terça-feira, 28 de junho de 2022

A moralidade como problema: por que a moral é uma ameaça para as sociedades do século XXI.

 



Laureano Castro N, Miguel A. Toro e Miguel A. Castro N. resenham, para a Revista de Libros, o livro "Los peligros de la moralidad", do psiquiatra Pablo Malo Ocejo, lançado na Espanha no ao passado pela Deusto:


Hace más de medio siglo, el filósofo José Luis López Aranguren se lamentaba de la desmoralización que invadía la sociedad española como resultado de la neutralización política de una ciudadanía, cómplice con el poder, que sólo aspira al aumento de los ingresos y del bienestar1. En conversación con Javier Muguerza2, Aranguren insistía: «En una época de crisis como la nuestra, los contenidos de la moral pueden tornarse cuestionables, pero lo que nada ni nadie nos puede arrebatar, si no queremos dejárnosla arrebatar, es la actitud moral».

Una afirmación de esta naturaleza, referida tanto al intelectual como al ciudadano de a pie, puede parecer intemporal y plenamente justificada. No son infrecuentes las llamadas a un rearme moral de la sociedad, ni resulta extraña la apelación a la justicia y el bien como motivación última de la acción política. ¿Qué otra cosa mejor podríamos pedir a la ciudadanía y a la clase política que mantener vivo su compromiso moral? ¿No es, acaso, este compromiso un bien en sí mismo?

Sin embargo, ciertos fenómenos políticos y sociales ocurridos estos últimos años como consecuencia del avance de los populismos, las guerras culturales, la caza de brujas, el terrorismo de motivación religiosa o los nacionalismos agresivos han devuelto protagonismo a un viejo problema filosófico: la compleja relación entre moralidad, legitimidad y legalidad, o dicho de otro modo, al papel que las creencias morales deben tener en el ámbito de la actividad política e institucional, especialmente en las sociedades democráticas. Y es que hay buenas razones para pensar que el desiderátum del viejo filósofo español puede llegar a constituir un grave problema para las sociedades democráticas y que lo más sensato sería alejar la moral de la vida política y la convivencia social. ¿Por qué?

El psiquiatra español Pablo Malo ha publicado recientemente (Deusto, 2021) un ensayo que lleva por título Los peligros de la moralidad. En esta obra, el doctor Malo, psiquiatra en ejercicio en el Servicio de Salud del País Vasco-Osakidetza, analiza el carácter ambivalente y problemático de nuestra mente moral y diagnostica una peligrosa hipermoralización que exacerba los extremismos, polariza las diferencias políticas y culturales y contamina las luchas identitarias con el tono épico y agónico de la pugna entre el bien y el mal. El libro pone el foco con valentía en un campo de análisis polémico de gran interés y actualidad, sintetizando una abundante e interesante bibliografía sobre el tema.

El primer paso para manejar los efectos perversos de una visión moralista y moralizante de la vida social y política pasa por adquirir una buena comprensión de la moralidad. Y ello solo es posible, en opinión del autor, situando la moral en el marco de una visión naturalista, inspirada en la psicología evolucionista, lejos de las convenciones filosóficas o religiosas y de todo dogmatismo. En particular, hay una idea que debe ser abandonada urgentemente: no existen ni el bien ni el mal puros y, en consecuencia, no existen personas ni actos puramente buenos o malos. No hay mayor ni más urgente reto que explicar cómo ciertas personas cuyos valores consideramos moralmente buenos pueden llegar a cometer actos que nos parecen atroces, sin que ello sea percibido como una contradicción moral, como ocurre en la intimidad moral de la mente del terrorista o del votante radical de ciertas ideologías extremas. El autor del libro conoce de primera mano los paradójicos efectos que el terrorismo nacionalista de ETA causó en la sociedad vasca y sus contradicciones morales.

Atentado de ETA en la T4, en 2006.

En los primeros cuatro capítulos del libro, el autor define ese marco conceptual evolucionista con el que intenta dar cuenta del significado de la moralidad. Una vez desplegadas estas herramientas conceptuales, Malo procede a hacer una interpretación de ciertos fenómenos políticos y sociales que, como ya dijimos, resultan del mayor interés para la vida democrática. Así, en el capítulo cinco, el autor trata sobre la indignación moral y de un nuevo vehículo para expresarla, las redes sociales, convertidas en unos particulares tribunales de justicia popular. El capítulo seis aborda el fenómeno de la hipermoralización que impregna de significación moral -con lo que ello comporta- muchos fenómenos antaño carentes de ella. En el capítulo siete, el autor repasa los problemas que la moralidad supone en dos aspectos fundamentales. Por una parte, el peligro de llevarnos a la violencia moralista, la violencia más frecuente, grave y masiva a lo largo de la historia. Por otra, el peligro que la moralidad encierra para el buen funcionamiento de dos instituciones básicas de nuestras sociedades: la democracia y la ciencia. El libro se cierra con un capítulo final de conclusiones y perspectivas de futuro.

