quinta-feira, 29 de setembro de 2022

Proust e seu mundo mataram Roland Barthes

 BLOG  ORLANDO  TAMBOSI



Apesar de ser seu escritor predileto, Roland Barthes nunca publicou um livro sobre o autor de Em busca do tempo perdido. A recente compilação de suas resenhas, conferências e fichas para cursos mostram um crítico pouco devoto da autonomia da literatura e com uma declarada fascinação pela realidade documental por trás das obras. Cristopher Domínguez Michael para Letras Libres:


El 26 de septiembre de 1905 murió Jeanne, la madre de Marcel Proust, y el 25 de octubre de 1977 murió Henriette, la madre de Roland Barthes. Entre esas dos fechas bien puede proyectarse la posteridad de Barthes (1915-1980), quien se pregunta, en Roland Barthes por Roland Barthes (1975), frente a una foto suya de niño, si, dado que, cuando “yo empezaba a caminar, Proust vivía todavía y terminaba de escribir En busca del tiempo perdido”, él y Proust podían considerarse contemporáneos, o confiesa su molestia porque la madre/abuela del novelista no era propiamente su madre.

Por ello, el último fruto de esa asociación es Marcel Proust. Mélanges (2020), compilación de todo aquello escrito por Barthes sobre su autor preferido pero de quien nunca elaboró un libro unitario, por razones que llaman a lo hipotético o a lo adivinatorio.

La semiología barthesiana y su fiesta de neologismos se ha ido retirando de la escena para quedar confinada en algunos herméticos cubículos universitarios. El daño ya estaba hecho –separar a la crítica de la teoría literaria y exaltar a esta última como la única llave para ingresar a la “escritura”– y no fue Barthes sino sus seguidores más obtusos, junto al resto de los maîtres à penser, los responsables más conspicuos. Aunque no cerró formalmente su “escuela”, como Jacques Lacan hizo con la suya en enero de 1980, Barthes, desde los años setenta, comenzó a abandonar teorías y manías para convertirse “solamente” en un gran escritor francés, en el linaje de André Gide y Jean-Paul Sartre, sus maestros siempre vindicados. Tan es así que Antoine Compagnon –uno de sus amigos más irreverentes– lo hizo cerrar Les antimodernes. De Joseph de Maistre à Roland Barthes (2005) fotografiando a todo color su retirada del campo de la vanguardia, en cuya retaguardia –Barthes dixit– murió tras abjurar en formas mutantes y paradójicas, como era propio de él.

Para hablar de este Marcel Proust de Barthes –“artificio y reparación” según su compilador– habría que recorrer, así sea someramente, lo que escribió sobre figuras aisladas de la literatura francesa. Su aparición, con un Michelet (1954), no pudo ser más afortunada. Aunque se asumía marxista y a fines de esa década hizo declaraciones casi estalinistas gracias a una devoción por Bertolt Brecht que nunca abandonó del todo, su Michelet –manual de uso y “estructura”– es una antología comentada donde habla más el joven crítico que el historiador decimonónico y Barthes rompe el vínculo del autor de La mujer (1859) con la acartonada tradición del republicanismo francés.

Michelet aparece como un genio capaz de “producir” (utilizo a disgusto el cliché barthesiano) significados y significantes o símbolos y signos (como los consideran, para simplificar maliciosamente, sus críticos anglosajones) tan atinados como desconcertantes: la sangre conyugal y la sangre patriótica, el aburrimiento, el cristomorfismo de la Revolución francesa y la zoomorfización de Robespierre y Marat, las diferentes maneras de morir en compás con la Naturaleza, la bruja y mil piezas más en un rompecabezas que, como quiera que se arme (o se abandone), cumple con creces con lo que del crítico literario se espera: releer a un autor canónico y presentarlo a una nueva generación como una novedad fecunda.

Más problemático de leer es Sobre Racine (1963), no solamente porque el propio libro aparece borrado por la posterior y muy violenta polémica con Raymond Picard, donde ambas partes recurrieron al insulto del orden militante y a las patadas de la grilla académica, sino porque los franceses nunca lograron universalizar su teatro nacional por antonomasia y más allá del hexágono, los Racine, los Molière y los Corneille pierden su aura mítica y fundacional. Dicho de otra manera: entiendo poco de Racine, pero Barthes (al decir de Fumaroli y de Compagnon) tampoco sabía lo suficiente. Ganó esa polémica por razones ideológicas (“el sistema de la moda”, del cual era el mismísimo exégeta, estaba con él) pero, en otras condiciones, la erudición de Picard (el compilador de Racine en la Pléiade) lo habría puesto en mayores aprietos. Barthes cumple bien con su propósito político –expulsar a la historia de la literatura y sustituir a esta por la escritura en beneficio del inventario estructuralista– pero dejó, en Sobre Racine, uno de sus libros más fechados. Eso dice Compagnon, quien para sus alumnos, acerca de Racine, prefiere al maurrasiano Thierry Maulnier.

