Antonio Rubio Plo resenha, para a Revista de Libros, a nova obra de de Gideon Rachman (A Era dos Líderes Fortes), analista de relações internacionais do Financial Times, sobre a popularização e o populismo que tomaram de assalto alguns países:
Gideon
Rachman, analista de relaciones internacional del Financial Times,
publica un libro que no es otro más de los que han aparecido últimamente
sobre el populismo. En primer lugar, aporta testimonios sobre algunos
líderes populistas, de ellos mismos o de personas de su entorno, y en
segundo lugar, pone el acento en que los líderes autoritarios no son
solo gobernantes como Vladimir Putin y Xi Jinping. Pueden surgir también
en el seno de las democracias, bien sea las de reciente creación o las
consolidadas como Estados Unidos y Gran Bretaña.
La era de las decepciones y de la polarización
En
una de sus obras anteriores, Un mundo de suma cero, Rachman calificaba
la época inaugurada por la crisis económica y financiera de 2008 como
«la edad de la ansiedad», y ahora introduce la teoría de que, desde
2012, con la llegada al poder de Xi Jinping, ha comenzado la era de los
líderes autoritarios. Un rasgo de este período estaría marcado, según
Rachman, por las decepciones, pues algunos de ellos fueron tomados como
líderes reformistas, llamados a cambiar el futuro de sus países
afectados por severas crisis políticas, sociales y económicas. Más de un
analista internacional llegó a afirmar que el pueblo había elegido con
acierto a gobernantes llamados a cambiar la historia. Las ilusiones se
perdieron pronto, pues nunca tuvieron un fundamento sólido, y el
advenimiento de estos líderes ha servido para trastocar los cimientos de
la democracia liberal. Con ellos, la democracia fue perdiendo su
calificativo de liberal para transformarse, de modo implícito, en una
democracia plebiscitaria, de aclamación y veneración por el líder, y que
ha llegado a considerar como una amenaza para «el gobierno del pueblo»
el estado de derecho y el respeto de los derechos humanos y las
libertades fundamentales. No lo dice expresamente el autor, pero a mí me
recuerda lo que se decía hace años del México del PRI: una dictadura
democrática o una democracia dictatorial.
Lo
cierto es que la democracia entendida como un marco de equilibrios y
contrapesos es despreciada por los líderes autoritarios. Su actitud
conspiranoica les hace considerar a las instituciones democráticas como
un peligro para su poder, que ellos identifican con el del «pueblo», al
que dicen amar hasta el extremo de considerarlo como un apéndice de
ellos mismos. Con este planteamiento la posibilidad de alternancia,
propia de la democracia liberal, queda absolutamente descartada, pues
los gobernantes no ven en la oposición un adversario sino un enemigo, ya
que están convencidos de que, si llegan al poder, pondrán patas arriba
todas las leyes que el líder ha impulsado por el «bien» del pueblo. Las
elecciones, por tanto, se convierten en un trámite tan fastidioso como
necesario. No es extraño que esos líderes cultiven una política de la
sospecha y fomenten la polarización, con continuas alusiones, entre
otras, a las élites, instrumentos de ese monstruo de rostro indefinido
llamado globalismo y que pretendería subyugar a las naciones.
Putin y Erdogan, dos nacionalismos con aspiraciones de potencia
Las
decepciones están presentes en diversos capítulos del libro, en los que
asistimos al momento en que el líder «reformista» se quita la careta y
esgrime, sin ningún tipo de miramientos, la necesidad de perpetuarse en
el poder para preservar un legado que se presenta como histórico. En el
caso de Putin, una de las primeras desilusiones fue la de Bush, que
tardó algo de tiempo en darse cuenta de que su relación no sería la
misma que tuvieron Clinton y Yeltsin. Putin demostró ser un nacionalista
irreductible, que enseguida convenció a una mayoría de sus compatriotas
de que Putin y Rusia formaban un todo insuperable. Se trata de una
postura rígida, inasequible a la evidencia de que el liderazgo del
presidente ruso no ha estado marcado en los últimos años por los éxitos,
incluyendo la guerra de Ucrania. Rachman recuerda que hace unos años
Obama afirmó que Rusia era solo una potencia regional, algo que irritó
al Kremlin, que ha intentado demostrar en el Oriente Medio o el África
subsahariana su condición de potencia global, aunque los resultados
prácticos hayan sido bastante limitados.