No podemos abordar todos y cada uno de los asuntos tratados en el texto, por lo que comentaremos solo aquellos que nos parecen más relevantes, al tiempo que emplazamos al lector a completar la lectura de una obra sin duda muy recomendable.

Un marco naturalista para entender la mente moral

La moralidad consiste, según el autor, en la capacidad singular de los seres humanos de distinguir el bien del mal. La mente moral no se encuentra comprometida a priori con un contenido moral concreto (tal cosa es buena o mala), algo que depende de las condiciones culturales que alimentan el aprendizaje individual y, en consecuencia, varía en el espacio y en el tiempo. Sin embargo, sí existen ciertas disposiciones morales que configuran la gramática profunda de nuestra mente moral y son decisivas en su análisis. En opinión del doctor Malo, la psicología evolucionista nos provee de un marco conceptual iluminador capaz de esclarecer estas paradojas, aunque no las haga desaparecer. De acuerdo con este marco conceptual, la moralidad se presenta antes que nada como una adaptación biológica surgida en nuestra especie por selección natural. Como toda adaptación, sirve al interés reproductivo del individuo. No debemos olvidar su origen, si queremos evitar falsas suposiciones acerca de sus contenidos o de su naturaleza. La moral es contingente, como cualquier otro producto evolutivo. Nada hay necesario en ella.

Siguiendo las directrices elaboradas en las últimas décadas por biólogos y psicólogos evolucionistas, Malo estima que la evolución de la mente moral está ligada al desarrollo de ciertas presiones de selección en favor del altruismo y la cooperación. Ese proceso evolutivo ha tenido tres grandes hitos: la conducta altruista, explicada como resultado del esfuerzo por salvaguardar el acervo genético compartido entre parientes consanguíneos (selección de parientes); la cooperación directa para beneficio mutuo, que permite la cooperación entre individuos en contextos de interacciones repetidas en grupos pequeños, de manera que el dilema entre cooperar o dejar de hacerlo se mantiene en equilibrio gracias a que de cada individuo puede castigar al compañero egoísta negándole la ayuda en la siguiente interacción; y la reciprocidad indirecta, que es aquella en la que la recompensa o pago por un favor que realiza un individuo le será devuelto por parte de una tercera persona o de la sociedad en su conjunto. Esta última modalidad ha permitido crear sociedades cohesionadas formadas por grandes grupos de individuos que no solo no están emparentados genéticamente, sino que ni siquiera se conocen.

El éxito de la cooperación para beneficio mutuo y de la reciprocidad indirecta se ha producido, como recuerda el autor, gracias a ciertos mecanismos inscritos en lo más profundo de la mente moral de todo ser humano. El prestigio y la reputación, de una parte, y el castigo y el ostracismo, de otra, son las herramientas niveladoras que permiten contener, dentro de un orden, la proliferación de conductas egoístas. La pérdida de la reputación por haber cometido un acto inmoral o haber denegado ayuda cuando existía un compromiso es algo muy grave que puede llevar al suicidio o al homicidio. El rechazo y la condena social tienen un terrible impacto psicológico en el ser humano; la condena al ostracismo es una especie de muerte social y la ruptura del sentido de conexión y pertenencia es uno de los factores de riesgo ampliamente aceptados para el suicidio.

Protestas por la muerte de George Floyd, 2020.

Para conseguir este difícil equilibrio evolutivo fue necesaria la circulación abundante de información sobre la calidad y fiabilidad morales de las personas mediante el cotilleo y la cháchara, que tanto hacen disfrutar al ser humano. Esa información, que construye o destruye la reputación y el prestigio del potencial cooperante, resultó y resulta determinante en las interacciones sociales para el éxito o el fracaso de los intereses y alianzas de los individuos. Pero nuestra mente moral, además, se consolidó ligada a un sesgo fuertemente tribal marcado por la decisiva oposición entre un «nosotros» y un «ellos». Nuestra psicología tribal nos permite identificarnos y coordinarnos con los miembros de nuestro grupo, facilitando la satisfacción de nuestras necesidades. Tendemos a preferir y a favorecer a los miembros de nuestro grupo frente a los miembros de otros grupos.

Los miembros del mismo grupo poseen normas de conducta similares que facilitan el éxito de la cooperación. Además, están sujetos a que su comportamiento puede afectar a su reputación y ser objeto de castigo. La cooperación, cuando no se posee información de primera mano sobre los individuos con los que se interacciona, necesita la identificación de los miembros en los que se puede confiar, es decir, los del endogrupo. Esta identificación quedó en manos de un conjunto de signos o marcadores de pertenencia muy variados: ropa, pintura, tatuajes, lengua, rasgos físicos, costumbres alimenticias, prácticas rituales, etc.

