Texto da historiadora norte-americana Gertrude Himmelfarb, traduzido Adolfo Rivero Caro para o site Liberalismo.org:
La
"política de la compasión" se ha convertido en un término de burla.
Cuando los conservadores se lo aplican a los "liberales", sugiere un
enfoque sentimental sobre los problemas sociales y, todavía peor, un
enfoque estúpido donde los sentimientos predominan sobre la razón, las
buenas intenciones sobre los resultados, y "sentirse bien" sobre "hacer
bien". Esa crítica es bastante justa pero también muestra una cierta
evasión del problema central. Porque si la política de la compasión, tal
como se entiende habitualmente, es un fracaso, la compasión misma, como
principio de comportamiento, no lo es. En realidad, la compasión es la
base de una ética social con un linaje muy honorable. Se retrotrae, por
lo menos, hasta el judaísmo y cristianismos antiguos ha llegado hasta
nosotros en esa forma híbrida conocida como la tradición judeocristiana.
Modernamente, la virtud religiosa de la compasión se ha trasmutado en
una virtud secular, y un deber privado se ha convertido en una
responsabilidad pública. Esto fue un singular logro de la Ilustración
Británica – la Británica, no la Francesa.
Los
británicos no tenían philosophes, tenían "filósofos morales". Adam
Smith era "Profesor de Filosofía Moral" en la Universidad de Glaslow,
como lo había sido Francis Hutcheson antes de él y como lo fue Thomas
Reid después. El término también se aplica a los que no tenían ese
título académico pero estaban comprometidos en la misma empresa
filosófica – principalmente el tercer Earl de Shaftesbury, que tuvo la
distinción de ser el padre de la Ilustración Británica. La colección de
ensayos de Shaftesbury, incluyendo un famoso ensayo sobre la virtud,
apareció en 1711 y tenía 10 ediciones para fin de siglo. El fue quien
hizo populares los conceptos claves del discurso filosófico y moral
británico de todo el siglo – "virtudes sociales", "afectos sociales",
"afectos naturales", "sentido moral", "sentimientos morales",
"benevolencia", "simpatía" y "compasión".
Un
año después de la muerte de Shafsbury, Bernard Mandeville le rindió un
involuntario tributo lanzando el más serio y sistemático ataque contra
su filosofía. La Fábula de las Abejas se publicó en 1714, su subtítulo
era "Vicios Privados, Beneficios Públicos", y era un manifiesto contra
Shafsbury. La sociedad, alega Mandeville, no se basa ni en "las
cualidades amistosas y los benévolos afectos" de la naturaleza humana ni
en sus facultades de "razón y auto-negación" sino más bien en "lo que
llamamos maldad en este mundo moral así como natural". La maldad es "el
gran principio que nos hace criaturas sociales, la sólida base de todos
los empleos y oficios sin excepción". Con un fino sentido de
imparcialidad, Mandeville aplicó esta biliosa concepción de la
naturaleza humana a los pobres y ricos por igual. Pero era
particularmente pertinente para los pobres porque eran ellos los que
mostraban "tan extraordinaria proclividad a la vagancia y el placer" y
nunca trabajarían "a no ser que se vieran forzados por una inmediata
necesidad".
Una virtud natural
Mandeville
hizo un intento animoso pero fútil para abortar la filosofía moral que
sería un rasgo característico de la Ilustración Británica, una filosofía
en que la compasión, y no el egoísmo y ni siquiera la razón, jugaría el
papel fundamental. A diferencia de Locke, que proclamó que "no hay
principios prácticos innatos"de moralidad, justicia o fe, los filósofos
morales del siglo XVIII insistieron en esos principios. Así donde Locke
buscaba en la educación la forma de inculcar a los niños los
sentimientos de "humanidad" y "compasión", Shaftsbury arraigaba ese
sentimiento en la naturaleza y el instinto más bien que en la razón y la
educación. "Ser compasivo" afirmaba, ".Vg., participar en una pasión…
Conmiserarse, Vg., participar en la miseria… Esto es bueno y correcto;
nada más armonioso, y carecer de esto, o no sentirlo, es artificial,
horrible y monstruoso".
Los
otros filósofos morales hacían objeciones de detalles, de un tipo o de
otro, a las enseñanzas de Shafsbury pero todos estaban de acuerdo en que
las "virtudes sociales"se derivaban de un sentido o sentimiento que
eran innatos a la naturaleza humana. No negaba la razón, de ninguna
manera eran irracionalistas. Pero le daban a la razón un papel
secundario, instrumental. Francis Hutcheson, que fue el primero en
enunciar el principio de "La mayor felicidad del mayor número",
enraizado en un "sentido moral"que "previo a la instrucción"porque es
universal a todos los hombres. El obispo Butler hizo dos sermones
titulados "Compasión"en los que alegó que la razón por si sola "no es
suficiente motivo para la virtud en una criatura como el hombre"; tenía
que estar acompañada de la compasión, que es "un llamamiento de la
naturaleza para ayudar al infeliz de la misma forma que el hambre es un
llamado al alimento". Los "infelices", añadió, incluían a los indigentes
y atormentados". Thomas Reid argumentaba que si el hombre sólo hubiera
estado dotado de razón, la especie se hubiera extinguido.
Afortunadamente, la razón está complementada por "los afectos
benévolos"que "no son menos necesarios para la preservación de la
especie humana que los apetitos del hambre y la sed". Y Adam Ferguson
también consideraba la "humanidad" un rasgo de "la pertenencia a la
naturaleza humana" que era "característico de la especie".
Inclusive
Hume, que tenía una visión particularmente poco sentimental de la
naturaleza humana, creían en un instinto que no ser derivaba de la razón
sino de "un gusto moral"o "benevolencia". "Parece que una tendencia al
bien común y a la promoción de la paz, la armonía y el orden social nos
atraen hacia las virtudes sociales". Y, otra vez, más elocuentemente:
"Hay una cierta benevolencia, por pequeña que sea, en nuestro pecho; una
chispa de amistad por la especie humana; una partícula de la paloma en
todos nosotros, junto con los elementos del lobo y la serpiente ’’.
