As posturas identitárias se tornaram cada vez mais agressivas, maximalistas e intolerantes. Carlos Granés para The Objective:
Basta
con tener un poco de memoria para comprobar que en los últimos veinte
años ciertas innovaciones teóricas, radicalismos y activismos de la
izquierda han acabado sirviendo a sus enemigos de la derecha. Quien
recuerde la furia antiglobalizadora que somatizó el izquierdismo más
activo de finales de los años noventa, sabrá reconocer elementos muy
parecidos, casi un retintín familiar, en el nuevo discurso de la derecha
radical que está llegando a los parlamentos y a las presidencias o
gobiernos de varios países, entre ellos Italia. Esa vieja matriz
nativista y soberanista que encumbraba la particularidad de los pueblos,
su idiosincrasia, su emancipación y hasta el pintoresquismo como un
activo que hacía del mundo un lugar diverso y entretenido se ha adaptado
a las mil maravillas al discurso de la derecha más recalcitrante.
Si
antes eran los izquierdistas quienes temían como la peor de sus
pesadillas a la mcdonalización del mundo, a la tiranía de las
multinacionales y a la pérdida de soberanía y particularidad, hoy son
políticos como Giorgia Meloni
quienes despotrican contra la finanzas internacionales y la pérdida de
identidad a la que aspiran los especuladores y mercachifles y en general
todos aquellos que quieren hacer de nosotros simples consumidores
desarraigados y expuestos al vaivén de las modas comerciales.
Desconectados de la savia nacional, piensan, perdemos toda voluntad y
raciocinio, porque la voluntad y la autodeterminación son un asunto
nacional, no individual.
Esa
obsesión, esa tara identitaria ha estado en la agenda de la derecha,
primero, luego en la de la izquierda y ahora en la de los dos. Mientras
unos hablan de identidad de género, de identidad sexual, de identidad
racial, a los otros les basta y les sobra con hablar de identidad
nacional. La izquierda sustenta sus demandas y reclamos en el color de
la piel, en las opciones sexuales, en los traumas y en la victimización
de los excluidos, y también en las identidades periféricas que quieren
emanciparse de gobiernos centrales que supuestamente aplastan sus
peculiaridades e idiosincrasias. La derecha que encarna Meloni se
conforma más bien con la terna clásica del pensamiento fascista, Dios,
patria y familia, los mismos valores que están en auge dentro de los
círculos mas derechistas y que también defiende otro presidente de
dudosa ascendencia extremista, el brasileño Jair Bolsonaro.
Es
por eso, justamente, que la nueva líder de Italia y el viejo presidente
de Brasil combaten de forma airada cualquier otra identidad que
fragmente esa visión territorial y tradicional. Ni a Meloni ni a
Bolsonaro, tampoco a Macarena Olona o a Santiago Abascal, les interesa
que esa identidad italiana, brasileña o española que defienden se
atomice en identidades raciales, sexuales o periféricas. De alguna forma
se está reeditando una vieja pelea. Si los fascistas defendían la
integridad de la nación y combatían, por considerarla disolvente, la
identidad de clase que patrocinaba el comunismo, hoy la derecha
populista defiende las tradiciones nacionales, la religión y la
civilización occidental, mientras la izquierda populista reniega de
todos esto: es antitaurina, siente curiosidad por cualquier forma de
espiritualidad menos la católica, abomina de los símbolos patrios y
reivindica y protege y fomenta cualquier identidad que se autoproclame
víctima de algo, bien sea el heretopatriarcado, el colonialismo, el
neoliberalismo, la globalización, el canon occidental, la violencia
sistémica, la Transición española o los molinos de viento.
Y
de ahí lo irritante e irrespirable que se está haciendo el clima de las
sociedades occidentales. Como en los años veinte y treinta del siglo
pasado, las posturas identitarias se han vuelto cada vez más agresivas y
zafias, maximalistas e intolerantes. Las de los unos y las de los otros
comparten ese mismo elemento: aborrecen el cosmopolitismo, la
pluralidad y la tolerancia; desconfían de quienes, como proponía Amartya
Sen, entienden la identidad de forma mucho más abierta, desacralizada,
sin una estructura rígida y pura que la determine. En últimas, lo que
defienden es una trinchera: la de los míos, la de quienes comparten la
misma jerarquía de valores y ven como una amenaza a quienes defienden
otras virtudes. Son dos formas de comunitarismo, uno ligada a la idea
pública de nación, la otra ligada a la idea privada de sentimiento
identitario. Lo que las iguala es el tono trascendente, la
grandilocuencia y la beligerancia; la falta de autoironía y de sentido
del humor; también la forma estrepitosa en que pisotean la discusión
pública. Aunque, por encima de cualquier otra cosa, ambas son una
cantaleta altisonante y un coñazo inaguantable.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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