Otros marcadores menos evidentes, pero no menos importantes, en opinión de ciertos psicólogos evolucionistas como John Tooby, son las creencias o la ideología. Las ideas y creencias no son sólo una cuestión personal, nos abren las puertas de la pertenencia al grupo y señalan también esa identidad hacia el exterior. Malo se adhiere a esta interpretación, pues permite dar sentido al asombroso, diverso y exuberante mundo de las creencias y prácticas culturales, incluso a las más absurdas y arbitrarias. La comunicación de verdades funcionales, de verdades neutras, de hechos claros y comprobados puede no servir como señal diferencial. Por el contrario, unas creencias exageradas, inusuales, por ejemplo, creencias sobrenaturales o altamente improbables (alarmismos, conspiraciones y muchas otras creencias que circulan para estupor de muchos) no se mantendrían si no es como expresión de una identidad.

Sea esta u otra la explicación correcta, el tribalismo característicamente humano ha impuesto severos límites a la interacción con los otros y a su evaluación moral. Por ejemplo, la división Ellos/Nosotros limita el alcance de la tan traída empatía, que muestra grandes limitaciones para atravesar las barreras de nuestro círculo social, exige lealtades inquebrantables, impone el dominio de la lealtad por encima de la honestidad y moviliza todo tipo de coaliciones que tienen la función de ampliar el poder de los individuos ofreciéndoles más poder frente a los otros. Este es un hecho de extraordinaria importancia: los límites de nuestras normas morales llegan hasta los límites de nuestro grupo, es decir, no aplicamos las mismas normas morales a los miembros de nuestro grupo que a los individuos que no pertenecen a nuestro grupo.

La mente moral en el mundo moderno

Moralización

La historia de occidente durante los dos últimos siglos puede interpretarse, al menos parcialmente, como un proceso de secularización y amoralización, legado de la Ilustración. La amoralización sería el proceso por el que ciertos objetos o conductas salen del campo de la moral. Por ejemplo, durante el último medio siglo hemos presenciado cómo ciertas conductas como la masturbación, el sexo prematrimonial o las relaciones homosexuales se liberaban de su significación moral negativa -al menos parcialmente y no en todas partes por igual-. Este fenómeno ha traído indudables avances para la convivencia en sociedades cada vez más plurales, una tendencia que parece frenarse en los últimos tiempos.

La moralización, por el contrario, es el proceso por el que una actividad que previamente se consideraba fuera del campo moral entra dentro de él. No se conocen bien los factores que desatan este proceso, pero así ha ocurrido en las últimas décadas con el consumo de carne -criticado desde posiciones conservacionistas-, con el consumo de tabaco -cuestionado por su impacto sobre la salud individual y colectiva- o con el cuidado de los animales -desde posiciones animalistas-. Y, más recientemente, durante la pandemia, en el enfrentamiento con los denominados antivacunas. En el ámbito político, por su parte, la pugna entre partidos también ha rebasado los límites de los programas políticos y las medidas económicas, para adentrarse en el ámbito de la moral, hasta convertir a los grupos políticos en tribus morales enfrentadas que ven al oponente como un Otro inferior y que incentivan relaciones de exclusión que rompen amistades y familias.


En todo caso, la cuestión de fondo es que, cuando algo entra en el campo moral, se convierte en un debe y pone en alerta a los individuos frente a la conducta de los otros. Si algo tiene carácter moral, se puede y se debe recriminar, no basta solo con disentir, y reclama una regulación social promoviendo un movimiento general de las instituciones y de los medios de comunicación en esa dirección, para garantizar ese «deber ser». La moralización desata entonces los resortes de la mente moral, excitando las reacciones emocionales, los tribalismos y los dogmatismos que dificultan cualquier negociación entre partes. Incluso la violencia puede ser contemplada como medio legítimo.

Victimismo

Un fenómeno análogo al anterior ha ocurrido con el desarrollo de una hipersensibilidad ante los agravios, tal y como refiere Malo. Los conceptos de trauma y víctima han sufrido una ampliación semántica. En un principio, el concepto de trauma hacía referencia a heridas físicas (trauma procede de la palabra griega para «herida»). Su causa era un suceso externo y sus efectos eran orgánicos, aunque se podían manifestar con síntomas psicológicos. Sin embargo, el suceso traumático ha ampliado su extensión, ya no necesita ser una amenaza a la vida, ni estar fuera del rango de la experiencia humana normal, no tiene por qué crear malestar en casi cualquier persona. Sólo es necesario que la persona lo viva como perjudicial. Bajo esta definición, el concepto no solo se ha hecho mucho más amplio, sino más subjetivo, abierto a múltiples sensibilidades nacidas de experiencias y conductas negativas, por acción u omisión. Como consecuencia se identifican más tipos de experiencias como perjudiciales y a más tipos de personas como perjudicadas, como víctimas que necesitan cuidado y protección.