Si
la razón, para estos filósofos morales, no era suficiente explicación
para las virtudes sociales, tampoco lo eran el interés personal o el
amor propio. A diferencia de Hobbes o Locke, que formularon su filosofía
moral sobre la base del interés personal apuntalado por la razón,
insistían en que "humanidad" era desinteresada, que se derivaba de un
sentimiento por el prójimo más bien que por uno mismo. Hutcheson dijo
que no podía ser producto del interés personal porque implicaba
asociarse uno mismo con experiencias tan dolorosas como el sufrimiento
de los demás. Hume, protestando contra lo que él llamaba "el sistema
egoísta de moral" de Hobbes y Locke, declaraba que "la desinteresada
benevolencia y no el interés personal" es una cualidad esencial de la
naturaleza humana.
Adam
Smith hizo de la idea de la compasión el tema central de Teoría de los
Sentimientos Morales. El párrafo inicial establece el tono de la obra.
Por
egoísta que pueda suponerse al hombre, evidentemente hay algunos
principios en su naturaleza que lo interesan en la fortuna de los demás y
hace su felicidad necesaria para él, aunque no saque nada de ella salvo
el placer de verla. De este tipo de lástima o compasión es la emoción
que sentimos hacia la miseria de otros cuando la vemos o imaginamos muy
vivamente… Mediante la imaginación nos colocamos en su situación…
entramos, por así decirlo, dentro de su cuerpo y nos volvemos en alguna
medida una misma persona con él."
El
hombre perfectamente virtuoso", proseguía Smith, "no sólo quiere ser
amado sino digno de amor… no sólo quiere elogio sino ser digno de
elogio… Sentir mucho por los demás y poco por nosotros mismos...
restringir nuestro egoísmo y complacer nuestras afecciones benévolas,
constituye la perfección de la naturaleza humana". No se puede
considerar la simpatía como un principio egoísta porque no surge porque
nos imaginemos a nosotros mismos en la condición lamentable del otro
sino porque imaginamos a los otros en ella. De esta forma, "un hombre
tiene que simpatizar con una mujer que esté dando a luz aunque es
imposible que se conciba a si mismo como sufriendo sus dolores en su
propia persona".
Una religión social
Cuando
los historiadores escriben sobre la Ilustración Británica, están
pensando en los filósofos morales. De esta forma o ignoran una de los
acontecimientos más memorables de la época, el renacimiento religioso
que iniciaran en 1738 John y Charles Wesley, o lo consignan al status de
una Anti-Ilustración. Como el eminente victoriano (y agnóstico) Leslie
Stephens, tienden a considerarlo como "calor sin luz… una recrudescencia
de ideas obsoletas". Con todo, hay buenas razones para situar ese
renacimiento en la Ilustración, aunque no en la Ilustración de los
filósofos franceses, por supuesto, sino en la de los filósofos morales
británicos.
Cualesquiera
que sean las diferencias filosóficas, teológicas y temperamentales
entre los filósofos morales y los metodistas (el término era habitual en
la época), todos tienden a converger en importantes asuntos éticos y
prácticos. Si hubo una "racionalización" de la religión por los deístas,
hubo una "socialización" de la religión por los metodistas. Aunque los
filósofos morales estaban invocando un sentido moral innato como base de
su benevolencia, los predicadores metodistas estaban inculcando un
evangelio religioso de buenas acciones. "Los pobres son los
cristianos’’, proclamaba John Wesley, y procedía a hacer de ellos su
misión especial. Sus pobres, por otra parte, no eran sólo los
"merecedores" y "respetables" pobres que eran los mejores candidatos
para la conversión. El hacía un esfuerzo particular para buscar a "los
desterrados", los "olvidados", los "más flagrantes, endurecidos y
desesperados de los pecadores". Nadie estaba más allá de la salvación,
nadie era demasiado pobre, corrompido o incivilizado como para no poder
alcanzar el nivel espiritual y moral merecedor del nombre de cristiano.
Los
pobres no eran los únicos objetos de redención espiritual; eran los
beneficiarios del mensaje social de Wesley. El cristianismo, declaró, es
"esencialmente una religión social". Uno de sus mejores y más repetidos
sermones fue sobre el tema, "Gane a todos los que pueda… salve a todos
los que pueda… dé todo lo que pueda". Los metodistas distribuyeron
alimentos, ropas y dinero a los necesitados, hicieron "visitas" a los
enfermos y a los presos en las cárceles, establecieron fondos de
préstamos y trabajaron en proyectos para los desempleados, fundaron
hospitales, orfelinatos, sociedades de amistad, escuelas, bibliotecas y
otras empresas filantrópicas, y jugaron un papel destacado en los
movimientos a favor de las reformas de las prisiones y de la abolición
del tráfico de esclavos. Wesley mismo era un apasionado del tema de la
esclavitud: "esa execrable villanía". "Un africano", escribió, no era
"en ningún sentido inferior al europeo". Si lo parecía, era porque los
europeos lo habían dejado en situación de inferioridad, despojándolo de
"todas las oportunidades de mejorar en conocimiento o en virtud".
Quizás
más notables fueron los esfuerzos de los metodistas para educar a las
clases inferiores: educación en gran medida dedicada a leer la Biblia y
folletos religiosos pero que frecuentemente iba más allá, como se
desprende de sus publicaciones: un diccionario barato, una breve
gramática inglesa, una serie de folletos (muchos escritos por el mismo
Wesley) sobre medicina, electricidad, historia natural y temas por el
estilo, así como síntesis (algunas editadas, sin duda) de Shakespeare,
Milton, Spenser, Locke y otros clásicos.