Empero, mi relectura de la polémica me sorprendió. Convertido el post o neoestructuralismo en pasado histórico, inclusive para quienes –como yo– fuimos educados contra la fronda logocida de aquellos pensadores, mi lenguaje (que no mi léxico) como crítico se parece un poco más al de Barthes que al de un Picard. Antes de la fatal conversión de aquella doctrina novatora en academicismo y de que Barthes –enemigo de la Sorbona y quejoso de la persecución por parte de los nostálgicos de Vichy encabezada por Picard y otros “reaccionarios”– arribara al Collège de France una década después y con bombos y platillos, era evidente que su “crítica de interpretación” (en la que acogía generosamente no solo a sus partisanos y amiguetes, sino a críticos adversos como los de la Escuela de Ginebra) se había impuesto en contra de la antigua “crítica universitaria” representada por Picard y su rutinaria explicación de texto. Esa batalla la ganó Barthes en nombre de todos, a pesar de que la interpretación infinita, originada en cierto Nietzsche (si el filósofo mató a Dios, ¿por qué Barthes no habría de hacer lo propio con el Autor?) y devenida en la Deconstrucción, sea una de sus engorrosas consecuencias.

Sigue S/Z (1970), una apuesta tan fallida por presentar a la vez un modelo y un método que Barthes no entendió que la carta que le escribió sobre ese libro Claude Lévi-Strauss era una parodia, no por fraterna menos venenosa, porque aquella “antiexplicación” del texto de Sarrasine (1830), un relato breve de Honoré de Balzac, es una ficción suprema. También es uno de los libros más originales e ingeniosos en la historia de la crítica literaria, pero, obra de arte al fin, no es científica (porque el gusto no está sujeto a refutación) y todos los intentos que conozco de replicar S/Z (en México los padeció Rulfo, por ejemplo) resultaron intransitables. Se puede reproducir el urinario de Duchamp tanto como la ingeniosa lectura de Barthes, pero Lévi-Strauss, moderno por antimodernista desde el principio, entendió que el resultado solo podía ser paródico. En S/Z, desplazadas de la escena la narración “realista” y la historia, Barthes ejerce, más allá de códigos, lexías, semas y proairetismos, “el placer del texto” cuando se trata de interpretar las sexualidades del escultor Sarrasine y el castrado Zambinella. Sexualizar sí, historiar jamás.

Logotetas, así llamaba Barthes, recurriendo a una palabra griega, a lo que hoy llamaríamos “intelectuales públicos” y exponerlos es el sentido de Sade, Fourier, Loyola (1971). Puede parecer extraño usar ese anglicismo para calificar al marqués libertino pero el uso que le dieron a Sade los letrados franceses de la centuria pasada no es otro: el autor de Justine o los infortunios de la virtud (1791) fue postulado como la conciencia extrema de la modernidad, como ese “más allá erótico” (como dijera Paz, uno de los pocos escandalizados ante ese culto, entre Camus y Onfray) que concernía a todas las conciencias preocupadas por el placer, el dolor y la transgresión, ofrecido el pornógrafo como producto desnazificado, ejemplar de anarquista de derechas o hasta revolucionario en la penumbra del mayo del 68. Ni siquiera Compagnon, tan cercano a Barthes, puede afirmar si en realidad Sade era el escritor preferido del semiólogo, por encima de Proust, o si lo leyó como una asignatura a pasar con la nota más alta para reinar en Saint-Germain-des-Prés y en la que lo antecedieron Blanchot, Bataille, Lacan, Klossowski, Paulhan, Beauvoir o Foucault. Más timorato, Sartre hizo de Genet un Sade de baja intensidad.