Este nuevo marco, más sensible y receptivo, que amplía el espacio del sufrimiento, desencadena, sin embargo, ciertos efectos perversos. Si bien las víctimas se definen por su sufrimiento, vulnerabilidad e inocencia, se disminuye su capacidad para salir de su situación por sus propios medios, es decir, crea dependencia, al tiempo que aumenta el encasillamiento de los villanos morales, los abusadores como únicos agentes morales. Los ejemplos traídos por el autor proceden mayoritariamente de las sociedades norteamericana y británica. Y su contexto más inmediato es el de las universidades y la vida académica. En este mundo sensible, intelectualizado y proactivo se ha instalado, por ejemplo, el concepto de microagresión. Derald Wing Sue define las microagresiones como «las breves y cotidianas indignidades verbales, conductuales y ambientales, intencionadas o no intencionadas, que comunican una actitud hostil, negativa o despectiva en temas raciales, de género u orientación sexual, e insultos leves religiosos contra individuos o grupos». Entre nosotros, este concepto ha adoptado típicamente la forma de micromachismos, un tipo específico de microagresión.

Bradley Campbell y Jason Manning, cuya obra sirve de guía a Pablo Malo, han desarrollado una teoría acerca del victimismo3. Distinguen estos autores entre dos tipos de cultura convencionales: la cultura del honor y la cultura de la dignidad. En la primera, es la reputación lo que hace que alguien sea honorable o no, y uno debe responder agresivamente a los insultos, las agresiones y los desafíos, porque si no lo hace pierde el honor. En la segunda, se considera que, en vez de honor, las personas tienen dignidad, que es inherente a ellas, por lo que no puede ser alienada por otros, ni tiene que ser demostrada. La dignidad existe independientemente de lo que otros piensen, por lo que la reputación social es menos relevante.

Nuestra cultura actual, según Campbell y Manning, está adquiriendo una forma híbrida con elementos de ambas culturas. Por una parte, la creciente sensibilidad ciudadana es más propia de la cultura del honor, muy sensible a la ofensa, pero, por otra, los individuos no responden personalmente, buscando directamente la reparación de su honor, sino procurando el respaldo de terceras partes, como exige el recurso a las instituciones que protegen los derechos dentro de la cultura de la dignidad. Esto último sería impensable en una cultura del honor. Dos aspectos distinguen esta nueva cultura híbrida del victimismo. Por una parte, las ofensas que desencadenan protestas son, en muchos casos, cuestiones menores que podrían interpretarse como asuntos relativos a las buenas formas, imputables a la mala educación o la ignorancia, asuntos reprobables en el plano puramente personal. Por otra, el individuo o colectivo que se siente ofendido recurre a las redes sociales para hacer público su problema y movilizar rápidamente la opinión pública en su favor y contra el agresor -sin mediación institucional-.

Cancelación y redes sociales

Otro fenómeno ligado a la creciente indignación moral es la llamada «cultura de la cancelación» o, dicho de otro modo, de la censura, silenciamiento u ostracismo. Ya sabemos la importancia que la reputación tiene para la vida social en nuestra especie y cómo nuestra mente ha evolucionado para utilizarla como indicador de confiabilidad. Otro tanto ocurre con la función del castigo y el ostracismo como penalización dirigida contra individuos que rompen las reglas y convenciones sociales -malas compañías para una mente cooperativa-. La expresión «cancelación» nació para referirse a la suspensión de conferencias de ciertos académicos o intelectuales en las universidades estadounidenses, porque un sector de los estudiantes no los consideraba moralmente adecuados. La cancelación se produce utilizando las redes sociales o también convocando manifestaciones in situ con el objetivo de boicotear el acto. Numerosas personas han sido objeto de cancelación en el ámbito intelectual, académico, literario o político, aunque también han sufrido este castigo personas anónimas que publican fotos, textos o reflexiones en cualquier medio. Una vez más, las redes sociales se convierten en el medio preferido para airear esta indignación moral.


Aunque algunos defensores del fenómeno han argüido que la cancelación es solo una forma de crítica, hay razones para pensar que detrás de ella hay algo más. Malo, siguiendo a Jonathan Rauch, identifica algunas señales inequívocas de que la cancelación desborda la crítica lícita para ir más allá: la cancelación busca el castigo más que la corrección de un error, pretende silenciar a su objetivo eliminando la disidencia; no utiliza la persuasión, sino la fuerza y el miedo; no dialoga con el individuo ni discute sus ideas, sino que estigmatiza a la persona con argumentos ad hominem u otros recursos no veraces, al tiempo que promueve el exhibicionismo moral de quienes realizan la crítica. Como señala el autor, la cuestión de fondo, lo verdaderamente preocupante, es que lo que estas cancelaciones buscan no es otra cosa que crear un régimen de miedo en el que la gente tema dar su opinión y en el que ciertas ideas no puedan ser cuestionadas.