En
la comunión metodista, los pobres tenían la satisfacción de ser
miembros apreciados. Había pocas distinciones sociales entre ellos, los
predicadores laicos no tenían calificaciones particulares ni
educacionales, ni sociales y ni siquiera sexuales, la mujeres
predicadoras tenían el mismo status que los hombres. Los miembros se
reunían una vez a la semana en pequeños grupos conocidos como "clases", y
en grupos más grandes llamados "familias". El historiador Bernard
Semmel ha descrito este aspecto comunal del metodismo como el
equivalente del ideal francés de la fraternidad. "En el siglo del sauve
qui peut de Voltaire y del laissez faire de Smith, cuando se estaba
resquebrajando el paternalismo de la sociedad jerárquica tradicional, el
metodismo trató de darle a las clases bajas un sentido de su propio
valor, y revivir la religión tradicional como fuente de calor y
entretenimiento, de confort y alegría".
Esta
ética era más efectiva porque no sólo era una ética social sino también
individualista. Derivada de una poderosa fe en la relación del
individuo con Dios, promovía un sentido de responsabilidad moral
personal similar a la ética puritana, alentando las virtudes de ahorro,
diligencia, temperancia, honestidad y trabajo duro. La "auto-ayuda"
estaba en una relación natural con la ayuda a los demás. La ética tenía
la distinción adicional de traspasar las barreras de clase y religión.
Para fines del siglo, la doctrina de Wesley había generado un
evangelismo dentro de la Iglesia de Inglaterra que atraía en gran medida
a las clases medias y altas, mientras que las sectas metodistas que
dejaban la iglesia atraían a los trabajadores y a la baja clase media.
La nueva economía política
La
filosofía moral y el evangelio religioso adquirieron un poderoso aliado
en la nueva economía política. Adam Smith, que combinaba los papeles de
filósofo moral y economista, eran tan conocido en su época por La
Teoría de los Sentimientos Morales como por La Riqueza de las Naciones.
Se acostumbraba pensar que los dos Smith eran incongruentes, los
alemanes lo llamaban "Das Adam Smith Problem". Recientes estudios
académicos han resuelto el problema: ahora los dos Smith están
firmemente unidos. El economista Joseph Schumpeter se quejaba de que
Smith estaba tan poco educado en la tradición de la filosofía moral,
derivada del escolasticismo y la ley natural, que no podía concebir una
economía per se, una economía divorciada de la ética y la política. Es
una buena observación aunque no necesariamente una crítica. La Riqueza
de las Naciones es, en si misma, un ejercicio en filosofía moral, como
es evidente de su retórica: la denuncia del "clamor y sofismas", "los
impertinentes celos", "la mezquina rapacidad", "los mezquinos y malignos
expedientes", "los interesados sofismas" y las "interesadas falsedades"
de esos comerciantes y fabricantes que adoptaron "la vil máxima de
‘todo para ellos y nada para los demás"’, y que promovieron sus propios
intereses a expensas de "los pobres y los indigentes".
Estos
sentimientos pueden parecer difíciles de reconciliar con la famosa
frase: "No esperamos nuestra cena de la benevolencia del carnicero o del
panadero sino de la preocupación por sus propios intereses". Pero este
principio fue enunciado en si mismo sobre la suposición de que el
carnicero y el panadero respetaban las leyes del libre mercado y no
"conspiraban", "engañaban" u "oprimían". Bajo estas condiciones, el
interés personal era el principio moral más efectivo para poder
satisfacer los intereses de todos. No tan elevado como el altruismo
pero, en el mercado particularmente, más confiable y efectivo.
El
"interés general" de Smith no era el Rosseau o el de Hegel. El de ellos
trascendía la suma de los intereses individuales; el de Smith era
simplemente el total de los intereses de todos los miembros de la
sociedad, incluyendo a los trabajadores. Esto fue quizás el aspecto más
novedoso de La Riqueza de las Naciones. El título no se refería a la
nación, como la entendían los mercantilistas –el estado-nación cuya
riqueza medía su poderío en relación con los otros estados- sino la
gente que integraba la nación. Eran sus intereses, su riqueza la que
sería promovida por una economía política que traería "una universal
opulencia que llega hasta los niveles más bajos del pueblo’’.
"Sirvientes,
jornaleros y obreros de los distintos tipos constituyen la gran mayoría
de cada gran sociedad… Ninguna sociedad puede florecer y ser feliz
cuando la mayoría de sus miembros es pobre y miserable. Por otra parte,
es una cuestión de equidad que los que alimentan, visten y albergan a
toda la población deban tener una parte del producto de su propio
trabajo como para que ellos también puedan estar razonablemente bien
alimentados, vestidos y alojados".
Al
desafiar los convencionalismos de su época, Smith veía con optimismo
los altos salarios porque veía con optimismo a lo trabajadores pobres.
"Donde los salarios son altos, siempre encontraremos trabajadores más
activos, diligentes y efectivos que donde son bajos". En el mismo
espíritu, apoyaba los impuestos proporcionales, y los impuestos en los
lujos más bien que en los productos de primera necesidad para que "la
indolencia y la vanidad de los ricos contribuya con facilidad al alivio
de los pobres". No tenía objeciones a las leyes de pobres. A lo que se
oponía, y vigorosamente, era el establecimiento de requerimientos de
residencia para los pobres, lo que limitaba sus oportunidades para
mejorar y los despojaba de la "libertad natural" de que disfrutaba la
mayoría de los otros ingleses. Más significativo, debido a que parecía
ir contra el principio del laissez faire, era su proposición de un
sistema educativo administrado y financiado por el estado para "el común
del pueblo", incluyendo a los "criados para las ocupaciones más bajas".
En
1776, cuando se publicó La Riqueza de las Naciones, estas eran
posiciones fuertes aunque heterodoxas. No se demoró mucho, sin embargo,
antes de que el libro se convirtiera en un clásico de su época. La
primera edición (un formidable trabajo en dos volúmenes de más de mil
páginas) se vendió en seis meses, una segunda edición, se publicó dos
años más tarde seguida de tres otras en los doce años antes de la muerte
del autor. Hume se declaró su discípulo inmediatamente y otros como
Edmund Burke, Thomas Paine, Edward Gibbon, Richard Price, William Pitt y
Lord North.
