BLOG ORLANDO TAMBOSI
Respeto e incluso envidio a los sinceros creyentes en Dios, aunque no les comprendo (me parece mucho más difícil definir a Dios que creer en él). Fernando Savater para The Objective:
Respeto e incluso envidio a los sinceros creyentes en Dios,
aunque no les comprendo (me parece mucho más difícil definir a Dios que
creer en él). Después de todo, su fe quizá les consuele en algunas
ocasiones y desde luego no les perjudicará en nada: si están en lo
cierto, cuando mueran se llevarán un premio (y quizá una sorpresa); si
se equivocaron, ni se enterarán. También respeto a los ateos íntegros,
aunque no conozco a tantos como se supone (la dificultad para definir a
Dios es igual si se le afirma que si se le niega). A falta de un piadoso
consuelo sobrenatural, les reconforta el sereno orgullo de rechazar las
supersticiones interesadas, lo que Bernard Shaw llamó «el soborno del
cielo». Cuando mueran, si acertaron no tendrán ningún sobresalto y si
estaban equivocados siempre podrán decir al inopinado Juez lo que
recomendaba Bertrand Russell para esa ocasión: «Señor, no nos distes
pruebas concluyentes».
No
tengo nada contra los creyentes ni contra los ateos, todos apuestan
desde la buena voluntad. Pero los que me resultan indigeribles y
ridículos hasta las peores carcajadas, los que creo que albergan en sus
filas a los mayores hipocritones y cagapoquitos son los que buscan y
encuentran, claro, cómo no, pruebas científicas de la existencia de
Dios. Se remontan trabajosamente por las leyes de la termodinámica
arriba o de la entropía abajo hasta llegar hasta llegar al Big Bang
o lo que en mi juventud estaba de moda en su lugar, la «sopa cósmica
originaria» del ruso Oparin. Como nadie sabe qué es lo que hace un
¡bang! tan big allá en el confín del universo ni mucho menos ha probado
la sopa del chef Oparin, es el momento oportuno de invocar con voz hueca
el consabido «debe haber algo más que lo comienza todo». Y ya estamos
dónde queríamos llegar. Lo que nadie explica es por qué debemos llamar
«Dios» a ese algo más: evidentemente el título divino exige la
referencia a algo personal, intencional, sea positivo como en la mayoría
de las mitologías o negativo como en las maniqueas y sobre todo en la
propuesta por Lovecraft. ¿Por qué rastreando la inmensa cadena de
efectos y causas cósmicos, impersonales, debemos o, al menos, podemos
llegar finalmente a una gran personalidad creadora? Si el universo y sus
circunvoluciones deben su comienzo a un algo más, ¿por qué ese algo más
del que nada sabemos debe parecerse a Jehová o a Vichnú y no a una
piedra magnética, a un agujero negro o a cualquier otra de esas cosas a
las que nadie se le ocurriría rezar? Si Dios, ningún Dios en el que
hayan creído los humanos, puede considerarse un concepto científico
(¡menuda decepción blasfema si lo fuese!), ¿cómo va a poder probarse
científicamente su existencia? ¿Para qué sirve un Dios científico, salvo
para dar tema a cursos universitarios? ¿Cómo vamos a sentirnos
reconocidos o consolados por un fenómeno galáctico? Encontrar a Dios por
el camino de la ciencia es como descubrir el amor leyendo un tratado de obstetricia.
Por
supuesto, todo lo dicho contra la pretensión de probar científicamente
la existencia de Dios puede replicarse en dirección opuesta contra la no
menos absurda insolencia de querer negar científicamente dicha
existencia suprema. Los esfuerzos autocomplacientes de Richard Dawkins y
otros estruendosos ateos de la ciencia anglosajona por aplicar
argumentos tomados de la biología o la física para desmontar
razonamientos teológicos mas que escándalo (salvo en ciertos piadosos
párrocos) despierta ternura…Y también algo de lástima, porque gente de
talento hable de lo que no entiende o no entienda de lo que habla.
«Noli
foras ire», recomienda Agustín de Hipona, que de estos asuntos sabía en
cambio bastante. No busques fuera de ti lo que sólo puedes encontrar
dentro. A mí me pasa como al resto de mis congéneres humanos, que no sé
si hay Dios o no, ni siquiera sería capaz de definir un Dios de manera
intelectualmente aceptable. Sólo sé que desde luego no siento especial
interés por un creador de soles y galaxias, un gran trujamán de
universos, un hacedor de estrellas como el que da título a la estupenda
novela de ciencia ficción que escribió Olaf Stapledon. No es un creador
lo que busco sino un salvador. No me tranquilizaría que hubiese
razonamientos científicos para creer en su existencia porque esas
argumentaciones se basan en la lógica y sus consecuencias necesarias y
eso ya sé a dónde lleva: precisamente de lo que quiero librarme es de la
necesidad omnipotente que me mata y matará lo que amo. Yo sólo me
atrevería a llamar Dios a un algo más que hiciera posible lo imposible. Y
eso no lo encuentra uno mirando por un telescopio o un microscopio. La
verdad es que no lo encuentra uno busque dónde busque, pero la propia
búsqueda se refleja mejor en el relato y los rituales de la Pasión de
Cristo que en ninguna Academia de Ciencias Aplicadas. De pequeño tuve la
suerte, que luego malgasté, de que mis padres me llevaran a la iglesia
en Jueves Santo y Viernes Santo para asistir a la lectura del relato de
La Pasión. Los oficiantes alternaban los distintos papeles del drama y
ese fue el primer teatro recitado al que asistí. La lectura se cantaba
en latín, claro, nunca me acostumbraré a oírla de otro modo. Mi recuerdo
más nítido es una sola palabra, que caía con tono grave de labios del
Redentor torturado: «Sitio». Tengo sed. Yo no puedo pasar de ahí, pero
cuentan que Jesús resucitó al tercer día.
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