi y Mo
Di en China, pero que se convirtió en un tema obsesivo a partir de El
príncipe de Maquiavelo y el Leviatán de Thomas Hobbes y, por supuesto,
tras las teorías psicológicas de Alfred Adler, que Russell comenta en su
libro, aunque no comparte sus conclusiones. El análisis de Russell
resulta todavía hoy incisivo y penetrante.
En
cuanto a El ingenio y la sabiduría de Bertrand Russell, que recibe el
subtítulo de «Aforismos», se trata más bien de una estupenda selección
de opiniones de Russell acerca de cualquier tema imaginable, ordenadas a
modo de diccionario. Russell nunca fue un creador de aforismos
profesional, como Lichtenberg, el príncipe de Ligne o Nietzsche, y
tampoco un autor que trufara sus libros de frases ingeniosas y
paradójicas, a la manera de William Shakespeare,
Oscar Wilde o Gilbert Keith Chesterton, pero es obvio que todo gran
pensador esconde en sus libros una buena colección de ideas brillantes,
dignas de ser subrayadas. Lester E. Dennon se preocupó en 1951, sin duda
para aprovechar la creciente fama mundial de Russell tras recibir el
Premio Nobel en 1950, de recopilar algunas de las mejores ideas de
Russell. Sus lectores se lo agradecemos, y lo tomamos como una
incitación a leer después el texto completo, invitación que el propio
Dennon nos lanza. Ofrezco aquí dos de los aforismos: «La metafísica
ética es fundamentalmente un intento, por disimulado que sea, de
conferir fuerza legislativa a nuestros propios deseos», y «La ortodoxia
es el sepulcro de la inteligencia, cualquiera que sea la ortodoxia en
cuestión. A este respecto, la ortodoxia de los radicales no es mejor que
la de los reaccionarios».
Sirva
como cierre de este artículo una de las pocas frases de Russell que sí
parecen escritas para convertirse en un aforismo digno de ser recordado
por la posteridad, muy semejante a aquello que dijo Kant, pasión juvenil
de Russell. Dijo Kant: «Dos cosas llenan mi ánimo de creciente
admiración y respeto a medida que pienso y profundizo en ellas: el cielo
estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí».
Bertrand
Russell, por su parte, dijo en Para qué he vivido, un texto que no se
incluye en la antología de aforismos puesto que lo escribió mucho más
tarde: «Tres pasiones simples, pero abrumadoramente intensas, han
gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una
insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad». Sirva como
recuerdo emocionado de este pensador al que su biógrafo Alan Wood
definió como un «escéptico apasionado».
Postado há 3 weeks ago por Orlando Tambosi
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