BLOG ORLANDO TAMBOSI
No esperamos que los políticos digan la verdad. Nos hemos habituado a la teatralización de la política, tanto como al uso de un lenguaje manipulado. Jorge Vilches para The Objective:
Es
imposible leer a Orwell y no señalar con el dedo a gran parte de
nuestra clase política, a los intelectuales de pacotilla y a no pocos
periodistas, incluso a esos que ahora se llaman «creadores de cultura».
Página Indómita acaba de publicar una compilación imprescindible del
maestro británico titulada La corrupción del lenguaje. Ensayos sobre
propaganda, mentira y manipulación en la política. Son cincos textos
culminados por los Principios de la neolengua, el revelador apéndice de 1984.
Si usted, lector, quiere comprender uno de los factores de la crisis
política que sufrimos, y en la que todos participamos, tiene en Orwell
la explicación que necesita.
El
escritor británico no tuvo reparos para denunciar a esos intelectuales
de pacotilla que vivían de darse palmadas mutuamente, como gran refrendo
de la mediocridad, y sin atreverse a gran cosa para no perder su
posición. Eran esos que hablaban a la gente con condescendencia y
misantropía, desde una torre de marfil que a nadie importaba más que a
ellos. Esto es muy actual. Orwell los retrata bien, por ejemplo, cuando
dice que son esos que, entre otras cosas, utilizan palabras de otras
lenguas para darse un aire culto, a pesar de que esas mismas palabras
existen en su propio idioma. Son esos «malos escritores» instalados en
la «ciencia, la política y la sociología», obsesionados por aparentar
modernidad.
Orwell
alertó también del uso de frases hechas que ahorran la utilización del
ingenio, sí, pero que también crean marcos mentales. Las sueltan los
políticos y las reproducen los medios. Hoy serían, por ejemplo, «líneas
rojas», «ultra» o «mover ficha». Pero hay otras prácticas peores que
atañen a la colaboración con el autoritario. Se refiere a la creación y
difusión de palabras nuevas con un significado partidista, y que buscan
la manipulación. El engaño consiste en que esos vocablos recién nacidos
sustituyan a los antiguos para monopolizar una interpretación de la
realidad.
«La verdad existe. No es una construcción narrativa. Su vínculo con la democracia es obligatorio»
El
éxito de esa maniobra es que la gente, nosotros, expliquemos el pasado y
el presente, o pensemos el futuro, usando las palabras que los
manipuladores de la política introducen en la sociedad. Es una forma
sutil de totalitarismo. La finalidad es que solo haya una forma de
entender la vida. Hay que reconocer con Orwell que la izquierda es
maestra en este menester.
«El
lenguaje político está diseñado para hacer que las mentiras suenen
veraces», escribió el autor de 1984. Y, cuando la mentira sustituye a la
verdad, o peor, cuando la gente se acostumbra, y da igual la veracidad
de las palabras o de las acusaciones siempre que sirvan para que «los
nuestros» estén en el poder, es cuando la democracia se habrá
pervertido. El problema es que ese camino de perversión es casi
irreversible.
La
verdad existe. No es una construcción narrativa ni una variante
poliédrica. Su vínculo con la democracia es obligatorio. En cambio, el
uso reiterado de la mentira en política supone la destrucción de los
pilares de cualquier sistema democrático. Lo estamos viendo hoy en
España con el PSOE de Sánchez.
La
mentira destruye la confianza de la gente en la clase política, y
aborrega y fanatiza a la masa. «Quizá algún día tengamos un gobierno
genuinamente democrático» —escribió Orwell— «un gobierno que quiera
contar a la gente lo que ocurre, y qué debe hacerse al respecto, qué
sacrificios son necesarios y por qué». Hoy no podemos esperar una cosa
así. Votamos tapándonos la nariz, esperando que nuestro enemigo quede en
segundo lugar. No esperamos gran cosa de los políticos, y menos que
digan la verdad. Nos hemos habituado a la teatralización de la política,
tanto como al uso de un lenguaje manipulado, tosco, pueril, que sonroja
pero que aceptamos porque constituye el precio de la democracia.
Es
aquí cuando la «neolengua» se convierte en el pan nuestro de cada día.
Lo explica en el apéndice a 1984. Este texto incorporado en la
compilación de Página Indómita es perfecto para una práctica
universitaria. Se puede pedir a los alumnos que lo comenten sin utilizar
frases hechas, sino desde la heterodoxia, que es, como escribió Hanna
Arendt, la prueba de la existencia de la libertad. En caso contrario, si
nos acogemos a la corrección, la lengua libre será sustituida por el
código político, ese mismo que empieza utilizando un partido y sus
terminales culturales, y acaba siendo la única forma de expresión.
El
propósito de esa «neolengua» es la dictadura. Sus palabras y
expresiones gramaticales, dice Orwell, proporcionan una manera de
expresar el mundo, crean hábitos y, lo peor, excluyen otras formas de
pensamiento. El uso del lenguaje libre se convierte así en herejía.
Pensemos, por ejemplo, en el llamado lenguaje inclusivo, siempre
acompañado de una argumentación moral y justiciera que nadie osa
discutir. Esa inclusión da una visión de cómo debe ser el mundo y, en
consecuencia, de su ordenamiento a través de una legislación propia de
la ingeniería social.
Se
trata de legislar para construir aprovechando el marco mental creado
por el lenguaje. Así de sencillo. Por eso hemos aceptado leyes que
vulneran la igualdad ante la ley de hombres y mujeres, o entre españoles
por vivir en territorios distintos. De hecho, la acepción «legal»,
«civil» o «política» se ha eliminado del concepto «igualdad», que ya
solo se entiende como algo material o de género por una cuestión de
estrategia partidista. Y esto lo hemos aceptado todos.
La
«neolengua» de estos tiranos no está pensada para ampliar el alcance
del pensamiento, para el progreso humano y la convivencia en libertad.
El objetivo es reducir la pluralidad y mandar con facilidad. Esta es la
razón de que se abolan palabras, o que ya no sea conveniente usarlas, ni
en lo que se refiere al género ni a los territorios. Decir «Lérida»,
«Vascongadas», «La Coruña» o «Gerona» sitúa a quien la pronuncia entre
las derechas y, por tanto, se convierte en alguien a contracorriente y
repudiable. Eso es una dictadura del lenguaje para crear una coartada
política para la exclusión.
Con
el tiempo la capacidad de crítica, escribió Orwell, se reduce porque
las palabras para hacerlo ya no existen o están en desuso. Lo vemos día a
día. Cuando se utiliza ese lenguaje tradicional para denunciar la
situación, la gente está más atenta a las palabras «prohibidas» que al
contenido. Quizá ese sea el medio de protestar, apuntó el escritor
británico, escandalizar con el uso de las palabras que los políticos no
quieren que utilices.
Orwell
termina con una premonición de lo que hoy llamamos cultura woke, que
consiste en reescribir el pasado atendiendo a la sensibilidad política
de los colectivos victimizados. Si a esto le añadimos la «neolengua» se
habrá «cortado el último vínculo con el pasado» verdadero. La historia
se mirará con los ojos de unos dictadores morales y políticos, usando
sus palabras, y asistiremos a la destrucción de los originales para que
no quede vestigio de lo que pasó en realidad. Lean a Orwell. Todavía es
posible.
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