El nuevo humanitarismo
Estas
corrientes de pensamiento interrelacionadas –la filosofía moral de la
compasión, el evangelio de buenas acciones de Wesley y la economía
política de la libertad natural- se combinaron para crear lo que la
escritora evangélica Hannth More llamó (no totalmente como elogio) "la
Edad de la Benevolencia", y que un historiador posterior describió como
"el nuevo humanismo". Anteriormente en el siglo, Mandeville se había
quejado de que las escuelas caritativas inspiradas por el "afecto" de
Shafsbury por la sociedad, y por la "propensión a buscar el bienestar de
la misma". Quince años después, iba a tener mucho más de que quejarse.
Una Historia de Londres publicada en 1739 informa detalladamente sobre
las escuelas, hospitales y sociedades caritativas que estaban
floreciendo en las metrópolis. "De la misma forma en que opulencia y la
riqueza", escribía el autor, "son el resultado del comercio, también lo
son la hospitalidad, la ilustración y la caridad". Para 1756, cuando
apareció la segunda edición, esta sección del libro tuvo que ser
sumamente ampliada para acomodar las numerosas nuevas sociedades
establecidas en el ínterin. Samuel Johnson comentó: "Todas las manos
están abiertas para contribuir algo, todas las lenguas ocupadas en pedir
algo y, durante algún tiempo, se emplea todo arte del placer en interés
de la virtud". Hacia fines del siglo (y el fin de su vida), John Wesley
observaba que aunque "la lujuria y la profanidad" habían
lamentablemente aumentado, también lo habían hecho "la benevolencia y la
compasión hacia todas las formas del dolor humano… de una manera
desconocida anteriormente, desde la más remota antigüedad".
Si
la "benevolencia" y la "compasión" eran palabras claves de la época,
también lo eran "filantropía" y "filántropo". Este último término se
aplicaba a los caballeros –John Howard, Jonas Hanway, Thomas Gilbert y
otros- que hicieron de la filantropía una profesión voluntaria a tiempo
completo. Hubo sociedades para todo tipo de propósito meritorio: para
"Promover el Conocimiento Cristiano" (por medio de las escuelas
caritativas, entre otros), por "Mejorar la Condición y Aumentar las
Comodidades de los Pobres", para la abolición del comercio de esclavos,
para el cuidado de los huérfanos abandonados, los marineros enfermos y
lisiados, los huérfanos de los clérigos, las prostitutas, los ciegos,
los sordos y los mudos. Y hubo abundantes proposiciones de reforma: del
sistema legal, de las leyes de pobres, de los hospitales, prisiones y
casas de trabajo. Personas que inclusive veían esos esfuerzos con
escepticismo encontraban alguna causa digna de su simpatía. Defoe
escribió un folleto defendiendo la fundación de hospitales; Mandeville
aprobó la ayuda a los viejos y enfermos y Hannah More era una entusiasta
partidaria de las escuelas dominicales.
El
mismo movimiento de las escuelas dominicales fue significativo tanto
como fenómeno social como religioso o educativo. Se inició en 1785 como
una empresa conjunta de anglicanos y disidentes. Las escuelas tenían,
para fin de siglo, una matrícula de más de 20,000. Algunos historiadores
han subrayado la insistencia de Hannah More y otros en que la
instrucción tenía que limitarse a la lectura, especialmente de la
Biblia, siguiendo la teoría de que escribir alentaría a los muchachos a
"querer subir por encima de su estación". En realidad, muchas de las
escuelas también enseñaban escritura y aritmética, como se comprueba de
los gastos en libros de deletreo, pizarras, lápices y pupitres. Las
escuelas también tuvieron el efecto de estimular el mismo tipo de
espíritu comunal que generó el metodismo. Las salidas a la escuela, a
los tés y a los clubes se convirtieron, como dijo el principal
historiador del movimiento, en "un rasgo central de la vida comunitaria
de la clase obrera", particularmente porque era frecuente que los
maestros fueran antiguos alumnos y padres.
Era
el mismo espíritu comunal y el espíritu de auto-ayuda lo que los pobres
se estaban dando a si mismos al subscribirse a las "sociedades de
amistad", una forma de seguro para ayudarlos en tiempos de necesidades.
Para 1801 había más de 7,000 de esas sociedades con más de 300,000
varones adultos como miembros, de una población total de 9 millones. Y
hay que recordar que todo esto era además del auxilio a los pobres.
Inglaterra fue el primer país (y durante mucho tiempo el único) en tener
un sistema de auxilio a los pobres público, secular y nacional (aunque
estuviera administrado localmente). Hacia fines del siglo XVIII, ese
sistema se había ampliado mucho con la adopción de algo así como un
estipendio familiar para los trabajadores pobres al igual que para los
indigentes. No fue un radical sino Samuel Johnson, un tory, quien dijo:
"Una decente provisión para el pobre es la verdadera prueba de la
civilización… ’’
Fue
esta ética social, un compuesto de lo secular y lo religioso, lo
público y lo privado, lo que fue en gran medida responsable por lo que
el historiador francés Elie Halévy llamó "el milagro de la Inglaterra
moderna", el hecho de que Inglaterra fuera capaz de sobrevivir la
revolución económica sin sucumbir a las revoluciones políticas que
devastaron al continente. Antes de escribir la historia en la que
desarrolló esa teoría, escribió dos artículos poco conocidos titulados
"El Nacimiento del Metodismo en Inglaterra". Fue allí donde reflexionó
sobre la convergencia del pensamiento secular y religioso que iba a ser
decisivo en este período crítico de la historia de Inglaterra. Medio
siglo después del nacimiento del metodismo, escribió, "librepensadores
asociados con los filántropos del movimiento evangélico trabajarían por
el mejoramiento material y moral de los pobres. En el intervalo, fueron
‘convertidos’ a la filantropía gracias a la influencia de los
predicadores metodistas".
La ilustración francesa
Esta
fue la Ilustración como la vivieron los británicos. Pero no es la
Ilustración que generalmente se asocia con el término. La "Ilustración"
se identifica con la Ilustración Francesa, un movimiento que incluye a
pensadores que discrepaban entre sí pero que discrepaban todavía más
(con la excepción de Montesquieu) con sus contrapartidas británicas. Es
notable que las dos Ilustraciones fueran tan diferentes, tanto en
sustancia como en temperamento, teniendo en cuenta el gran nivel de
interacción entre ambas. Las principales figuras en ambos países se
conocían y se visitaban entre sí, se leían, revisaban y hasta se
traducían entre sí. Y respetuosa pero firmemente discrepaban entre sí
tanto en filosofía como en sensibilidad y en política social.
