BLOG ORLANDO TAMBOSI
O
romancista russo responsabilizou o Ocidente por propagar o niilismo e a
desesperança, afirmando que somente a "alma russa" poderia oferecer uma
alternativa saudável a uma humanidade tomada pela angústia e pelo medo.
Rafael Narbona para El Cultural:
Nabokov no comprendía a Dostoievski.
Opinaba que sus novelas solo eran una deplorable combinación de caos y
sentimentalismo. No soportaba su fervor religioso y su exaltación del
pueblo ruso. A veces, las grandes antipatías surgen de secretas
afinidades u obsesiones comunes. Nabokov y Dostoievski se asomaron a los
mismos abismos: las pasiones desordenadas, las miserias de la razón, la
impotencia ante la vida, el tacto áspero de la muerte, el filo acerado
de las ideas.
Nabokov
respondió a esos desafíos con escepticismo y desencanto, buscando en la
literatura el orden que no apreciaba en el universo. La belleza le
parecía el único consuelo al que se podía apelar desde la razón. En
cambio, Dostoievski se refugió en la tradición y la fe. Responsabilizó a
Occidente de propagar el nihilismo y la desesperanza, afirmando que
solo el alma rusa, fiel a las enseñanzas del cristianismo primitivo,
podía ofrecer una alternativa saludable a una humanidad sumida en la
angustia y el miedo.
El
tiempo parece haberle dado la razón a Nabokov, pero se trata de una
victoria amarga, pues el desencantamiento del mundo ha producido un
infortunio colosal. El hombre ha interiorizado que solo es una mota
insignificante en un cosmos frío e indiferente y no percibe otro
horizonte que la nada. El refinado y cínico Humbert Humbert se mofa del
Príncipe Myshkin, un "idiota" que intentó obrar éticamente y al que la
historia ha vapuleado sin compasión. Los libertinos han silenciado a los
santos, celebrando el placer y el instante.
La
carcajada estridente del Marqués de Sade es la melodía triunfante de
nuestro tiempo. Nabokov no ha cesado de coleccionar "nínfulas",
criaturas tan frágiles como esas mariposas que cazaba con su red y
clavaba en un cartón. En cuanto a Dostoievski, se reconoce su genio
literario, pero se escarnecen sus ideas. Arrodillado ante un icono, su
imagen parece tan anacrónica como las reliquias de un viejo monasterio
ortodoxo.
"Si
Dios no existe, todo está permitido", sostiene Iván Karamázov. El
actual concepto de la ética repudia esa reflexión, pues presupone que la
moral es autónoma y no necesita un fundamento sobrenatural. La
autonomía es un principio líquido que abona una perspectiva relativista.
Si la razón humana es la única legisladora, ¿qué impide que los valores
se desplacen o inviertan según las épocas? Para los héroes de la
Ilíada, rematar al adversario herido y vencido no era una abominación,
sino un acto virtuoso. Aquiles se compadece de Príamo, pero no lo hace
por razones sentimentales.
En
el mundo antiguo, perdonar al enemigo derrotado acredita magnanimidad,
grandeza, no compasión. El perdón implica poder, magnificencia. Es un
lujo, casi un despilfarro. No está al alcance de los débiles. Es una
prerrogativa exclusiva de los grandes caudillos. Es lo que intenta
explicarle Oskar Schindler al brutal Amon Göth, comandante del campo de
concentración de Plaszow, en la famosa película de Steven Spielberg, pero el oficial nazi prefiere continuar satisfaciendo su instinto criminal.
Nietzsche
consideraba que la magnanimidad era superior a la compasión. Su
filosofía es un intento de restaurar la moral de Odiseo, Aquiles y Áyax
el Grande. El superhombre es magnánimo, pero no compasivo. El filósofo
alemán admiraba a Dostoievski por su intuición psicológica, por su
capacidad de describir el paisaje interior de un hombre atormentado, por
su recreación del resentimiento, la impotencia y el nihilismo. Estaba
de acuerdo en que si Dios no existía, todo estaba permitido, pero no le
desagradaba que fuera así, pues pensaba que la legitimidad de la moral
procedía de la fuerza y no de sentimentalismos decadentes y opuestos al
sentido ascendente de la vida.
Nabokov
no es un filósofo, pero comparte con Nietzsche el desprecio por la
tradición judeocristiana. No piensa que el hombre sea algo sagrado. No
pretende invertir los valores. Simplemente, cree que no existen. Humbert
Humbert deshumaniza a Lolita sin que le estorbe la mala conciencia. En
cierta manera, es el heredero del Marqués de Sade, pues interpreta la
vida como juego, exceso, éxtasis. Ni siquiera está cerca de Raskólnikov,
pues este mata a la usurera para liberar a su hermana de un matrimonio
indigno. Lolita no es simplemente una víctima. Simboliza la destrucción
de la inocencia en un entorno contaminado por la frivolidad, el hastío y
el cinismo.
