Clifford D. May,
presidente da Fundação para a Defesa das Democracias (FDD), afirma ser
"mais útil e realista" pensar no Afeganistão como um campo de batalha no
cenário de uma "vasta guerra contra o Ocidente":
A menudo se habla del
conflicto de Afganistán como “la guerra más larga de la historia de
EEUU”. Quizá usted infiera de ello que las guerras son por lo general
cortas. No tanto.
Unos cuantos
ejemplos: las guerras árabo-bizantinas empezaron en el s. VII y
prosiguieron durante más de 400 años. Las guerras húngaro-otomanas
empezaron en 1366 y terminaron en 1526. La Reconquista española se libró
durante 700 años.
Es cierto que las
guerras americanas han sido relativamente breves. Pero algunas han sido
intensamente mortíferas. La Guerra Civil, que empezó en 1861 y terminó
en 1865, costó 600.000 vidas. La implicación de EEUU en la Primera
Guerra Mundial empezó en abril de 1917 y terminó en noviembre de 1918; y
murieron más de 53.000 estadounidenses. En la Segunda Guerra Mundial
luchamos durante tres años y ocho meses: el número de muertos fue de
casi 300.000. La Guerra de Corea duró tres años y perdimos 33.000
hombres. Vietnam: más de 10 años y más de 47.000 americanos hicieron en
ella el sacrificio definitivo.
En Afganistán
llevamos luchando 16 años. Han caído más de 2.000 héroes. Cada una de
esas muertes es una tragedia. Aun así, debería quedar claro que estamos
ante algo diferente en estos tiempos: un conflicto de larga duración y
baja intensidad.
Asimismo, aduciría
que sería más realista y útil pensar en Afganistán como un campo de
batalla en lo que debería considerarse una vasta guerra contra
Occidente.
Los orígenes del
conflicto pueden rastrearse en la revolución iraní de 1979 y la
fundación de la República Islámica, una teocracia chií comprometida con
lo que sus líderes denominaban yihad. Enseguida empezaron a surgir
rivales suníes. Uno de los resultados fueron los ataques del 11 de
septiembre de 2001.
Hasta entonces, la
mayoría de los americanos no eran conscientes de la gravedad de las
amenazas procedentes de Oriente Medio. Ignoramos a los gobernantes
iraníes incluso después de que enviaran a Hezbolá, su peón terrorista
libanés, a atacar los barracones de los marines en Beirut en 1983.
Veíamos los actores hostiles no estatales como molestias menores. Ni
siquiera los ataques a dos de nuestras embajadas en África en 1998
cambiaron esa percepción.
Hoy, los soldados
norteamericanos combaten a los yihadistas –de nuevo, así es como se
llaman a sí mismos– tanto en Afganistán como en Siria, mientras que los
terroristas islamistas atacan Europa a menudo y EEUU de manera
ocasional. Es una mala situación que podría empeorar sensiblemente si
nuestros enemigos siguen avanzando, reclutando y haciéndose con nuevos
recursos –como armamento nuclear–.
En este contexto, el
presidente Trump tomó la semana pasada una difícil decisión. Lo que le
pedía el cuerpo era salir de Afganistán. Muchos de sus más fervorosos
seguidores le urgían a hacerlo. Pero acabó convenciéndose de que
cometería el error de Obama que más consecuencias ha tenido: la retirada
de Irak en 2011, que permitió al Estado Islámico resurgir de las
cenizas de Al Qaeda en Irak, a la que las fuerzas norteamericanas,
lideradas por el general David Petraeus, habían diezmado, así como a las
milicias chiíes respaldadas por Irán.
Una derrota americana
en Afganistán –y así es como se percibiría– sería un tremendo revulsivo
para los grupos yihadistas en Oriente Medio y más allá. Si ven que no
queremos o no podemos hacerles la guerra, con todo gusto redoblarán sus
esfuerzos para ponerlos la guerra ante las narices. Y millones de
musulmanes de todo el mundo que se mostraban dudosos acerca del proyecto
de la yihad moderna concluirán que los combatientes que han conseguido
hacer que los americanos salgan por piernas disfrutan de apoyo divino.
Mientras, en el
Pakistán dotado de armas nucleares los islamistas en posiciones clave de
gobierno podrían ver ese resultado como la prueba de que harían bien en
apoyar a los talibanes afganos y de que quienes se alinean con EEUU
están apostando a un caballo perdedor.
El enfoque anunciado
por el señor Trump la semana pasada difiere del de Obama en varios
aspectos. Los enclaves seguros de los terroristas en la frontera con
Pakistán ya no serán tolerados. A nuestros enemigos no se les dirá
cuándo han de esperar que dejemos de luchar. Todos los instrumentos del
poderío americano –militares, diplomáticos y económicos– serán
integrados para que tengan el mayor impacto.
Dudas, tengo unas
cuantas. La primera: tras el discurso del presidente sobre Afganistán,
el secretario de Estado, Rex Tillerson, siguió prometiendo que EEUU
apoyaría unas “conversaciones de paz entre el Gobierno afgano y el
Talibán”, proceso que, dijo, podría conducir a la “reconciliación”. Si
hemos aprendido algo del Talibán y demás aliados de Al Qaeda (algunos en
el Departamento de Estado parece que no lo han hecho) es que los
combatientes islamistas buscan la victoria o el martirio.
¿Qué pasaría si los
peores y más duros elementos del Talibán fueran eliminados? Los que
sobrevivieran y estuvieran menos ideologizados, ¿estarían más dispuestos
a abandonar las armas, negociar y conseguir empleos públicos? Supongo
que es posible. Pero muy poco probable.
La segunda: aún
necesitamos una gran estrategia para el conflicto general. Sería un
tremendo error imponerse sobre –o reconciliarse con– los yihadistas
suníes en Afganistán sólo para entregar Siria, Irak y el Líbano a los
yihadistas chiíes comandados por los gobernantes iraníes.
Esos gobernantes
tienen grandes ambiciones. Arabia Saudí, el Yemen, Kuwait, Baréin,
Emiratos y, por supuesto, Israel: todos ellos están en su menú. Y,
aunque no se publicita mucho (y el señor Trump no hizo alusión a ello en
su discurso), están asistiendo al Talibán. Además, Irán y Hezbolá están
calladamente penetrando América Latina.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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