Tocqueville atribuyó sus diferencias a los distintos papeles asumidos por los intelectuales en cada país.
En
Inglaterra los que escriben sobre la teoría del gobierno y los que
realmente gobiernas cooperan entre si, los primeros planteando sus
nuevas teorías y los segundos enmendando o circunscribiendo las mismas a
la luz de la experiencia práctica. En Francia, por el contrario, la
teoría y la práctica se mantenían muy distintas y permanecían en las
manos de dos grupos muy independientes. Uno de estos se encargaba de la
administración real mientras que el otro establecía los principios
abstractos que debían regir, según decían, a un buen gobierno; uno
tomaba las medidas rutinarias adecuadas a las necesidades de cada
momento, el otro establecía leyes generales sin pensar nunca en su
aplicación práctica; un grupo conformaba el curso de los asuntos
públicos, el otro el de la opinión pública.
Había
otras poderosas razones para las disparidades entre las Ilustraciones
Francesa y Británica; el muy diferente sistema político y social en los
dos países, la diferente relación de la monarquía con la aristocracia y
de la aristocracia con la clase media, el diferente papel de la iglesia
en el estado, y la diferente naturaleza de la misma iglesia. Pero no
menos importantes eran las diferencias filosóficas que subyacían en la
observación de Tocqueville. Donde la idea británica de la compasión se
prestaba a una variedad de políticas prácticas de mejoramiento para
aliviar problemas sociales, el llamamiento francés a la razón no podía
ser satisfecho con nada que no fuera la "regeneración" del hombre.
Es
curioso que los franceses no sólo hayan reclamado el término
"Ilustración" sino también el de "compasión". Y, sin embargo, fueron los
ingleses los que introdujeron la palabra y la idea mucho antes que los
franceses y los que la convirtieron en el tema central de su filosofía
moral. En la Enciclopedia, "compasión" sólo tiene una breve entrada que
concluye con la observación de que mientras más miserable es uno, más
susceptible a la compasión, lo que explica el gusto popular por
presenciar ejecuciones. Rosseau, al que generalmente se le acredita la
idea de la compasión, hablaba con mayor frecuencia de "piedad" y le dio
un papel ambiguo en la sociedad. En el Discurso Sobre los Orígenes de la
Desigualdad, la piedad sólo aparece como un "sentimiento natural" en el
estado de naturaleza, donde contribuye a la preservación de la especie
al moderar la fuerza del amor por uno mismo (amour de soi meme). En la
sociedad civil, sin embargo, la piedad es reemplazada por el sentimiento
"faccioso" de la vanidad (amour propre), que destruye tanto la igualdad
como la libertad, sometiendo a la humanidad al "trabajo, la servidumbre
y la miseria". Al revisar los Discursos, Adam Smith criticó a Rosseau
por compartir el punto de vista de Mandeville de que "en el hombre no
hay ningún poderoso instinto que necesariamente lo determine a buscar la
sociedad por si misma", y que la sociedad misma es un instrumento de
"los astutos y los poderosos" que quieren mantener su superioridad sobre
los débiles.
El
Emilio de Rosseau plantea un "sentimiento interno" no como la base de
la compasión sino como base del amor por uno mismo y por la justicia.
"Cuando la fuerza de un alma expansiva me hace identificarme con mi
prójimo, y yo siento como si estuviera, por así decirlo, en él, es para
no sufrir para lo que yo quiero que él no sufra. Yo estoy interesado en
él por amor a mi mismo… El amor de los hombres derivado del amor a uno
mismo es el principio de la justicia humana". Las virtudes sociales no
le vienen naturalmente a Emilio; él tiene que aprenderlas mediante la
participación en la suerte de los que son menos afortunados. Pero él
también tiene que aprender que "su primer deber es hacia si mismo". Y se
le instruye para que ejercite las virtudes sociales no en relación a
individuos particulares sino a la "especie", "el conjunto de la
humanidad". Se le dice que no importa quien consigue "una mayor
proporción de felicidad" todo lo que importa es que contribuye a "la
mayor felicidad de todos". "Este es el primer interés del sabio después
de su interés personal, porque cada uno es parte de su especie y no de
otro individuo".
Por
consiguiente, para evitar que la piedad degenere en debilidad tiene que
generalizarse y extenderse al conjunto de la humanidad. Entonces uno
cede a ella sólo en la medida en que está acorde con la justicia, porque
de todas las virtudes la justicia es una de las que más contribuye al
bien común de los hombres. Por la razón, por el amor a nosotros mismos,
tenemos que tener piedad de nuestra especie todavía más que de nuestro
vecino.
Cualesquiera
que hayan sido las diferencias de Rosseau con los otros philosophes (y
eran muchas), todos tenían en común la tendencia a "generalizar" las
virtudes, a elevar "el conjunto de la humanidad" por sobre lo
"individual", la "especie" por sobre el "vecino". Cuando Francis
Hutcheson habló de "la mayor felicidad del mayor número", significaba
esto en el sentido más prosaico y cuantitativo; cuando Rosseau hablaba
de "la mayor felicidad de todos", lo quería decir en cierto sentido
trascendente, metafísico, un "bien común de los hombres" que era al
distinto del bien de los hombres individuales.
Por
otra parte, el "bien común de los hombres" no necesariamente
significaba el bien del hombre común. En Emilio, el gran trabajo de
Rosseau sobre la educación, no figura el hombre común. El mismo Emilio
es "de noble cuna", y es un tutor privado el que emprende su educación.
"El hombre pobre", escribió Rosseau, "no necesita ser educado. Su
situación le da una educación obligatoria. No puede tener otra". El
mismo mensaje aparece en Julie, o la Nouvelle Heloise: "No instruyan al
niño del pueblo; no es adecuado que se le instruya; no instruyan a los
hijos de los habitantes de la ciudad, porque todavía no se sabe qué
instrucción es adecuada para ellos".
