Com uma sinceridade involuntária, que se manifesta pela via dos fatos, Sánchez nos adverte que, com ele, o pior sempre será certo. Javier Benegas para The Objective:
Cuando
la política ya no consiste en debatir y acordar la forma en que se
abordan los desafíos, problemas y conflictos, sino que es la guerra por
otros medios, la posibilidad del enfrentamiento civil se convierte en un
riesgo real por más que parezca inconcebible.
Ocurre
que en las sociedades desarrollada el enfrentamiento civil no suele
consumarse porque de alguna manera el sentido común prevalece. La
calidad de vida alcanzada hace que la mayoría de las personas sea
consciente de que el desmoronamiento de la paz acarrearía costes
enormes. Pero esto no implica que la tensión desaparezca. Sirve, si
acaso, para evitar que la violencia finalmente se libere. No se regresa a
una situación anterior más tranquilizadora: la sociedad queda
estacionada al borde del precipicio. Y ahí permanece hasta que una serie
de cambios profundos y consistentes la devuelvan a la normalidad.
Es
evidente que España es una de esas sociedades desarrolladas donde la
política parece servir para alimentar el conflicto. Sea por fingir un
ardor guerrero con el que seducir a determinados votantes o por un
convencimiento auténtico, demasiados políticos parecen empeñados en
empujarnos agónicamente milímetro a milímetro hacia el precipicio. Con
el tiempo, esta tensión degenera en agotamiento. Se pierde el interés y
se asume, tal y como hemos hecho los españoles, que la crispación y la
violencia verbal son consustanciales a la política. Una calamidad
inevitable que no tiene mayores riesgos.
Este
error de apreciación es comprensible. Vivir al borde de un precipicio
durante años, exactamente desde que Rodríguez Zapatero le confesó a
Iñaki Gabilondo que «nos conviene que haya tensión», acaba devaluando la
percepción del peligro. Sin embargo, el peligro sigue siendo real.
No
sólo España, otras sociedades desarrolladas también manifiestan una
crispación política excesiva. No importa por qué razón se promueva esta
crispación, el caso es que las paletadas de pólvora se van amontonando. Y
cuanto más tiempo permanezca la sociedad sobre esa montaña de pólvora,
más probabilidades tiene de que finalmente surja un psicópata dispuesto a
prender la mecha. Y me temo que el nuestro ya apareció hace años.
A muchos les parecerá una exageración calificar a Pedro Sánchez
de psicópata. Al fin y al cabo, el cine, las series televisivas y las
novelas han logrado que los psicópatas se perciban como personajes
fascinantes y misteriosos, en ocasiones hasta entrañables. Sin ir más
lejos, el escritor Arturo Pérez-Reverte, durante una entrevista
televisiva, hizo una descripción literaria de Pedro Sánchez, en la que
le adjudicó las cualidades de un personaje de William Shakespeare.
Sin
embargo, la cruda realidad es que los psicópatas no tienen nada de
divertido. Son peligrosos. Su capacidad de abstraerse e ignorar
cualquier consideración de orden moral les permite centrarse en la
consecución de sus objetivos con la precisión e intensidad de un láser.
Es cierto que son audaces, atrevidos e imprevisibles. Y que donde la
mayoría de los individuos se detiene, ellos siguen adelante con una
determinación y desprendimiento que pueden parecer admirables, pero los
destrozos que dejan a su paso son enormes.
Calificar
a Pedro Sánchez de psicópata puede también parecer excesivo porque el
término se asocia con crímenes sangrientos. Y eso es demasiado hasta
para Sánchez. Ocurre, sin embargo, que el psicópata no es por definición
un asesino. En realidad, suele tener, y de hecho es lo habitual,
propósitos distintos que asesinar a jovencitas para hacerse un traje con
los retales de su piel. De hecho, individuos que no son psicópatas
auténticos, se comportan como tales en determinadas circunstancias. Y no
lo hacen cuchillo en mano.
