Começam a surgir fissuras enrre os aliados europeus ao mesmo tempo em que diminui a atenção do pública ocidental. Luis Prados de la Escosura para The Objective:
Las
negociaciones deben comenzar en los dos próximos meses antes de que se
generen trastornos y tensiones que no serán fáciles de superar.
Idealmente, la línea divisoria debería ser una vuelta al status quo
anterior. Continuar la guerra más allá de ese punto no supondría la
libertad de Ucrania, sino una nueva guerra contra la propia Rusia».
Estas palabras del exsecretario de Estado norteamericano, Henry
Kissinger, pronunciadas la semana pasada durante su intervención por
vídeo conferencia en el Foro Económico de Davos, sugiriendo al Gobierno
de Kiev que ceda la región del Donbás y la península de Crimea,
anexionada por Rusia en 2014, fueron rechazadas inmediatamente por el
presidente Zelenski, pero muy tenidas en cuenta en Europa. A sus 98
años, el arquitecto de la política de distensión con la Unión Soviética y
de la apertura de la China de Mao, aportaba argumentos, tal vez una
coartada, a las democracias occidentales para acelerar el fin de un
conflicto que amenaza con provocar, como ha advertido el Banco Mundial,
una nueva recesión económica global.
Zelenski
respondió con dureza el gran maestro de la realpolitik: «El señor
Kissinger emerge del pasado profundo y dice que hay que dar un trozo de
Ucrania a Rusia para que Rusia no quede marginada de Europa. Parece que
el calendario del señor Kissinger no es el de 2022, sino el de 1938, y
que no le está hablando a una audiencia de Davos sino a una audiencia de
Múnich en esa época». El presidente ucraniano trataba de ahuyentar al
fantasma del apaciguamiento cuando el ejército ruso avanza en el este
del país, reduciendo a escombros una localidad tras otra, su necesidad
de armas es cada vez más acuciante y comienzan a surgir fisuras entre
los aliados europeos al tiempo que se desvanece la atención del público
occidental.
Las
discrepancias europeas se centran en si asumir o no los riesgos de una
escalada bélica en caso de continuar armando a Ucrania; en la viabilidad
de aplicar un verdadero embargo al petróleo ruso; entre los que aceptan
que la pérdida de territorio por Kiev es el precio de la paz y los que
ven esa solución como inmoral; entre quienes consideran que podrán
seguir colaborando con Putin después del conflicto y los que no; entre
los que desean una pronta solución diplomática y los partidarios de
continuar la guerra hasta la retirada completa de las fuerzas rusas. En
definitiva, parece llegado el momento de definir qué significa la
victoria.
El canciller alemán, Olaf Scholz, se defendió en Davos de las críticas por sus titubeos ante Rusia, acusando al presidente Putin,
de «imperialista» y de querer «volver a un orden mundial en que el más
fuerte dicta lo que es correcto». «No habrá una paz dictatorial rusa.
Ucrania no aceptará eso y nosotros tampoco. Nuestro objetivo es claro:
Putin no debe ganar la guerra», añadió. Sin embargo, esas frases
contrastan con la posición del primer ministro británico, Boris Johnson,
que siempre ha insistido en que Putin debe perder la guerra y ser visto
como derrotado por la comunidad internacional. Su ministra de
Exteriores, Liz Truss, eligió Sarajevo para advertir contra toda
marcha atrás. «Lo que no podemos permitirnos es ningún levantamiento de
sanciones, ningún apaciguamiento, que simplemente hará a Putin más
fuerte a largo plazo». Londres cuenta con el apoyo de las repúblicas
bálticas y de Polonia, cuyo presidente, Andrzej Duda, afirmó la semana
pasada ante el Parlamento ucraniano: «Están apareciendo preocupantes
voces en Europa pidiendo a Ucrania que acepte las exigencias de Rusia.
Quiero decir claramente que solo Ucrania tiene el derecho a decidir
sobre sí misma».
Las
iniciativas diplomáticas han continuado. El pasado sábado, Scholz y el
presidente francés, Emmanuel Macron, mantuvieron una larga conversación
telefónica con Putin. En los 80 minutos que duró la llamada, los líderes
de los dos países más importantes de la UE urgieron al presidente ruso a
«celebrar negociaciones directas y serias» con Zelenski e insistieron
en un inmediato cese el fuego y la retirada de las tropas rusas, así
como en el levantamiento del bloqueo del puerto de Odesa con el fin de
permitir la exportación de grano. El Kremlin pidió a cambio el
levantamiento de las sanciones económicas y les advirtió contra un
incremento de los envíos de armamento a Ucrania.
Italia,
por su parte, que trata de eludir las sanciones impuestas a Rusia en
materia energética, ha presentado al secretario general de la ONU,
António Guterres, un plan que contempla la celebración de una
conferencia multilateral sobre el futuro estatuto de Ucrania –es decir,
su neutralidad garantizada por las grandes potencias-; un tratado
bilateral entre Rusia y Ucrania sobre temas fronterizos que respete el
libre movimiento de personas y bienes así como sus derechos civiles en
los territorios ocupados y una gran negociación entre la Unión Europea,
la OTAN y Rusia
para establecer un nuevo marco de estabilidad estratégica. El plan fue
ridiculizado por Moscú, pero no sería de extrañar que algunas de sus
ideas sean recogidas en un futuro acuerdo.
Primeras grietas en Occidente
Es
pronto para afirmar que la búsqueda de una solución diplomática vaya a
fracturar la alianza occidental, si bien ya han surgido las primeras
grietas. La realpolitik de Kissinger se apoya en razones de peso.
Asistimos a una guerra de desgaste en la que Ucrania no puede ganar y
Rusia no puede perder, capaz de generar una nueva crisis económica
–inflación, estancamiento, incremento de los precios de la energía,
hambrunas por la falta de grano en algunos países de África y Oriente
Próximo con el riesgo de provocar una ola migratoria hacia Europa- y de
evolucionar hacia un conflicto armado mucho mayor.
Pero
el realismo político tiene sus costes. Como dijo en Davos el secretario
general de la OTAN, Jens Stoltenberg, «la libertad es más importante
que el libre comercio. La protección de nuestros valores es más
importante que los beneficios». Una paz lograda a costa de la soberanía,
integridad e independencia de una Ucrania democrática no sólo sería una
claudicación moral. Daría lugar a un mundo más inseguro donde cualquier
Estado pequeño estaría expuesto a la ambición depredadora del vecino
más fuerte y cuya única defensa real sería el arma nuclear. La
determinación del presidente Biden ha sido crucial hasta ahora para unir
a los europeos y mantener durante estos meses la resistencia de los
ucranianos. Estados Unidos tendrá la última palabra sobre qué paz será
aceptable para Kiev y qué significa, si no la victoria, sí al menos, la
derrota estratégica de Putin.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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