El pueblo común
Ni
los más simpatizantes comentaristas de la Ilustración Francesa pueden
dejar de observar el desdén que les philosophes sentían por las masas.
Voltaire usaba los términos "le peuple" y "la canaille" (la chusma) como
si fueran intercambiables. "En cuanto a la chusma", le dijo a
d’Alembert, "No me preocupa; siempre va a seguir siendo chusma". E iba a
permanecer canaille porque era ineducable. La gente nunca tendría "ni
el tiempo ni la capacidad para educarse a si misma; morirían de hambre
antes de convertirse en filósofos…. Nunca hemos pretendido ilustrar a
los zapateros y los sirvientes; esa es la labor de los apóstoles".
La
gente no podía ser educada porque no podía ser ilustrada; y no podía
ser ilustrada porque era incapaz del tipo de razón que los philosophes
entendían era la esencia de la Ilustración: estaban demasiado hundidos
en el pantano de los prejuicios, las supersticiones y las
irracionalidades de la religión. Este era el gran enemigo: l’infame. La
Religión, le escribió Voltaire a Diderot, "tiene que ser destruida entre
la gente respetable y dejada a la canaille… para la que fue hecha".
Diderot estuvo de acuerdo. Los pobres eran "imbéciles" en materia de
religión, "demasiado idiotas –bestiales- demasiados miserables y
demasiado ocupados" para ilustrarse a si mismos. Nunca cambiarían: "La
cantidad de la canaille siempre es más o menos la misma".
La
Enciclopedia reflejaba este desdén por los no ilustrados. En el
artículo de Diderot que definía el propósito de la Enciclopedia, éste
dejó claro que el pueblo común no tenía cabida en "edad filosófica" que
su empresa inauguraba. "La masa general de la humanidad no puede ni
seguir ni comprender esta marcha del espíritu humano". "Tenemos que
razonar sobre todas las cosas," escribió en otro artículo, "porque el
hombre no es sólo un animal sino un animal que razona;… cualquiera que
rehúse la búsqueda de la verdad renuncia a la naturaleza misma del
hombre y debería ser tratado por el resto de su especie como una bestia
salvaje; y una vez que se ha descubierto la verdad, cualquiera que
rehúse aceptarla está loco o es moralmente malvado". Y todavía en otro
artículo explicaba que uno tiene que desconfiar del juicio de la
"multitud" en asuntos de razones y filosofía porque "su voz es la de la
maldad, la estupidez, la inhumanidad, la sinrazón y el prejuicio". "La
multitud", concluye, es "ignorante y está idiotizada".
La
Enciclopedia apreciaba mucho "las artes mecánicas", y sus páginas
contienen copiosos dibujos, diagramas y grabaciones que las ilustran. Y
profesaba un gran respeto por los artesanos que practicaban estas artes.
También objetaba las desigualdades de riqueza que mantenían a algunas
personas en un excesivo lujo mientras que otras vivían desprovistas de
las necesidades más elementales. Pero tenía poca paciencia y menos
consideración por la gran masa del pueblo que no era artesana, que no
estaba educada ni eran educable, y en sus páginas hay pocas
proposiciones prácticas para aliviar su condición. Turgot fue el raro
filósofo que también era un reformista, en su breve periodo como
Contralor-General de finanzas, abolió el trabajo obligatorio en los
caminos. Pero era todavía más hostil a la caridad, no sólo porque era
administrada por la Iglesia sino porque deploraba sus efectos prácticos.
"Los pobres", escribió en la Enciclopedia, "tienen incuestionables
derechos sobre la abundancia de los ricos"; es un deber, prescripto
tanto por la humanidad como por la religión, aliviar la suerte de esos
infortunados, y la función de las fundaciones caritativas es hacerlo.
Los resultados, sin embargo, habían sido infortunados, porque los países
donde más abundaba la caridad eran también donde había más miseria. La
razón era simple: "Permitir que muchos hombres vivan gratuitamente es
alentar la pereza y todos los desórdenes que le siguen; es volver
preferible la condición del vago a la de trabajador… La raza de
ciudadanos industriosos es reemplazada por una población compuesta de
mendigos vagabundos libres para cometer todo tipo de delitos". En otro
artículo, Diderot refleja estos sentimientos criticando las casas de
pobres como refugios de mendigos profesionales. Esta caridad mal
concebida produjo masas de "jóvenes y vigorosos vagos" que preferían
recibir su sustento gratis antes que trabajando. Eran la gusanera
producida por un estado que no valoraba los verdaderos hombres.
Algo
parecido a este argumento, expresado con mayor benevolencia, fue
expresado en Inglaterra hacia fines de siglo por Malthus y otros que
propusieron (sin éxito) la abolición de las leyes de pobres. Pero
estaban criticando un sistema de asistencia pública en constante
expansión, que no existía en Francia; y eran tolerantes de las caridades
privadas, que eran mucho más numerosas en Inglaterra que en Francia.
Para hacer un nuevo pueblo
No
le echo la culpa a la Ilustración por los hechos, o las atrocidades, de
la Revolución Francesa. Con todo, no hay dudas de que algunos de los
principios y actitudes de la Ilustración Francesa fueron trasladados a
la Revolución: el anticlericalismo, por ejemplo, que resultó en la
emancipación de los protestantes y los judíos y la legalización del
matrimonio civil y el divorcio. En forma similar, la indiferencia (o
algo peor) de les philosophes hacia los pobres está reflejada en el
hecho de que, aparte de la abolición de los privilegios feudales, se
hizo muy poco por aliviar la condición de los pobres, y las medidas que
se intentaron fueron notablemente ineficaces. Los talleres de trabajo
establecidos por el Comité de Mendicité demostraron ser tan torpe que
hubo que suspenderlo, y las leyes que regulaban los precios, los
salarios y la producción de alimentos no sólo fueron ineficaces sino
contraproducentes. La mayoría de los historiadores está de acuerdo en
que los pobres, desprovistos de las caridades religiosas, estaban peor
al final de la Revolución que al principio.
