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O humanismo, em sua transversalidade temporal e geográfica, descobre e consolida uma visão do saber para a vida que, em pleno século XXI, é inevitável. José Luis Trullo para Entreletras:
Hay
quien piensa que la cultura occidental ha decidido darse por terminada y
“cancelar” todos aquellos conceptos que han constituido sus cimientos
durante más de dos milenios y medio. Uno de ellos es el de humanismo,
entendido como una tradición intelectual formada por la confluencia del
legado judeocristiano con el grecolatino, en virtud de la cual pueden
congeniar, en una dialéctica fecunda, Platón y San Agustín, Aristóteles y
Santo Tomás, Cicerón y San Jerónimo u Horacio y Fray Luis de León. Y es
que, por mucho que pueda sorprender a algunos, ni griegos ni romanos
eran unos paganos carentes de cualquier sentido de la trascendencia, ni
los pensadores cristianos se mostraron insensibles a la potencia
reflexiva del pensamiento heleno ni a la donosura estilística de los
oradores latinos; de hecho, los frutos más granados de la cultura
occidental resultan inconcebibles sin dicha síntesis, más o menos
armoniosa según los casos.
Según
esta perspectiva (que no es la única, desde luego, pero que es la que
yo defiendo), el humanismo sería, ante todo, un marco intelectual de
referencias, un mapa común de autores y categorías que abordan, analizan
y tratan de resolver problemas durables que atañen a la esencia misma
de “lo humano”, más allá de sus obvias variaciones epocales: temas como
la naturaleza del hombre, sus límites y potencialidades, las condiciones
del conocimiento, los términos en que se desarrolla la convivencia en
sociedad, el sentido de la vida —y su consumación: la felicidad— y la
pregunta acerca de la trascendencia, tanto aquí en la tierra como, en su
caso, más allá de la muerte, recorren de cabo a rabo la historia
intelectual y espiritual de Occidente, si bien el énfasis en unos u
otros varía en función de los tiempos y los temperamentos personales de
quienes reflexionaron sobre ellos.
Esta
concepción del humanismo como una vasta malla de alusiones que
desbordan los espacios y los tiempos, y en virtud de la cual los vivos
atienden y acogen a los muertos, los creyentes a los gentiles y los
habitantes del norte a los del sur (y viceversa), aparte de establecer
un territorio compartido de diálogo y tolerancia mutua —dos de los
valores humanistas por antonomasia—, plantea una primera exigencia: la
de esforzarse en superar la tentación de atenerse a lo que hay, aquí y
ahora, para salir al encuentro de lo que hubo antes y en otros lugares.
¿Y cuál es la herramienta que nos permite acceder a ello? Sólo hay una:
el saber.
Entiendo
el saber, no sólo como un patrimonio de conocimientos fehacientes
reunidos en un corpus más o menos estable, sino en cuanto aventura
existencial: un compromiso activo, decidido e irrenunciable por salir en
busca de la verdad, allá donde more (y suele complacerse en
escabullirse cuando uno cree haberla atrapado), y convertir dicha
búsqueda en una forma de vida. Este saber no se conforma con lo
consabido, ni se echa a dormir tras constatar una certeza; asume que
todas las conclusiones son provisionales, si bien es cierto que unas
apuntan a lo esencial más que otras, hechizadas por lo accesorio; es un
saber peregrino, trashumante como la vida misma (de homo viator ha
calificado al hombre la tradición humanista), ambicioso en sus metas
pero humilde en la conciencia de sus limitaciones congénitas; y, sobre
todo, es un saber que no se contenta con pervivir encerrado en las
bibliotecas, los museos y las universidades, sino que penetra todo el
ser del hombre y sale al ágora a azuzar (tábano, llamaban a Sócrates sus
compatriotas) a quienes tal vez preferirían seguir ahormados a los
estrechos márgenes de su hic et nunc.
El
saber humanista es un desafío que nos conmina, por un lado (el más
evidente), a ensanchar nuestro horizonte intelectual, a dotarlo de
herramientas analíticas en aras de un conocimiento fidedigno de la
realidad —presente, pero también pretérita—, pero por el otro (quizás el
más importante) a renunciar a cualquier clase de estasis existencial.
Un humanista es un hombre siempre en construcción, atento a los
hallazgos que le salen al paso durante sus pesquisas constantes, casi un
detective del ser: del suyo propio, en última instancia. Saber es
saberse: queremos conocer para averiguar qué es lo que somos, cuál es el
espacio en el que nos podemos desenvolver sin incurrir en delirios ni
mixtificaciones. La verdad nos hace libres porque nos vuelve (más)
conscientes, y en esa lucidez obtenemos, sí, cierto consuelo para
nuestras angustias cotidianas, pero también esperanzas de poder
sofocarlas alcanzando un grado de comprensión superior que reduzca su
capacidad nociva y paralizante.
El
humanismo, en su transversalidad temporal y geográfica, descubre y
consolida una visión del saber para la vida que, en pleno siglo XXI,
resulta insoslayable. Ya no se trata de defender una tradición porque es
la nuestra (eso lo hacen todas las civilizaciones), sino porque es la
que mejor servicio rinde a la verdad del hombre. Ahora que se pone en la
picota incluso su propia dignidad, al equipararlo al resto de seres
vivos en cuanto meros “sintientes” y abjurando de la razón y del
espíritu como instancias eminentes de la especie, el humanismo sigue
clamando —quién sabe si pronto en el desierto— que, como advertía
nuestro Gracián, “no se vive si no se sabe”, y que sin atender a esa
dimensión existencial el conocimiento no es más que un arsenal de datos
estériles e irrelevantes.
Postado há 1 week ago por Orlando Tambosi
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