Una nueva religión secular: la teoría de la Justicia Social Crítica

Es indudable que las últimas décadas han visto crecer la polarización política. Como resume el propio Malo, estamos en un momento histórico en el que el liberalismo y la modernidad que se encuentra en el corazón de la civilización occidental están amenazados. La amenaza procede de dos tipos de fuerzas, una revolucionaria y otra reaccionaria. Por un lado, están proliferando movimientos de extrema derecha que buscan dictadores que defiendan los valores occidentales tradicionales. Por otro lado, en la extrema izquierda, los cruzados progresistas sociales actúan como paladines del progreso moral sin los cuales la democracia estaría vacía.

Pero la atención del autor se dirige particularmente hacia una forma de ideología social autoritaria alimentada intelectualmente por el pensamiento posmoderno. Siguiendo la interpretación de Helen Pluckrose y James Lindsay en su obra Cynical Theories, Malo identifica el origen de la denominada teoría de la Justicia Social Crítica como un derivado de las ideas posmodernas. La posmodernidad echó a andar hace cinco décadas como crítica contra el legado ilustrado y positivista. Su discurso se estructuró en dos vectores: como crítica epistemológica, defendiendo el relativismo cultural, la disolución de la verdad y el escepticismo gnoseológico, y como crítica política, desvelando las relaciones entre conocimiento y poder. En los años noventa, el discurso posmoderno tomó una orientación hacia el activismo político y social, algo menos etéreo y abstracto. En esta época, el discurso posmoderno alumbró un conjunto de teorías como la teoría queer, la teoría poscolonial, la teoría crítica de la raza y la interseccionalidad, el feminismo y los estudios de género, los estudios sobre discapacidades y obesidad y otros.

Estas nuevas teorías, englobadas en la Justicia Social Crítica, mantienen una doble filiación. Por una parte, beben del posmodernismo al rebasar el marco reivindicativo de la lucha por los derechos civiles de las minorías -formalmente alcanzados- característico de la democracia liberal, un marco insuficiente por sus vínculos con el statu quo, es decir, con un sistema político en el que los derechos tienen una realidad más formal que sustantiva y en el que predominan los intereses de la clase política típicamente heterosexual, patriarcal y blanca. Pero, por otra parte, al estilo de la vieja Teoría Crítica frankfurtiana, necesitan ir más allá del escepticismo posmoderno, nihilista, para poner en marcha una verdadera transformación social y moral del mundo. Dicho de otro modo, el nuevo marco teórico de la Justicia Social Crítica rebasa el ámbito descriptivo para adentrarse en lo normativo, en lo moral. El resultado final es un «posmodernismo aplicado», como lo llaman Pluckrose y Lindsay, que abandona el escepticismo para considerar que la opresión sobre ciertos grupos basada en su identidad, aunque ésta sea una construcción social, es real y tiene consecuencias objetivamente negativas que se deben combatir, luchando contra el modelo dominante.

Malo hace suya la interpretación de Pluckrose y Lindsay según la cual el modelo liberal democrático ha sido puesto en jaque por esta nueva teoría crítica. La defensa de los derechos de las minorías raciales o de la mujer no dejan de ser ajustes menores dentro del propio sistema de desigualdades que consagra el liberalismo, meros apaños, y es el propio modelo el que se cuestiona. Este cambio se ha iniciado en el mundo anglosajón (Estados Unidos, Canadá, Reino Unido y Australia) y todavía no ha afectado en el mismo grado a España y a los países de lengua hispana, aunque es sensato pensar que también llegará hasta nosotros. Hasta cierto punto, algunas de las políticas de igualdad en España, los conflictos internos del feminismo o ciertas reivindicaciones sociales de la izquierda más radical reproducen los mensajes de la Justicia Social Crítica -especialmente en cuestiones de género y en la defensa de las minorías-.

La Justicia Social Crítica también ha tomado la denominación «wokismo», del término inglés «woke», despertar, que hace referencia a la necesidad de tomar conciencia de la injusticia que soportan determinados colectivos. El wokismo tiene algunos rasgos comunes con una actitud religiosa y Malo hace suya la interpretación del historiador Tom Holland y otros intelectuales como James Lindsay, Mike Nayna, Jonathan Haidt, Andrew Sullivan o John McWorther, al contemplar la Justicia Social Crítica como una nueva religión secular de izquierdas. Jonathan Haidt, por ejemplo, afirma que, en cada universidad, algunos verdaderos creyentes han reorientado su vida alrededor de una lucha contra el mal y Andrew Sullivan se pregunta si la interseccionalidad, que es el concepto que une todas las ramas de la Justicia Social Crítica, es una nueva religión.