El
autor señala que Recep Tayyip Erdogan, el presidente turco, ha
edificado en Ankara un monumental palacio, superior en extensión a
Versalles y al Kremlin juntos. Es un palacio digno de un sultán que
ocupa el presidente de una república a punto de celebrar su centenario
en 2023. Surge nuevamente la decepción en este capítulo, pues se
recuerda que hace veinte años se consideraba a Erdogan como el político
que pondría fin a largas décadas de una democracia tutelada por los
militares. El fin de la influencia militar sería una gran oportunidad
para las libertades, y no solo eso, pues el islamismo moderado del
entonces primer ministro era presentado como una versión musulmana de la
democracia cristiana, algo que constituiría un ejemplo para los vecinos
de Turquía y le abriría las puertas de la UE. Sin embargo, la actitud
de Erdogan fue la de querer emular las glorias del imperio otomano y
dejar en un segundo plano la Turquía laica de Kemal Atatürk. A partir
del golpe fallido de 2016 mostró a las claras su conducta autoritaria al
desencadenar una violenta represión contra medios de comunicación,
funcionarios sospechosos y adversarios políticos. Del fundador de la
república se decía que buscaba tener «cero problemas con los vecinos»,
pero con Erdogan ha sucedido exactamente lo contrario, sobre todo con
Siria y otros países árabes. Únicamente con la Rusia de Putin el
presidente turco ha sabido mantener un delicado equilibrio, en el que el
interés es mutuo, y la guerra de Ucrania es buen ejemplo de ello. Sin
embargo, tal y como señala Rachman, el neootomanismo de Erdogan no le
servirá para que su país se convierta en una gran potencia.
Xi Jinping y Narendra Modi, dos tipos de líderes autoritarios
La
ascensión de Xi Jinping a la jefatura del estado y del partido
comunista chino en 2012 fue saludada, según recuerda el autor de este
libro, por un veterano corresponsal de la BBC, John Simpson, como el
triunfo de un auténtico discípulo de Deng Xiaoping, el gran reformista
del posmaoísmo. El periodista afirmó además que XI continuaría la
política de «ascenso pacífico» de la China de Hu Jintao, a tenor de
declaraciones como esta: «La teoría de que los países fuertes deban
buscar la hegemonía no es aplicable a China». Según Simpson, la economía
de mercado se afianzaría en el país asiático y en pocos años habría
elecciones libres al parlamento. Sin embargo, Xi demostró muy pronto que
el partido seguía siendo el único líder y puso el acento en la
ideología. El culto a la personalidad y la prolongación del mandato de
Xi vendrían después.
En
el caso de Narendra Modi, primer ministro de la India, Gideon Rachman
reconoce que él mismo se equivocó al considerarle en 2014 un reformador
político que antes había sido un humilde vendedor de té. Con Modi llegó
al poder el nacionalismo hindú, que siempre había cuestionado la India
multicultural de Nehru y de la familia Gandhi. Desde entonces el
hinduismo ha pretendido convertirse en el punto de referencia exclusivo
del país, hasta el punto de presentar como culturas extrañas al budismo y
al Islam, pues fueron traídas por dominadores extranjeros, no menos
opresores que los británicos. Pese a todo, tal y como destaca Rachman,
Estados Unidos y la UE han mantenido una actitud tibia hacia el
autoritarismo de Modi, pues es un socio estratégico indispensable para
frenar la hegemonía china.
