BLOG ORLANDO TAMBOSI
A historiadora Katherine Harvey derruba os mitos em torno das relações sexuais na Idade Média em um livro divertido, cheio de episódios picantes e extravagantes cópulas com o demônio. David Barreira para El Cultural:
En el imaginario popular la conexión entre sexo y Edad Media
conduce a un escenario marcado por la violencia, la misoginia y la
depravación. Lo han fomentado películas como Braveheart y el recurrente
—pero falso— derecho que tenían los señores medievales de tomar la
virginidad de una novia en su noche de bodas. Otra creencia arraigada es
que en esta época todo el mundo estaba reprimido debido a la influencia
de la Iglesia, y que los maridos celosos recurrían al cinturón de
castidad —otro mito— para que sus esposas no mantuvieran relaciones
adúlteras mientras estaban fuera de casa.
Un
relato iluminador sobre la sexualidad medieval, sin estereotipos, es lo
que presenta la historiadora británica Katherine Harvey en Los fuegos
de la lujuria (Ático de los Libros). El ensayo, riquísimo en anécdotas
crudas, desternillantes y pornográficas, bebe de la información recogida
en una gran cantidad de tratados médicos, leyes y sentencias que
constituyen una sugerente inmersión en los secretos de alcoba de Europa occidental entre los años 1100 y 1500, aproximadamente.
El
sexo en la Edad Media discurría entre lo simple —se consideraba que lo
fundamental era que los hombres llevasen a cabo la penetración y las
mujeres la recibiesen— y las aguas pantanosas, entre la reproducción, el
placer y el pecado. Harvey indaga en los preceptos morales que
gobernaban las relaciones prematrimoniales, cómo se abordaban las violaciones
—en el Dijon del siglo XV hubo una epidemia de ataques grupales
perpetrada por jóvenes jornaleros e hijos de la burguesía— y los abusos
infantiles o los mecanismos para perseguir la homosexualidad, denunciada
como sodomía.
Detalle de 'Betsabé bañándose' (1498-1499), de Jean Bourdichon, miniatura de 'El libro de las horas de Luis XII).
Si
bien en la narración abundan casos extremos —un arzobispo que tuvo 65
hijos o un cura que murió tras supuestamente masturbarse setenta veces
seguidas pensando en una joven—, la autora reconoce que la mayoría de experiencias sexuales medievales
deben situarse entre la diversión y la violencia. "La mayoría de los
testimonios recogidos corresponden a condenas y escándalos de la vida
pública, además de a textos moralizantes contra el pecado. Pero todo
apunta a que la mayoría de las parejas transitaban sin mayores
sobresaltos del altar a la tumba con una vida sexual seguramente
aburrida".
La única postura aprobada por la Iglesia
para la reproducción era la del misionero —las otras se creía que
podían provocar discapacidades físicas en el feto—. Un manual de
conducta alertaba que acostarse con una fémina durante la menstruación
podría engendrar "hijos leprosos".
En
cuanto al adulterio, en las ciudades eslavas, por ejemplo, la muerte
fue el castigo habitual hasta el siglo XV, cuando se sustituyó por el
destierro y los castigos corporales. En 1432, la esposa de un sastre fue
atada al "caballo", un instrumento de torutura triangular que podía
dañar de manera grave los genitales, marcada en el rostro con un hierro
candente, azotada y expulsada de la misma ciudad. En otros lugares la
consecuencia más habitual para las féminas era la amputación de la
nariz.
La
falta de intimidad fue una de las principales características de la
Edad Media. Había familias enteras que vivían en una sola habitación, y
de ahí que los juicios por adulterio estén llenos de testigos.
Masturbarse estaba peor visto que mantener relaciones sexuales con una
madre o una hermana. El sexo oral apenas se practicaba. "Es posible que
esto pareciera repugnante en especial para una sociedad que asociaba la
parte superior del cuerpo con Dios y la moralidad, y la inferior, con la
suciedad y el pecado; poner la boca en contacto directo con los
genitales era mancillar un órgano hecho para cosas mejores", escribe
Harvey.
En
el apartado de métodos extravagantes, algunas fuentes sugerían que el
hombre debía untarse el pene con ungüentos o incluso pimientos
masticados para provocar en la mujer un "increíble deleite". Para
recuperar la virginidad perdida, ellas debían colocarse sanguijuelas o
intestinos de paloma en la vagina. Durante las epidemias que asolaron Europa
los siglos XIV y XV, los médicos advirtieron que un exceso de sexo
abría los poros e incrementaba la vulnerabilidad de los hombres.
La
transgresión máxima consistía en mantener relaciones sexuales con el
demonio. En el siglo XII un clérigo relató el caso de un joven monje que
había perdido su virginidad a manos de uno de estos seres: cada vez que
intentaba rezar, "un espíritu maligno se le acercaba, ponía sus manos
sobre sus órganos genitales y no dejaba de frotar su cuerpo con el suyo
hasta que se agitaba tanto que se contaminaba con una emisión de semen".
Pero
probablemente el episodio más exagerado del libro —todo el rato
sobrevuela la pregunta de qué es verosímil y qué no— es el de Simón, un
artesano de Venecia acusado de tener acceso carnal con su cabra. En el
juicio alegó que "no había podido mantener relaciones sexuales con una
mujer ni masturbarse durante más de tres años debido a un accidente". Un
equipo de médicos y cirujanos lo examinaron y comprobaron que era capaz
de tener una erección, pero "tenía un defecto en los testículos que le
dejaba poca sensibilidad y, en consecuencia, no podía emitir esperma ni
curarse". Incluso se llamó a dos prostitutas para que "realizaran
numerosos experimentos" con el fin de probar la defensa del hombre. ¿El
fallo? Fue calificado de sodomita pero se salvó de la pena de muerte. A
cambio, lo marcaron, golpearon y le cortaron una mano.
Postado há 1 week ago por Orlando Tambosi
Nenhum comentário:
Postar um comentário