Malo sigue a Holland cuando interpreta el movimiento #MeToo, el #BlackLivesMatters, y, más genéricamente, el wokismo, como manifestaciones de la matriz de pensamiento y acción cristianas4. La lectura de Holland, que Malo asume, ve en la Justicia Social Crítica la reproducción de una vieja polémica, la que enfrentó a Pelagio con Agustín de Hipona acerca del valor de las acciones personales en la salvación. Mientras que Agustín despreciaba el valor de las acciones individuales para salvar el alma, algo que depende finalmente de la Gracia divina como consecuencia del pecado original, Pelagio consideraba esencial la virtud personal y la transformación moral del mundo. En opinión de Holland, la izquierda estaría en la posición de Pelagio, la de exigir a los demás un cambio de actitud, en actitud punitiva y reclamando para sí la pureza moral. La izquierda radical actúa como si se encontrara en posesión de la verdad moral y ello confiere superioridad a su discurso y justifica su actitud punitiva. La vida se presenta como un enfrentamiento entre el bien y el mal, entre discursos dominantes -el del hombre blanco heterosexual, chivo expiatorio y culpable genérico de todos los males- y discursos e identidades excluidas, un mundo de relaciones de poder cuyo balance debe ser corregido. Aunque este marco de pensamiento sea compartido por una minoría (Malo, citando a otros autores, estima que puede suponer un 10% de la opinión pública norteamericana), su posicionamiento moralizante y su agresividad disuade a la ciudadanía de un enfrentamiento directo pues nadie desea ser identificado como miembro del bando opresor.

Pablo Malo es pesimista y duro en su juicio sobre el alcance y la evolución de este fenómeno. El papel realizado anteriormente por la religión ha sido asumido ahora por la Justicia Social Crítica, que representa un movimiento con los valores éticos y morales cristianos, pero sin Dios. El resultado, como señala el autor, es la caza de brujas es implacable y cruel, y no sirve de nada pedir perdón. El culpable debe ser aniquilado, silenciado, excomulgado, condenado al ostracismo, sin importar que, en muchos casos, estos linchamientos hayan acabado en suicidios. No se puede descartar que también los tibios, los que no sancionan, terminen siendo objeto de descalificación.

Perspectivas de futuro

Pablo Malo deja para el final la respuesta a la pregunta que subyace a lo largo del libro: ¿qué podemos hacer frente a estos desafíos? El autor presenta un conjunto de medidas que «deben tomarse como lo que son, un torbellino de ideas y no como algo consolidado y firme». En síntesis, son las siguientes:

Un primer paso fundamental es darse cuenta de que la moralidad constituye un peligro, algo de lo que mucha gente no es consciente, pues solemos fijarnos en sus aspectos positivos (por ejemplo, la búsqueda de justicia) e ignorar su lado oscuro. Este peligro supone un problema extremadamente difícil de solucionar, ya que nuestra mente moral es parte de la naturaleza humana, evolucionada para facilitar la cooperación dentro de grupo y la competencia con otros grupos. Así, nuestro carácter tribal no es eliminable de la ecuación. Las soluciones, pues, deben ir en la línea de diseñar instituciones (diques de contención) que mantengan a raya los excesos de nuestra moralidad.

Malo recoge también algunas sugerencias interesantes, pero difíciles de articular. Por ejemplo, el denominado abolicionismo moral. Se trataría de hacernos ateos de la moralidad del mismo modo que nos hicimos ateos con respecto a la existencia de Dios. El objetivo sería reducir al máximo la moralización. En realidad, no se trata de abolir la moralidad, sino de domarla. Introducir racionalidad en los conflictos y extraer de ellos sus resonancias morales. Olvidar los planteamientos en términos de buenos o malos y buscar salidas negociadas. Al fin y al cabo, la biología nos enseña que la moralidad es un medio para un fin, no un fin en sí mismo. Lo esencial es la cooperación y podemos intentar conseguirla sin pasar por la moralidad.

En el ámbito político, «la idea esencial sería sacar la moralidad de la vida pública todo lo que podamos, dejarla para el ámbito de lo privado». Para ello es necesario crear instituciones que sujeten nuestros instintos morales. Por ejemplo, cambiando el diseño de las redes sociales, que actúan como potenciadores de lo peor de nosotros o rediseñando nuestras instituciones políticas y la forma en que se reparte el poder, para que se favorezca la cooperación y la colaboración y no el enfrentamiento. Otro punto con respecto a la política es que necesitamos despolitizar nuestras vidas y recuperar otras formas de realización personal como las relaciones de amistad, la familia y los seres queridos o la cultura, los espacios y la naturaleza. En el ámbito social, repite la misma idea: sacar la ideología y los contenidos morales de nuestra convivencia diaria. El adoctrinamiento debe quedar fuera del ámbito público. Todo lo que comenta sobre el mundo laboral se puede aplicar también a la escuela y al sistema educativo.