Si
así fue con la pobreza, así fue con la educación. También aquí la
situación se vio exacerbada, se abolieron las viejas escuelas
administradas por la Iglesia sin que hubiera nada para sustituirlas. En
1791, Condorcet redactó un informe sobre la educación pública a la
Asamblea recomendando, entre otras cosas, escuelas en los pueblos para
los niños entre 9 y 13 años. Quizás debido al estallido de la guerra al
año siguiente, su discusión fue pospuesta así que durante los tres
primeros años de la Revolución el tema de la educación no se planteó
nunca. En 1793, Robespierre presentó un plan de educación obligatoria,
en escuelas internas donde los niños estuvieran protegidos de la
insidiosa influencia de sus reaccionarios padres. Aunque fue aprobado
por la Convención, sus provisiones principales se eliminaron. El
Directorio vino a promulgar un código educacional para una mínima
educación primaria, a ser pagada por los padres, sólo después del
Termidor.
No
ha sido un historiador sino un filósofo moderno el que ha hecho de la
Revolución francesa una revolución social, con una ética social y una
agenda consciente y francamente revolucionaria. Para Hannah Arendt, la
Revolución "nació de la compasión" por "las clases bajas", les
miserables. Esto "pasión de compasión", originalmente articulada por
Rosseau y puesto en práctica por su discípulo Robespierre,
inevitablemente culminó en el Terror, porque esa pasión respondía sólo a
"la necesidad, las urgentes necesidades del pueblo", sin dejar espació
para la ley o el gobierno, para la libertad y ni siquiera la razón. De
esta forma los Derechos del Hombre tenían que ceder antes los Derechos
de los Sans-Culottes, y el "despotismo de la libertad" al "bienestar del
pueblo".
Esta
una lectura conmovedora pero fantasiosa de la historia. La Revolución
no fue una revolución social, y el Terror no se instituyó para el
bienestar del pueblo sino para "la seguridad pública", la seguridad del
régimen. La República de la virtud no celebraba la virtud de la
compasión sino de la razón: una razón elevada y abstracta que denigraba
la razón práctica de la gente ordinaria. Su profesión de igualdad era
igualmente abstracta, no le confería ninguna igualdad real al populacho.
"Le peuple", en cuyo nombre Robespierre estableció la República, no era
el pueblo en ningún sentido ordinario, y todavía menos les miserables,
sino un "pueblo" abstracto, singular, representado por una singular y
abstracta "voluntad general". Robespierre pudiera haber estado citando a
Rosseau cuando dijo, "El pueblo siempre vale más que los individuos… El
pueblo es sublime pero los individuos son débiles".
Este
"pueblo" no requería tanto educación como se entiende habitualmente
(leer y escribir), ni siquiera reforma en el sentido usual (el alivio de
abusos y quejas) sino nada menos que una "regeneración". Fue en nombre
de la regeneración que Robespierre defendió su proposición de las
escuelas internas. "Estoy convencido de la necesidad de promover una
completa regeneración y, si me permiten decirlo, de crear un nuevo
pueblo". Esta idea de "regeneración", observa la historiadora Mona
Ozouf, era un concepto clave del discurso revolucionario. Significaba
nada menos que la creación de "un nuevo pueblo", un concepto invocado
frecuentemente pero por nadie con más fervor que por Rosseau, que es
"una de las razones por que la Revolución fue toda él desde el
principio".
Razón versus Compasión
En
Gran Bretaña, donde la "pasión por la compasión" (en la memorable frase
de Hanna Arendt) surgió por primera vez, tomó la forma no de una
regeneración sino de un mejoramiento. Las instituciones religiosas y
seculares, la sociedad civil y el estado, la asistencia pública y las
caridades privadas cooperaban y se complementaban entre si. Sobre todo,
no había Kulturkampf, no había guerra religiosa que dividiera y
distrajera al país poniendo al pasado frente al futuro, creando un
abismo entre la razón y la religión y haciendo rehén de la pasión
antirreligiosa a la reforma social. Uno pudiera decir que la Ilustración
Británica fue compatible con un gran espectro de creencias y
escepticismos (de la misma forma que la doctrina de Wesley fue
compatible con el Anglicanismo y la Disidencia). Un libro sobre la
Ilustración Británica nunca pudiera tener el subtítulo que Peter Gay le
dio al primer volumen de su trabajo sobre la Ilustración: El Surgimiento
del Paganismo Moderno. Hasta Hume, escéptico en materias de fe y
temeroso del fanatismo religioso, fue un firme defensor de la iglesia
establecida, aunque sólo fuera como un correctivo al fanatismo. Y
Gibbon, en contra de la opinión popular, no era hostil al cristianismo
como tal; era un protestante preocupado por lo que era la perversión de
la fe original de los evangelios que criticaba en la iglesia de la
antigüedad. No estaba de acuerdo, escribió en sus memorias, con el
"fanatismo intolerante" de los philosophes: "Se reían del escepticismo
de Hume, predicaban el ateismo con celo de dogmáticos y cubrían de
desprecio y ridículo a todos los creyentes".
Puede
que éste sea el mayor contraste entre las dos Ilustraciones. Como no
hubo Reforma en Francia, tampoco hubo el equivalente del metodismo, no
hubo renacimiento religioso que animara a la iglesia establecida o le
diera una alternativa religiosa y de aquí que no hubiera oportunidad de
reclutar a la religión para causas humanitarias. Pero no sólo fue la
identificación de la monarquía absolutista con la Iglesia Católica lo
que volvió a les philosophes tan furiosamente hostiles al catolicismo en
particular y a la religión en general. También fue su reverencia por la
razón lo que los hizo antagonistas de todo lo que pareciera religión.
No tenían simpatía por les miserables porque no tenían respeto por
quienes estaban tan poco ilustrados que eran religiosos. Padecer de
falta de razón era ser deficiente como ser humano. Esta fue la expresión
última del racionalismo tal como lo entendían les philosophes: un
rechazo no sólo de la religión institucional, no sólo de la religión per
se, sino de la concepción religiosa del hombre: de que el hombre es
totalmente humano simplemente porque ha nacido a imagen y semejanza de
Dios.