Líderes autoritarios en democracias occidentales
Gideon
Rachman insiste de continuo en que los líderes autoritarios pueden
surgir incluso en países de la UE. Bien conocido es el ejemplo de Viktor
Orban, primer ministro húngaro, que no ha tenido reparos en afirmar que
su país es una «democracia iliberal». No deja de ser curioso que sea el
mismo hombre que en 1989 defendiera la causa del liberalismo frente a
un sistema comunista agonizante. Sin embargo, como bien recuerda el
autor, las elecciones de 1994, que perdió su partido, le llevaron a la
convicción de que había que echarse en brazos del nacionalismo húngaro,
lo que inevitablemente le llevaría a cuestionar el estado de derecho,
una actitud que comparte con el líder polaco, Jarolasv Kaczynski,
vencedor de las elecciones legislativas de 2015, al que se le atribuye
esta expresión: «El bien de la nación está por encima de la ley». Pero a
diferencia de Orban, la actitud de Kaczynski no ha provocado ninguna
sorpresa.
Con
todo, en las democracias consolidadas pueden surgir líderes
autoritarios, y el ejemplo más conocido es el de Donald Trump, del que
pocos analistas creían que fuera a ganar las elecciones presidenciales
de 2016. Pero Trump tampoco ha decepcionado, pues en el libro se recogen
unas declaraciones suyas a Playboy en 1990, donde muestra sus simpatías
por los líderes autoritarios y un cierto desdén por las reformas de
Gorbachov, al tiempo que expresa su «comprensión» ante los sucesos de
Tiananmen. Muchos años después, Trump tampoco ocultaría sus afinidades
con Putin y Erdogan.
En
uno de los capítulos Rachman coloca a Boris Johnson entre los líderes
autoritarios, lo que no ha debido de gustar a parte de sus lectores
británicos. Sin embargo, el autor dice hablar con conocimiento de causa,
pues considera que Johnson es un maestro de la puesta en escena, que
siempre ha apostado por lo imprevisible, concretamente por un
euroescepticismo del que no dio excesivas muestras en los inicios de su
carrera política. Finalmente, el Brexit fue su instrumento para llegar
al poder. Su histrionismo contrasta con la hosquedad de otros líderes
autoritarios, aunque, en cualquier caso, ha sido fiel toda su vida a lo
que uno sus profesores en Eton dijo de él: «Es un buen tipo, pero no le
afecta el conjunto de obligaciones que atañen a los demás».
Un elenco de líderes autoritarios en contraste con líderes de la democracia liberal
La
lista de líderes autoritarios presentada por el autor se completa con
el presidente filipino Rodrigo Duterte, el primer ministro israelí
Benjamin Netanyahu, el príncipe saudí Mohamed ben Salman, el presidente
brasileño Jair Bolsonaro, el presidente mexicano Andrés Manuel López
Obrador y el primer ministro etíope Abiy Ahmed Alí. El autoritarismo de
la mayoría de ellos tampoco ha constituido ninguna sorpresa, aunque
tampoco han faltado decepciones como las del político etíope,
galardonado con el Premio Nobel de la Paz en 2019, y que ha llevado una
guerra implacable contra la rebelión en Tigray. En contraste, Gideon
Rachman presenta como los verdaderos representantes de la democracia
liberal a Emanuel Macron, Angela Merkel y Joe Biden, que para él son la
antítesis de los líderes populistas. Sus mayores simpatías son por
Biden, que ha recuperado el papel de Estados Unidos como cabeza de las
democracias occidentales, inconcebible con Trump y su eslogan de
«America First».
El
balance final del libro es la opinión de Rachman de que la era de los
líderes autoritarios no es irreversible. Sus estudios de historia en la
universidad de Cambridge le habrán enseñado que la historia es cambiante
y que el éxito nunca es definitivo. De hecho, afirma: «El gobierno del
hombre fuerte es una forma de gobierno inherentemente fallida e
inestable». Seguramente piensa que perecerá víctima de sus propias
contradicciones, tal y como escribiera George Kennan del sistema
soviético, aunque también es consciente de que, mientras eso sucede, los
líderes autoritarios seguirán provocando caos y sufrimiento.
BLOG ORLANDO TAMBOSI

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