A boa filosofia, ainda que por desgraça ocupe em muitas livrarias a mesma estante de um ou outro gênero fraudulento, não funciona como a autoajuda. É bom perguntar-se se necessitamos ou não conhecer desde cedo o que podem nos ensinar Kant, Aristóteles ou pessoas como minha mãe, mas sabendo que cada possível resposta requererá uma sólida defesa filosófica. Miguel Antón, Alberto Wagner e Pedro Lecanda para The Objective:
Seamos claros desde el principio: la filosofía
no te hace más feliz, ni mejor persona. Mi madre, sin ir más lejos,
jamás ha leído a un filósofo, ni falta que le hace. No necesita haberse
devanado los sesos con Kant y Aristóteles para ser una de las mejores
personas que conozco. Probablemente, la filosofía no te ayude –a la hora
de la verdad– a saber cómo educar de la mejor forma a tus hijos, ni a
afrontar la muerte de un ser querido, así como tampoco a elegir pareja o
amigos. En definitiva, es posible que no te dé las respuestas que
necesitas en los momentos más importantes de tu existencia. O peor,
puede incluso que te las dé pero te dejen indiferente.
Siento
defraudar a aquellos que pensaban, desde fuera, que la filosofía podía
ayudar a todas esas cosas –claro que entonces no se comprende por qué no
han entrado ya en sus fauces; quizá no se lo tragan del todo, y hacen
bien, no como los que caímos en la trampa como bobos–. La (buena)
filosofía, aunque por desgracia ocupe en muchas librerías los mismos
estantes que algún que otro género fraudulento, no funciona como la
autoayuda. Te he ahorrado muchas, muchísimas horas de tu vida, así que
puedes dejar de leer aquí. No hay de qué.
Si
todavía no te he convencido y sigues leyendo esto, quizá se deba a que
aún conservas algo de esperanza. O, tal vez, no estás en absoluto de
acuerdo con lo anterior, y crees que la filosofía verdaderamente
satisface esas necesidades vitales. Eso dependerá, por supuesto, de cómo
entendamos la disciplina, lo que nos conduce a una pregunta importante:
¿qué demonios es la filosofía? Pues bien, para poder responder a esa
cuestión será necesario, ya de partida, llevar a cabo un ejercicio
filosófico. Y siento decepcionarte de nuevo, pero no existe una única y
definitiva respuesta. Sucede que cada filósofo tiene su propia idea
respecto de qué es, qué problemas aborda y de qué manera. Heidegger,
Ortega y Gasset, Gustavo Bueno, Deleuze, Guattari, Agamben, Hannah
Arendt, Feinmann o Bunge, por mencionar algunos, tienen todos ellos un
libro titulado, precisamente, «¿Qué es la filosofía?».
Llegados
a este punto, imagino que la confusión será enorme. Si cada filósofo
tiene una definición diferente, entonces estarás tentado a razonar lo
siguiente: «Si entre ellos mismos no se ponen de acuerdo, quiere decir
que aquello que concierne a la filosofía, empezando por su propia
noción, tiene un carácter relativo, es decir, que todo vale, y que por
lo tanto también lo que pueda pensar yo sobre ese asunto. Así que para
qué adentrarme en esa disciplina tan oscura que ni si quiera puede dar
una respuesta definitiva a en qué consiste». ¡Error! Resulta que, aunque
no lo sepas, del mismo modo que había que filosofar para saber qué es,
al decir eso también estás haciendo filosofía, sólo que de una manera
burda.
Permíteme
esta grosera analogía: estarías adoptando el papel del cuñao’ que te
dice con un exceso de confianza, pero sin tener ni idea de lo que está
hablando, que eso (sea lo que sea) él lo solucionaría en un periquete
así o asá. Vamos, que intentando huir de ella acabarías por abrazarla,
pero torpe y malamente. Así que, como tantas veces se ha dicho ya, no
existe la posibilidad de darle la espalda a la filosofía, sino que, al
ignorar su historia y también sus planteamientos actuales, se estará
siendo un mal filósofo. Tan pésimo, seguramente, como el cuñao’
solucionando tus problemas de boquilla. La filosofía no es necesaria,
como tantas veces se dice a modo de eslogan. Al menos no en el sentido
que le quieren dar algunos, es decir, el de beneficiosa; si la filosofía
es necesaria lo es en un sentido más escolástico, esto es, el de
inevitable.