Nadie como Sade le fue tan útil a Barthes para hacer de la escritura una función del lenguaje donde el asunto moral resultaba, al menos, neutro. Más que de una filosofía (en todo caso la de un materialismo ilustrado muy vulgar), Sade es, con toda naturalidad, inventor del sadismo, entendido como la crudelísima repetición regular de un mecanismo. Junto a él, Charles Fourier e Ignacio de Loyola son otros dos “fetichistas”, al decir de Barthes, uno dedicado al amor universal desde la absoluta transparencia y otro a unos ejercicios espirituales llamados a influir sobre el siglo, en el espacio secular y mundano, con malas intenciones de vigilancia y castigo. Quien los admira es un Barthes que en 1971 habría aceptado ser, también, el logoteta de la contracultura, indiferente al totalitarismo de Sade (un aristócrata disoluto del Antiguo Régimen, que se adelantó al universo concentracionario como lo vio bien Pasolini en Saló o los 120 días de Sodoma, una película que perturbó a Barthes y de la cual no supo bien a bien qué decir), de Fourier (cuyo socialismo, utópico y amoroso, dista de ser un humanismo) o de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, ante el cual son notorias las escasas credenciales del estructuralista, ignorante del español y capaz de asociar toscamente al látigo de almas de origen vasco con místicos como Juan de la Cruz o Teresa de Ávila.

El logoteta, a diferencia de Michelet ocupado en los humores hipocráticos o del autor de Sarrasine despojado de su lugar como notario de la Restauración y la Monarquía de Julio, sí influye sobre la sociedad por más que la lectura de Barthes aspire a ser “pura” y esa contradicción no podía pasar inadvertida para él mismo. A partir de ese momento, pese a sus declaraciones frívolas o “terroristas” (“el lenguaje es fascista”, etc.) o sus tonterías de compañero de viaje (como el periplo en China con sus amigos de Tel Quel), se decide a encarnar una paradoja: la de ser un eficaz escritor didáctico (el mediático autor de los Fragmentos de un discurso amoroso, de 1977, y también de una relectura del Werther goethiano y de algunos psicoanalistas como Winnicott) y a la vez, tras la muerte de su madre, un nostálgico cada vez más llamativo de los antiguos premodernos, como Chateaubriand.

Frente a ser un logoteta o quedar como un predicador arrepentido, Barthes se aferra a Proust, todavía prendido al mundo anterior a 1914. No en balde nunca publicó un libro sobre él, pero En busca del tiempo perdido atraviesa toda su obra, como la mala conciencia de la novela, “una reserva mítica”, y Proust aparece como el emperador nocturno de ese paraíso que Barthes le había negado, por diversos motivos, a Balzac y a Sade y a su amigo Sollers, en un libro de 1979, intrascendente por endogámico y local. En el primero, S/Z, el arte de novelar es desterrado por la escritura y en el segundo la novela es solo el nombre de la maquinaria, aunque a ratos Barthes resbale y haga de Sade otro amoroso, nada menos. En cambio, al leer Marcel Proust, con la comodidad póstuma, nos encontramos con una suerte de abjuración.

El libro se compone de una reseña entusiasta del Marcel Proust (1966) de George Painter, biografía remitida a la prehistoria del abundantísimo inventario de vidas del novelista, porque el inglés es hoy visto como un competidor fracasado del propio Proust, como un mal biógrafo. Lo sorprendente es enterarse de que al autor de Crítica y verdad –en ese mismo año de 1966– le gustaban las biografías –uno pensaría que es el más antibarthesiano de los géneros– o al menos esa, la de Painter, bastante lírica –“vieja crítica” si la había entonces– para los estándares anglosajones. Viene después el más canónico de los textos, “Proust et les noms” (1967), donde Barthes trata de leer al novelista en el sentido de sus aproximaciones a Racine y a Balzac; “Une idée de recherche” (1971), donde admite que toda crítica es anterior a la creación y la fagocita como pre-texto, salida de tono no muy ortodoxa; sigue una ficha histórico-biográfica y filosófica de Proust, suficiente como para dar un largo conversatorio y tenemos, además, una aburridísima entrevista para France Culture donde Barthes funge de cicerone ante las cámaras de tv y va comentando los “lieux de mémoire” del señor de las magdalenas, por quien en su honor hasta una región lleva el nombre oficial de Illiers-Combray.