En este mismo sentido, Malo defiende la necesidad de fomentar el escepticismo en todos los niveles: «Hoy en día las narrativas se venden en paquetes y sólo hay dos posiciones: comprar el paquete completo o rechazarlo». Por el contrario, deberíamos aplicar una suerte de regla como esta: «Nadie tiene la última palabra: tú puedes afirmar que una declaración está establecida como conocimiento sólo si puede ser refutada, en principio, y sólo en la medida en que aguanta los intentos de refutarla».

Algunas reflexiones complementarias desde una perspectiva evolucionista

El término moralidad abarca un amplio conjunto de fenómenos y rasgos de comportamiento humano que influyen en las interacciones sociales. Teniendo en cuenta esta complejidad resulta difícil elaborar una explicación evolutiva que dé cuenta de la moralidad. Darwin fue el primero en intentarlo y, desde él, ha habido otros muchos intentos. En los últimos 40 años, ha ganado fuerza la tesis darwinista, que suscribe Malo, de que la moralidad tiene un origen adaptativo, promoviendo la evolución de un comportamiento cooperativo dentro de las sociedades humanas. Esta visión de la moralidad como un medio (una adaptación), para conseguir un fin (la cooperación), da cuenta de un rasgo decisivo de la moralidad: el hecho de que los juicios morales implican una intención expresiva y prescriptiva, una posición defendida filosóficamente por figuras como Hume, Stevenson o Hare. Un juicio moral no es nunca meramente descriptivo. Incluso las fórmulas más neutrales comunican un fondo imperativo.

Esta interpretación evolutiva deja sin explicar, en nuestra opinión, un rasgo de la moralidad igual de relevante que el anterior, y que Malo, siguiendo a Linda Skitka, también reconoce: la percepción de que, desde una perspectiva folk, lo bueno y lo malo se presentan a la conciencia individual como si estuvieran dotados de cierto tipo de objetividad y universalidad. Los individuos interactúan y aprenden en un mundo cultural convencional que incluye normas que les son presentadas con la misma exterioridad que caracteriza a las propiedades materiales del mundo físico, como si fuesen elementos del campo objetivo de los hechos. Esta percepción de nuestras creencias y prácticas de una manera compatible con una interpretación objetiva de la moralidad debe incluirse en una explicación naturalista que intente abarcar el comportamiento moral en sus aspectos esenciales.


Nosotros hemos sugerido que para ello es necesario completar este escenario evolutivo, considerando un aspecto importante de la arquitectura cognitiva humana que procede de nuestra evolución como organismos culturales. El secreto de nuestro éxito, por usar la expresión de Joseph Henrich, está en nuestra capacidad evolucionada para la transmisión y acumulación culturales, pues es la cultura, en su extraordinaria complejidad, la que nos ha permitido colonizar con éxito adaptativo el planeta entero. En esta visión coevolutiva de genes y cultura, que difiere en algunos aspectos relevantes de la que proponen los psicólogos evolucionistas, la transmisión cultural acumulativa necesitó sus propios mecanismos evolutivos, anteriores incluso al desarrollo de la cooperación genuinamente humana, y cuyos efectos sobre nuestra cognición se hacen visibles en nuestra mente moral5. Entre esos mecanismos, nosotros hemos destacado la capacidad de orientar el aprendizaje de los hijos, utilizando formas elementales de enseñanza mediante la aprobación o la desaprobación de su conducta. Esas formas básicas de enseñanza, a las que hemos denominado enseñanza assessor, permitieron a los padres transmitir a sus hijos la experiencia acumulada, tanto sobre los comportamientos que deben imitar como sobre los que deben evitar6. Hemos llamado psicología suadens (del latín suadeo: a valorar, aprobar o aconsejar) al conjunto de características cognitivas que han hecho posible la enseñanza assessor7.

La enseñanza assessor da pie a percibir lo que aprendemos, nuestras creencias adquiridas, de una manera que favorece una interpretación objetiva de la información transmitida. Cuando los padres corrigen el comportamiento de sus hijos, las orientaciones vienen provistas de un valor de veracidad y corrección que no puede reducirse a un criterio funcional. La selección natural nos ha hecho sensibles a las indicaciones sobre cómo debemos comportarnos por parte de las personas afectivamente más próximas -familia, amigos-, buscando su aprobación y tratando de evitar su rechazo. Como resultado, el aprendiz assessor percibe las emociones sociales de agrado o desagrado derivadas de la práctica de un comportamiento, como si fueran señales objetivas del valor intrínseco de los comportamientos: si se aprueba un comportamiento, entonces es bueno, si se desaprueba, entonces es malo.