¿Y
qué pasa entonces con el problema que tenemos encima de la mesa estos
días, sobre si Filosofía y Ética deben o no estar en las aulas de la ESO
y Bachillerato? (Recordemos que el PSOE ha incumplido el pacto del
Congreso en el que aseguraba que se recuperarían las horas lectivas de
estas asignaturas en el ciclo educativo). En esto hay que ser también
honestos y abandonar la ingenuidad a la que algunos acuden como
trinchera. La defensa del gremio de profesores de secundaria, del todo
lícita y, aquí sí, recomendable, no debe confundirse con la defensa de
la filosofía en general. De hecho, aunque pueda sonarte extraño, una
cosa y la otra tienen muy poco que ver.
El
estudio de la historia de la filosofía, con esa lista de nombres
lejanos, no asegura ni mucho menos la buena salud y la fecundidad de la
disciplina. Que a un jovencito confuso le dé clases un Merlí no quiere
decir que después vaya a convertirse en un gran ensayista, ni que vaya a
escribir un tratado que aporte algo sustancial a la historia del
pensamiento. Es más, muchos de los grandes filósofos no fueron
profesores, sino que se dedicaban a cualquier otra cosa –Spinoza a
pulir lentes, Voltaire a traficar con esclavos (ya advertíamos al
principio que ser filósofo no te hace necesariamente buena persona)–, y
desarrollaban sus teorías en el ámbito privado, al margen de la
academia.
Sería
conveniente preguntarse cuántos de los profesores que pretenden
defender la filosofía lo hacen realmente, más allá de querer conservar
sus empleos. Es decir, cuántos se toman en serio el contenido que
imparten, cuántos se dedican a seguir estudiando una vez han obtenido su
plaza, cuántos tratan de aportar ideas originales a su presente. Pues
ya te lo digo yo: muy pocos. Cómo quieren despertar el interés entre los
alumnos que van al instituto, cómo quieren defender la filosofía, si
después cuando terminan de dar una clase se olvidan del quehacer
filosófico.
Los
que tengan algún interés particular en la materia, por su parte,
estarán ya hartos de elogios que subrayan la belleza de la inutilidad de
la filosofía, su carácter excepcional y precioso en un mundo que funda
su ética, estética y antropología en el desdén mercantil a lo valioso. A
lo que nos hace –dicen– realmente humanos, atentos a los parámetros de
la vida buena. A menudo, estas loas (acertadas en el fondo) cargan su
poesía de un aire de funeral, como quien destaca las virtudes de un
recién fallecido en el día de su entierro.
La
razón por la que este discurso no convence más que a los que ya estaban
persuadidos seguramente sea que el sentido común percibe una disonancia
entre su letra y la realidad de la filosofía académica, que sin duda no
agota el territorio total de esta disciplina (que se caracteriza,
precisamente, por ocuparse del todo). Hay quien ha distinguido entre
problemas de la filosofía y problemas de filósofos. Los primeros, por lo
recién dicho, conciernen a todos; los segundos no importan a –casi–
nadie. Convendría entonces preguntarse si la filosofía administrada en
los centros educativos, al orillar a esos segundos problemas, ha
convertido la crisis de la filosofía en un problema gremial.
En
definitiva, las malas noticias para la filosofía pueden empujar a la
necesidad de una reflexión crítica que dote de un nuevo impulso a la
disciplina y la coloque en el lugar que por naturaleza sólo ella puede
ocupar: la de un saber no especializado que, en conversación con las
técnicas y las Artes, las dote de sentido y las coordine, como saber
imprescindible en un tiempo de disrupciones, riesgos e incertidumbres.