El texto capital, de octubre de 1978, es “Longtemps, je me suis couché de bonne heure”, conferencia dada en el Collège de France y publicada póstumamente en 1982, donde Barthes, a un año de la muerte de su madre, se identifica cabalmente en En busca del tiempo perdido, como la “alquimia genial” que hizo de un libro, a la vez, Ensayo y Novela. Escribir una novela fue la obsesión final de Barthes, inquietud a juicio de Compagnon redundante, pues qué otra cosa sino ficcionalizaciones barthesianas son (S/Z, según yo) Roland Barthes por Roland Barthes, los Fragmentos de un discurso amoroso o La cámara lúcida: nota sobre la fotografía (1980), donde de foto en foto, a través del punctum y del studium, desata un relato maravilloso. En busca del tiempo perdido ya es en 1978 el libro de los libros para Barthes, porque se origina en un ensayo abandonado (el Contra Sainte-Beuve armado por Fallois en 1954) y está escrito en una carrera contra la muerte. En Marcel Proust, Barthes se asume ¡marcelista y no proustiano!, lo cual quiere decir que hay libros de Proust que le aburren, como Por el camino de Swann y en cambio todo lo que tenga que ver con el ciudadano y escritor Marcel Proust (1871-1922) le “concierne personalmente”.

Marcel Proust sigue con un prólogo magnífico que Barthes preparaba para una edición de En busca del tiempo perdido en el Livre de Poche, misma que nunca se hizo porque el tránsito de los derechos de autor de Proust al dominio público estaba a discusión jurídica por el interregno de los años de guerra y ocupación y ese prólogo, debe decirse, Barthes lo interrumpió pues –como señala Compagnon en L’âge des lettres (2015), sus recuerdos sobre el semiólogo– este solo trabajaba por encargo. Ese escrúpulo profesoral, me parece, lo defendía de su sentimentalismo, sentimentalismo a la Rousseau o sentimentalismo a secas, mismo que aparece, sin que Barthes deje nunca de ser elegante, en Marcel Proust.

Marcel Proust, por ello, es obra de dandi, asombrosamente wildeana. Aquello que Proust nos enseñó, se colige en Barthes, es que, en efecto, la Naturaleza imita al Arte y que un Robert de Montesquiou importa porque encarna en Charlus y no al revés. Si rendir ese homenaje a la ficción no es original, sí lo es que sea precisamente Barthes, el antiguo semiólogo, quien, en vez de introducirse en En busca del tiempo perdido y cerrar, tras de sí, la puerta para quedarse en una habitación aislada higiénicamente del mundo y sus enfermedades, como lo hizo el moribundo Marcel, salga a buscar a Proust en la realidad y en la más decididamente documental. Si el gran novelista no dejó de ir al Ritz los últimos meses de su vida, Barthes tampoco se va a privar de salir de fiesta en busca de Marcel, escapando de “la cárcel del lenguaje” estructuralista, como la llamó, no sin cierta timidez, Fredric Jameson.

Los fragmentos presentados a continuación, por Comment, en Marcel Proust, son aquellos referidos a este en La preparación de la novela, el último curso de Barthes en el Collège de France, a principios de 1980 y cuya última edición crítica es apenas de 2015. En ellos, retorna a la génesis de En busca del tiempo perdido en Contra Sainte-Beuve, uno de los temas recurrentes en las 184 fichas reproducidas en Marcel Proust, la mayoría en gran formato y unas pocas facsimilares. Antes del procesador de texto en pantalla, Barthes es –no podía ser de otra manera– el último “escribidor” y lo suyo fue la ficha de cartón universitaria y “la escritura Bic”, taller artesanal que no puede sino conmover a quienes estudiamos en los años setenta y ochenta del siglo pasado y en el cual Barthes fue un delicado orfebre en esa actividad simplona que lo asemeja (ello y no su lamentable libro sobre el Japón, El imperio de los signos, de 1970) a los calígrafos orientales. Ver expuestas esas fichas en enormes panales colgantes y transparentes, como ocurrió en el Centre Georges Pompidou en 2002/2003, fue muy hermoso; no lo es menos leerlas en Marcel Proust.

En esas fichas persiste un Barthes anterior –aunque no se necesita mucha sagacidad estructuralista para ver que el descubrimiento de los nombres es capital en Proust, aunque también lo sea en Faulkner, digo yo– y aparece otro, más infiel, para quien existen las circunstancias biográficas, que, aunque no sean decisivas en los descubrimientos estéticos, son responsables del “régimen de preparación de la obra”. Ese régimen está, para Barthes, en las fichas y para Proust precisamente en la idea, que en mala hora criticó Sainte-Beuve contra Balzac, de la reaparición de los personajes que en el decimonónico va de novela en novela y, en En busca del tiempo perdido, es comprimida genialmente a través de las papeletas manuscritas utilizadas por Proust para ampliar infinitamente su obra, para desesperación de su editor Gaston Gallimard y de los cajistas. Otros temas anotados en las fichas son, por ejemplo: el Contra Sainte-Beuve debe ser editado en contigüidad a la novela porque la obra de Proust es una totalidad que admite la imitación a la manera neoclásica; si Rivière, tras la muerte de Proust, quería podarlo de los pasajes mundanos para dejar solo los psicologizantes, Barthes haría lo contrario; atrás de madame de Villeparisis está Sainte-Beuve, mientras que la abuela de Proust es lo contrario del crítico; la paradoja de todo el libro proustiano es que las últimas páginas son las primeras en haberse escrito.