En
Los demonios, Dostoievski también aborda el tema de la inocencia
profanada, pero no desde la perspectiva de Nabokov, sino desde el prisma
de Nietzsche. Stavroguin viola a Matryosha, una niña de once años —la
edad de Lolita— para demostrar que puede usurpar el lugar de Dios,
decidiendo sobre la vida y la muerte de los otros. No acepta ningún
mandato externo, pues cree en la autonomía absoluta de su voluntad. No
comete su crimen con placer morboso, como Humbert Humbert, sino con
desgana y hastío. "Su malignidad —explica Dostoievski— era fría,
tranquila y, si se puede decir así, racional; por tanto, la más
repugnante y terrible de entre todas las posibilidades".
Su
regla de oro es que no existen ni el bien ni el mal. Las categorías
morales solo son prejuicios. Sin embargo, no puede evitar sentir lástima
por su víctima, un sentimiento que lo enloquece y acaba llevándolo al
suicidio. Humbert Humbert jamás conocerá el remordimiento. Solo le
aflige la frustración de haber perdido a Lolita y, lejos de quitarse la
vida, asesinará a Clare Quilty, otro perverso y el hombre que le ha
arrebatado a su "nínfula".
Stavroguin
pertenece a esa aristocracia educada en Occidente incapaz de comprender
el alma del pueblo ruso. Por el contrario, María Lebyadkin, su esposa
enferma y virginal, encarna las virtudes de ese pueblo desdeñado por los
intelectuales y las clases altas. Inocente y sin malicia, su
religiosidad desprende una sabiduría ancestral. Para ella, "la Madre de
Dios es la gran madre, la tierra húmeda".
La
obligación del ser humano es cuidar y cultivar esa tierra para que
proporcione frutos. Para Dostoievski, la salvación de la humanidad solo
puede venir de la fe sencilla del pueblo, que inspira hermosos gestos
como la de esa niña de diez años que le dio una limosna cuando se
hallaba deportado en Siberia y tiritaba de frío en una estación de tren
en compañía de otros condenados. Conmovida por su miseria, la niña, una
pobre campesina, se desprendió de una moneda, depositándola en su mano y
le dijo: "Por el amor de Cristo".
En
la estepa, Dostoievski aprendió que cuando el hombre pierde toda
esperanza, se convierte en un ser abyecto o muere de dolor. Hijo de su
siglo, todas las dudas y vacilaciones se disolvieron con el hambre, el
frío y los malos tratos. Su conversión no se debió a una convicción
racional, sino a un impulso del corazón semejante al de Kierkegaard,
que descartó la posibilidad de la certeza en el terreno de lo
espiritual. "Si alguien me demostrase que Cristo está fuera de la
verdad, y que, en realidad, la verdad está fuera de Cristo —escribe
Dostoievski—, entonces preferiría quedarme con Cristo antes que con la
verdad".
Nabokov
detestaba ese razonamiento, pues no creía en Cristo ni en la verdad. Al
igual que Stavroguin, pertenecía a la élite educada en la cultura
occidental. Con Humbert Humbert no quiso desafiar a Dios, sino mostrar
cómo era el mundo realmente: un teatro donde no hay reglas morales
universales ni permanentes, sino juegos perversos. Como Sartre, opina que el amor es una ilusión. Solo existe el deseo, que nos cosifica. De ahí que los otros sean el infierno.
Su
mirada nos deshumaniza, pues solo aspira a la dominación y el
sometimiento. Lolita es el ser humano abandonado a su suerte, una
criatura a la que le han despojado brutalmente de su inocencia y que ya
no espera nada de sus semejantes. De hecho, acabará asumiendo el cinismo
de los adultos que han abusado de ella.
Dostoievski
advirtió que la razón escondía grandes peligros. Stavroguin se
convierte en un violador por un exceso de racionalidad. Humbert Humbert
no parece tan racional, pero en el fondo comparte la convicción de que
el bien y el mal son conceptos relativos y, por tanto, intercambiables.
Dostoievski, al que se lee sobre todo por sus dotes como psicólogo y su
capacidad para recrear experiencias como la soledad, la locura o el
desamparo, prefirió dejar de lado la razón y confiar en el poder del
espíritu.
Su
fe siempre soportó el acecho de la duda, como cuando contempló en
Basilea el Cristo muerto de Hans Holbein y casi sufrió una crisis
epiléptica, pues solo advirtió en la imagen impotencia, dolor y miseria.
Sin embargo, luchó contra esa impresión y prefirió aferrarse a la idea
de que Cristo realmente era el camino, la verdad y la vida.
En
nuestros días, el materialismo parece haber derrotado al espíritu, pero
esa victoria no ha traído paz, sino desesperación. Sartre, Camus, Cioran,
no ofrecen al ser humano otra salida que la náusea, el pesimismo o el
sarcasmo. Dostoievski, con su mensaje de fe y esperanza, tal vez resulte
incomprensible o irritante para los que reducen la verdad a evidencias
empíricas, pero aún sigue reconfortando el alma de los que no pueden
aceptar la idea de que el hombre solo sea un ser para la muerte.
Postado há 5 days ago por Orlando Tambosi

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