sábado, 30 de março de 2024

O socialismo como tragédia

 

BLOG  ORLANDO  TAMBOSI

Hemos acabado viviendo una peligrosa alucinación autoritaria de la que Sánchez es su máximo destello, pero cuyo responsable es la militancia socialista. Javier Benegas para The Objective:


Por más que la política española sea desde hace tiempo un pozo sin fondo de disgustos, el desafío institucional que lidera el actual presidente del Gobierno no tiene precedentes. Sin embargo, este desafío resulta aún más inquietante si se tiene en cuenta una circunstancia peculiar: que Pedro Sánchez fuera un perfecto desconocido hace apenas unos años. No me refiero a que la gente corriente ignorara por completo quién era este personaje, que también, es que la propia vieja guardia del PSOE apenas tenía alguna referencia.

Sánchez era un tipo del montón que no había destacado en nada, ni antes ni después de incorporarse al partido. Y seguramente fuera de la política lo habría tenido muy difícil para alcanzar notoriedad. Sin embargo, su mediocridad no fue obstáculo para que acabará por hacerse con el control del PSOE tras un primer intento fallido con aquellas urnas ocultas detrás de unas cortinas.

La explicación a este milagro es que la militancia socialista jamás atendió a los méritos y logros personales de Sánchez, mucho menos se preocupó por su honradez. Lo único que le importó es que parecía los suficientemente ambicioso y temerario como para arrebatar el gobierno a una derecha pusilánime a la que odiaban. En definitiva, a la militancia socialista la auctoritas le trajo sin cuidado. Lo que quería era hacerse con el poder a cualquier precio.

Ya en la Roma clásica identificaron y distinguieron dos aspectos fundamentales en los que debe basarse el equilibrio del poder: la potestas y la auctoritas. La auctoritas aludía literalmente al principio de autoridad. Ese poder no vinculante, no oficial pero socialmente reconocido. Este reconocimiento se basaba en el prestigio personal y otorgaba al sujeto una capacidad moral en base a sus méritos y referencias, a sus hechos y logros. Quien estaba investido de auctoritas era respetado y obedecido no porque ostentara formalmente el poder sino porque sus decisiones se consideraban sabias y justas. Por el contrario, la potestas aludía al poder formal. Las decisiones de quien estaba investido por la potestas eran obligatorias sin tener que ser necesariamente sabias ni justas sino porque lo decía la Ley.

Desgraciadamente, en la actualidad demasiados políticos ascienden en sus carreras mediante métodos de selección que son inherentes a los partidos y que reducen la auctoritas a un incómodo vestigio del pasado. Así cuando estos políticos alcanzan el poder su legitimidad se asienta exclusivamente en la potestas; es decir en las reglas y leyes que establece el modelo político. No necesitan demostrar logro alguno, ni mérito, ni sabiduría, ni buen juicio. Les basta con establecer relaciones de interés, someterse a las cadenas de favores y perseverar haciendo pasillos. Así quienes alcanzan la cima en los partidos no son los más sabios ni justos, sino los más obstinados y maniobreros a la hora de manejarse dentro de un sistema partidista que no incentiva ni de lejos las virtudes deseables en un buen gobernante.

En esto nuestro mundo no se parece demasiado a la antigua Roma; ni siquiera se parece a la Europa de hace apenas unas décadas, cuando la mayoría de las personas todavía podía reconocer en sus gobernantes cierta auctoritas. Hoy raro es el político con aspiraciones que puede hacer gala de un currículo jalonado de logros anteriores a su incorporación al partido y de un prestigio auténtico que vaya más allá de la adulación interesada de sus conmilitones.

Pese a todo, durante un tiempo estos políticos sin auctoritas parecían al menos respetar los límites de la potestas, aunque fuera tan sólo en las formas. Podían, y de hecho a menudo lo hacían, desafiar el buen juicio y tomar decisiones que lesionaban los intereses generales en su propio beneficio, pero aún a duras penas se mantenían dentro de unos límites.

Sin embargo, era cuestión de tiempo que la siguiente generación de políticos acabara también por desvirtuar la potestas. Liberados de ese respeto último a las formas que el hálito de la desaparecida auctoritas había imbuido en sus antecesores, dejarían de observar la postestas como el conjunto de capacidades y limitaciones legales que permitían desempeñar las funciones de gobierno dentro del marco del sistema político. La potestas ya no estaría regulada por las leyes ni por condición alguna. El gobernante podría eludir cualquier limitación en el ejercicio del poder si cumplía una sola condición: articular una mayoría.

En un artículo anterior advertía que de todos los peligrosos de Sánchez el más preocupante es que encarna a las mil maravillas a ese adulto infantilizado, narcisista y tiránico típico de nuestra época que, trasladado a la política, convierte la mayoría aritmética en una trituradora de principios, leyes y personas. Sin embargo, para que el infantilizado y tiránico Sánchez llegara a presidente necesitaba que ese infantilismo estuviera suficientemente extendido en la sociedad española.

Ocurre que en un momento determinado demasiados españoles dejaron de contemplar la adolescencia como esa etapa transitoria que todos debían dejar atrás y comenzaron a idolatrar la juventud, a otorgarle un elevado estatus moral. Esta adoración a la juventud derivó en devoción a lo nuevo. Se liberaron así de ciertas reglas que habían atenazado a las generaciones precedentes, creyendo que la negación de lo viejo aseguraría la paz y que al erradicar el viejo principio de autoridad desaparecería cualquier autoritarismo.

Pero ha sucedido justo lo contrario. Hemos acabado viviendo una peligrosa alucinación autoritaria de la que Sánchez es su máximo destello, pero cuyo verdadero responsable es la militancia socialista. Un delirio incompatible con el necesario equilibrio del poder y con esa auctoritas que la comunidad admiraba y aceptaba tácitamente, sin violencia ni coacción. Por eso España parece volverse cada vez más peligrosamente infantil. Y por eso está en curso una fuerte confrontación que sólo beneficia a los mediocres sin escrúpulos como Sánchez.
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