La
defensa puramente negativa de la filosofía seguramente sea baldía
aunque, a la vista de la alternativa, más que convincente. Y es que es
mucho más provechoso estudiar una somera lista de autores a vuelapluma
que conformarse con conocer los designios de un único pensador: el
Ministerio del Interior y un coro de técnicos diletantes que elevan sus
prejuicios y deseos a filosofemas. El equilibrio que se impone es, por
tanto, esbozar una defensa autocrítica pero no autodestructiva que
señale al tiempo la necesidad de la filosofía y su estatuto privilegiado
respecto de la barbarie de la especialización y el pensamiento escrito
en páginas del BOE.
Lo
cierto es que el punto crítico para la enseñanza de la filosofía en el
que nos encontramos se da tanto en el instituto como en las
universidades. Sin duda, hemos caído en dinámicas viciosas que alejan el
espíritu filosófico de las aulas. A la vista de este escenario, se
necesita, en primer lugar, recuperar la discusión. La filosofía no puede
seguir explicándose sin dejar hueco (el principal) a la exposición
argumentativa, puesto que su ejercicio se lleva a cabo,
fundamentalmente, en el diálogo. Y ese diálogo sería mucho más
fructífero si, en vez de plantear la disciplina como un acrítico barrido
de autores –jamás se cuestiona por qué entran unos y no otros– se
discutiesen temas en particular. De ese modo, los argumentos de los
diferentes pensadores podrían ser utilizados por los alumnos como
herramientas con las que construir sus propios razonamientos.
En
la universidad, donde se presupone un mayor interés por parte del
alumnado, lo suyo sería discutir desde la lectura de los textos
fundamentales. No podemos, evidentemente, abarcar todos los grandes
pensadores en cuatro años. Eso no es lo importante; se debería, por el
contrario, capacitar a los estudiantes para que ellos mismos puedan
enfrentarse a los pensadores que elijan. Para que sean filósofos
creativos que hagan uso de la historia del pensamiento y puedan razonar
en la actualidad, recuperando, como apuntábamos, el diálogo socrático y
la antigua disputatio.
Ese
diálogo, por supuesto, una vez adquirido y trabajado podrás ejercerlo
allá donde vayas, te dediques a lo que te dediques. Porque, entre otras
cosas, lo bueno que tiene la filosofía es que opera en todas partes.
Este debería ser el sentido que le diésemos a ese otro eslogan, el de
«sacar la filosofía a la calle». No el de dar clase a la intemperie,
como hemos visto que hacen algunos profesores de instituto recientemente
por el día mundial de la filosofía, confundiendo el significado literal
con el alegórico, y condenando a los chavales a sentarse en el suelo, a
pasar frío y a coger un constipado. Que a nadie le extrañe después el
aborrecimiento de los alumnos y la fama de lunáticos que se ganan a
pulso algunos docentes.
Cuando
salgas del trabajo, de ese puesto utilísimo –qué duda cabe– con el que
te ganas la vida, tal vez te veas obligado a rellenar el tiempo de
alguna manera y te encuentres así con algún artículo puñetero como este,
que problematice cuestiones de tu presente. Si, pongamos por caso,
tienes hijos (o piensas tenerlos), no podrás negar que el asunto del
contenido de la enseñanza obligatoria te toca de lleno. Para decidir qué
es lo mejor, si incluir o no la filosofía en el programa educativo,
deberás saber primero qué es la filosofía y, además, tratar de
esclarecer qué es lo más conveniente tanto para ti como para tus hijos,
para el prójimo o también (si nos ponemos estupendos) para el mundo en
su conjunto.
Siento
decirte que una vez te hayas preguntado por esas cuestiones y hayas
tratado de darles respuesta te habrás convertido, quizá sin darte
cuenta, en filósofo. Seguramente en uno mucho más avezado que antes de
alimentar esos quebraderos de cabeza. No hay duda de que entonces ya no
te resultará indiferente descubrir respuestas, porque no esperarás
recibirlas pasivamente, como quien acepta un consejo barato de un libro
de autoayuda. Ahora serás tú quien las encuentre, hallando también con
algo de suerte buenas dosis de sentido.
Es
bueno preguntarse si necesitamos o no conocer desde temprano lo que
puedan enseñarnos Kant, Aristóteles o personas como mi madre, pero a
sabiendas de que cada posible respuesta requerirá una sólida defensa
filosófica.
Postado há 3 weeks ago por Orlando Tambosi
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