En
este sentido, los británicos, hasta los más seculares de ellos y hasta
los menos democráticos de ellos, eran más igualitarios que los
franceses. No estaban listos a admitir a las clases bajas en la vida
política pero no negaban su esencial humanidad. En Francia, explica
Peter Gay, la campaña para eliminar la tortura, para abolir los jesuitas
o para divulgar el conocimiento tecnológico era parte de "la lucha por
imponer la voluntad racional del hombre sobre el medio ambiente". El
motivo de la reforma es muy diferente en Inglaterra. Allí la campaña por
la reforma de las prisiones, la abolición del tráfico de esclavos o la
promoción de la educación estaba motivada no por la "voluntad racional"
sino un afán humanitario, por la compasión y no por la razón.
Tocqueville
estaba hablando de los revolucionarios franceses -pero hubiera podido
estar hablando de los philosophes- cuando dijo que "su característica
más destacada" era la pérdida de la fe. Esta pérdida de la fe
trastornaba su "equilibrio mental". El ideal de la perfectibilidad
humana llenaba rápida su vacío espiritual. "Tienen una fe fanática en su
vocación: la de transformar el sistema social, de abajo a arriba, y
regenerar a toda la raza humana", Adoraban el intelecto humano y tenían
una suprema confianza en su poder para transformar leyes, instituciones y
costumbres. Pero el intelecto que adoraban sólo era el de ellos.
"Podría mencionar varios" observaba Tocqueville irónicamente, "que
despreciaban al pueblo casi tan apasionadamente como a Dios". Esto era
muy diferente, añadió, del respeto que los ingleses y los americanos
mostraban por las opiniones de la mayoría de sus compatriotas. "Su
intelecto era orgulloso e independiente pero nunca insolente; y ha
llevado a la libertad, mientras que el nuestro no ha hecho más que
inventar nuevas formas de servidumbres".
Tocqueville
no mencionó a Adam Smith pero éste era un perfecto ejemplar del inglés
que estaba describiendo, y una perfecta negación de los philosophes.
Para Smith, los atributos que definen la naturaleza humana no eran tanto
la razón y el intelecto como los intereses y las pasiones, los
sentimientos y las simpatías. Estas eran cualidades compartidas por
personas de todas las clases, hasta por los más pobres y menos educados.
Eran cualidades modestas, tan modestas como "como la propensión a
intercambiar, trocar y comerciar". Pero eran suficientes para conseguir
el bienestar de los individuos así como el de la sociedad. No hacía
falta ningún déspota ilustrado, ni siquiera un legislador o filósofo
ilustrado, para activar estas cualidades o para armonizarlas para el
bien común.
Ni
tampoco, según Smith, tenía el filósofo ninguna innata superioridad
sobre el hombre común. En realidad, la distinción entre el filósofo y el
jornalero era más un producto de la educación (como diríamos ahora) que
de la naturaleza. "La diferencia entre los caracteres más dispares,
entre un filósofo y un portero, por ejemplo, parecen derivarse no tanto
de la herencia como del hábito, la costumbre y la educación… Entre un
filósofo y un portero no hay, ni en talento ni en disposición, la mitad
de diferencia que existe entre un mastín y un galgo". Uno no puede
imaginarse a Voltaire o Diderot (o inclusive Rosseau) comparándose con
un portero. Hizo falta uno de los filósofos más ilustres de Gran Bretaña
para hacerlo.
En
esas pocas oraciones, Smith sintetizaba el contraste entre las dos
Ilustraciones. Smith no negaba la "diferencia de talentos" (como él
decía); por el contrario, insistía en ella. Era esa diferencia la que
afloraba y florecía en una sociedad comprometida con la "libertad
natural". Semejante sociedad respetaba, al mismo tiempo, la libertad de
los seres humanos a ser diferentes y la esencial igualdad de la
naturaleza humana. Los philosophes, por el contrario, comprometidos con
el principio de la razón, una razón que no era accesible a todas las
personas, carecían de justificación para una sociedad liberal, y mucho
menos para una democrática.
Actualidad de las dos Ilustraciones
Las
dos Ilustraciones no fueron una fase pasajera de la historia. Si
todavía discutimos su carácter, no es sólo como un ejercicio en la
historia intelectual del siglo XVIII (aunque esto fuera razón
suficiente), sino como un pronóstico de la historia social de épocas
posteriores. Se puede ver el espíritu de la Ilustración Francesa, por
ejemplo, en el comunismo, que aspiraba a la "regeneración" del hombre y
la creación de un "hombre nuevo" liberado de las viejas tradiciones y
restricciones; o en el socialismo, que busca "el bien común" en una
sociedad y en una economía que trascienda el bien y la voluntad de los
individuos; o en estado del welfare, con su tendencia a la ingeniería
social, que bien pudiera describirse como "la lucha por imponer al medio
ambiente la voluntad racional del hombre"; o en la moderna disposición
hacia política sociales "libre de valores" inspiradas por una ética
social ostensiblemente "libre de valores", que recuerda la Razón, tan
valorado por los philosophes.
En
los últimos años, hemos estado presenciando –en Estados Unidos, si no
en Gran Bretaña- algo así como un alejamiento de la Ilustración Francesa
y un acercamiento hacia la Británica. Es curioso encontrar pensadores
sociales y políticos recapitulando, involuntariamente, los elementos
esenciales de la Ilustración Británica: la idea de la compasión que
estaba en el centro mismo de su filosofía moral; la economía política
que hizo de la libertad natural un principio moral y no sólo económico; y
el movimiento evangélico que jugó un papel tan grande en el espíritu
filantrópico y humanitario de la época. Fue una impresionante,
impredecible y quizás no completamente compatible, conjunción de fuerzas
las que conformaron la Ilustración Británica. Y no es menos
impresionante, impredecible y algo incompatible la conjunción de fuerzas
que está definiendo –o redefiniendo- la ética social de hoy.
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