De ahí, la inmediatez con la que el individuo percibe y experimenta sus prácticas, creencias, usos y tradiciones. Esta orientación emocional sobre qué aprender y cómo actuar es clave en la interiorización de valores y normas y, al tiempo, es responsable de que se mantengan muchas tradiciones, creencias y valores en las sociedades humanas, aunque carezcan, en muchos casos, de una justificación racional o empírica que avale su permanencia8.

El apoyo emocional que hace posible y eficiente el aprendizaje assessor ayuda a construir una imagen del mundo con una pretensión de objetividad que, sin embargo, está en el extremo opuesto de cualquier actitud ética que sea distanciada, reflexiva y crítica. En esa objetividad, la mente de cada individuo confunde la representación compartida del mundo (su mundo), con el mundo, y el conjunto empírico de preferencias y prácticas (sus valores), con los valores. De una manera casi inevitable, los individuos con una psicología suadens adoptan la disposición intelectual y moral de un creyente. Ese ha sido el precio que hubo que pagar por el desarrollo de nuestro sistema de aprendizaje cultural acumulativo. Esa percepción folk de la verdad de nuestros valores como algo objetivo dificulta enormemente el dialogo entre tradiciones culturales diferentes y produce desconfianza y recelo ante valores y conductas que exhiben los miembros de otros grupos.

Constatar esta situación no implica que los autores de este comentario ni la mayor parte de sus potenciales lectores, educados en una tradición ilustrada, tengamos que renunciar a nuestros valores democráticos, o a defender los principios de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Tampoco nos exige la búsqueda, siempre, de una solución intermedia, pactada, para satisfacer parcialmente valores que consideramos profundamente equivocados. Sin embargo, asumir que nuestras convicciones son fruto de un aprendizaje emocional, que podría haber sido otro, sí que nos obliga a no deshumanizar a nuestros oponentes por pensar de manera distinta.

La historia nos muestra que muchas personas inteligentes y honestas en sus convicciones han vivido (y viven) con naturalidad en sociedades xenófobas, machistas, homófobas y nada tolerantes con religiones distintas de la mayoritaria. Podemos utilizar la racionalidad para mostrar cuáles son los principios axiomáticos, las inconsistencias y los inconvenientes que detectamos en las tradiciones ajenas, aceptando que nuestros oponentes tienen derecho a hacer lo mismo con la nuestra. Por desgracia, sólo una pequeña parte de las tradiciones que rigen una sociedad tiene contenido empírico y pueden ser refutadas en un sentido popperiano, como desea el autor. A nivel individual parecerá poca cosa, pero lo honesto, sabiendo lo que sabemos, es tenerlo en cuenta cuando interaccionamos con los demás.

A nivel colectivo, como también sugiere Malo, habría que potenciar instituciones que eviten la estigmatización del diferente y ordenen la interacción social y política dentro de los cauces del respeto y la racionalidad, caracterizando de manera explícita el marco axiomático valorativo del que partimos. O para expresarlo en términos psicobiológicos, el objetivo de nuestras políticas no es tanto la naturaleza humana, algo que para nuestros cálculos podemos considerar inalterable, cuanto la construcción de un ecosistema social robusto capaz de sujetar su lado más conflictivo.

Notas

1. Panea Márquez, J. M. (2015). «JL López Aranguren (1909-1996) y el problema de nuestro tiempo». Revista internacional de pensamiento político, 10, 273-289. 
2. Citado por Panea Márquez (2015), pág. 281. 
3. Véase el libro de Bradley Campbell y Jason Manning The Rise of Victimhood Culture, en el que elaboran la teoría acerca del victimismo que sigue el autor. 
4. Véase el libro de Tom Holland Dominion: The Making of the Western Mind. 
5. Castro, L., Castro-Nogueira, M. A., Villarroel, M., & Toro, M. A. (2021). Assessor teaching and the evolution of human morality. Biological Theory, 16, 5–15. https://doi.org/10.1007/s13752-020-00362-7. 
6. Castro, L., & Toro, M. A. (2004). The evolution of culture: From primate social learning to human culture. Proceedings of the National Academy of Sciences, USA, 101, 10235–10240. 
7. Castro L., Castro-Nogueira L., Castro-Nogueira, M.A., & Toro, M.A. (2010). Cultural transmission and social control of human behavior. Biology and Philosophy 25, 347-360. Y también Castro, L., Castro-Nogueira, M. A., Villarroel, M., & Toro, M. A. (2019). The role of assessor teaching in human culture. Biological Theory, 14, 112–121 
8. Para una versión detallada véase el libro de Laureano, Luis y Miguel Castro-Nogueira. ¿Quién teme a la naturaleza humana?, Tecnos 2016 (2ª edición). 

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