Barthes se civiliza gracias a Proust. Su mediación permite conciliar lo que en los estructuralismos parecía irreconciliable: rechazar el antropocentrismo y su despreciado humanismo olvidando que en la humanidad del lenguaje está su sentido, su significación y su intención, lo que irreductiblemente tiene de humana la conciencia, según Manfred Frank.

Asumo que solo Proust podía completar la abjuración de Barthes, impedir que volviese del todo al vicio del distanciamiento (más que del “realismo”) de Brecht. Por ello, su vindicación de la autonomía estética de toda obra se queda muy lejos del solipsismo que lo amenazaba en Sobre Racine y Crítica y verdad y que fue el callejón sin salida de los Derrida y compañía.

Esa necesidad de realismo, esa urgencia de calle, esa apetencia de historia (y no solo de ella, sino de biografía y hasta de anécdota) deslumbra en la parte gráfica de Marcel Proust titulada “Proust et la photographie. Examen d’un fonds d’archives photographiques mal connu. Séminaire du Collège de France” (1980). En esa sección se reproducen unas sesenta fotografías de época donde aparecen, por orden alfabético, las personas reales que pudieron encarnar, con las debidas reservas de la crítica literaria entendida bajo el criterio del sentido común, en los personajes novelescos de En busca del tiempo perdido. Tenemos allí a Alfred Agostinelli, a los marqueses de Albufera y de Castellane, a Maurice Barrès, a Sarah Bernhardt, a Albert Arman de Caillavet y a su viuda amiga de Anatole France, a Gaston Calmette, a Claude Debussy, a Lucie Delarue-Mardrus, a la marquesa Boni de Castellane, a la condesa Gyp, a Reynaldo Hahn, a Charles Haas, a Marie de Heredia y a un largo etcétera que concluye con la fotografía de Jeanne Proust, nacida Weil, la llorada madre de Proust, como lo fue para Roland Henriette Barthes, nacida Binger, sus dos fuentes del amor sentimental, literario y vívido. “Para soportar la vida”, leemos en alguna de las fichas, “sobre todo después de la muerte de mam estoy condenado a un trabajo presente. Mi problema no es la memoria: es por ello que no soy ni proustiano ni freudiano, ni bergsoniano”.

Pero lo asombroso de Proust está en las siguientes frases justificativas de por qué deben verse esas imágenes en el contexto de un seminario en el Collège de France. Dice Barthes, dirigiéndose a sus alumnos: “El objetivo del seminario no es intelectual: solamente se trata de intoxicarlos con un mundo, como yo lo estoy de esas fotos, como lo estuvo Proust de sus originales.”

Mayor vindicación de la autoría, de la literatura como fijeza, del ruido del mundo, no puede encontrarse en un Barthes que murió enamorado de la poesía. Son una verdadera abjuración si se asocia a la modernidad tardía con las últimas vanguardias, porque, así como Baudelaire desconfiaba de la fotografía como arte, a Barthes lo mareaba el cine, la amenazante imagen en movimiento, atrofia contemporánea de la memoria. Esa nostalgia por la llamada Bella Época, por el mundo de Marcel como tóxico tonificante, es la gran lección de este póstumo Marcel Proust. Y en abono de ello, Bernard Comment, en la entrada al apartado gráfico de su edición, dice lo siguiente:
Fueron las prisas por ir a verificar la correcta instalación del proyector en la sala del Collège de France por lo que Roland Barthes fue atropellado por una camioneta, en la rue des Écoles, el 25 de febrero de 1980. Llevado al hospital de la Salpêtrière, sucumbirá un mes más tarde de aquello que entonces se consideraban complicaciones pulmonares. Ninguna sesión de ese seminario tuvo lugar ni tampoco fueron pronunciadas las palabras de introducción aquí publicadas bajo la forma de notas escritas.
Christopher Domínguez Michael es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile

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