A
este respecto, en La sabiduría de los psicópatas (2013), el psicólogo
Kevin Duttom incluye una conversación con un cirujano que confiesa no
sentir compasión por los pacientes a los que opera porque, dice, es un
lujo que no se puede permitir: «En el quirófano me transformo: soy como
una máquina fría y sin corazón, me hago uno con el escalpelo, taladro y
sierro. Cuando estás atajando y engañando a la muerte […] los
sentimientos no son adecuados. La emoción es entropía, y va muy mal para
el negocio. A lo largo de los años he ido acallándola hasta
extinguirla». Si un médico que se dedica a salvar vidas puede
comportarse como un psicópata, ¿por qué no Pedro Sánchez que se ve a sí
mismo con nuestro salvador?
Según
Duttom, los psicópatas tienen una gran capacidad para detectar
oportunidades. Y si llegan a la conclusión de que una de esas
oportunidades les ofrece algún tipo de recompensa, se entregarán a la
tarea de manera obsesiva, sin importarles el riesgo ni las posibles
consecuencias negativas. Entretanto alcanzan sus metas, no solo
mantendrán la calma en los momentos difíciles, sino que, animados por el
sentimiento de peligro, se volverán aún más certeros e implacables para
hacer lo que sea necesario. Cuanto más ingeniosa y más creativa sea su
falta de piedad, mayores serán las probabilidades de salirse con la suya
con total impunidad: «La daga del interés personal puro y duro puede
ocultarse, diestramente, bajo un manto benévolo de encanto opaco y
confuso».
Antes
que Duttom, Alan Harrington (1919-1997) publicó Psicópatas (1972), un
libro breve donde este escritor esbozaba una nueva teoría de la
evolución humana. Según Harrington, los psicópatas serían una proyección
del Homo sapiens, una solución darwiniana para afrontar las duras y
deshumanizadas exigencias del estilo de vida actual. Es decir,
Harrington especula con la aparición de una variante perfectamente
adaptada a los tiempos modernos, cuya programación se reduciría a tres
directrices: luchar, imponerse y vencer. Aun sin demostración empírica,
el enfoque de Harrington resulta sugerente, a la vista de la cantidad de
individuos dedicados a la política que parecen operar en base a esa
sucinta programación y no tienen ningún tipo de empatía, más allá, claro
está, de alardear de sus buenas intenciones.
En
resumen, tanto para Dittom como Harrington, los psicópatas gozan de
rasgos muy valiosos y necesarios para alcanzar el éxito en el siglo XXI:
son audaces, implacables, cínicos, fríos y seguros de sí mismos. Pero,
sobre todo, son peligrosos. En algunos casos, extremadamente peligrosos,
como lo es Pedro Sánchez.
Si
los argumentos le parecen insuficientes, querido lector, fíjese en él
convertido por propia voluntad en convidado de piedra, en un falso
espectador durante las sesiones de investidura de Feijóo. El
retorcimiento que es necesario para mandar al más lacayuno de tus
lacayos a interpretar tu papel, para así convertir el debate en una
farsa y el Congreso, en una pocilga. Fíjese en esa intención de herir
que va más allá de la mera estrategia. Su disfrute del truculento
espectáculo, como si fuera un mero espectador, alguien que pasaba por
allí, cuando Sánchez es el bruñidor. Y, sobre todo, fíjese en su
gestualidad. Esa forma de arquear las cejas como si fueran las cejas del
muñeco de un ventrílocuo. Su rostro contenido, acartonado, como el de
un mimo que miente y manipula aun cuando no dice ni palabra.
Aún
son demasiados los que siguen realizando análisis meramente políticos,
sin darse cuenta de que Sánchez actúa exclusivamente en base a sus
necesidades y lo hace además sin restricción alguna. Que él es el factor
X, el psicópata inesperado dispuesto a detonar una sociedad tan
acostumbrada a la bronca, a los malos usos y costumbres, al insulto, el
deprecio, la amenaza y el silenciamiento, que ha llegado al
convencimiento de que nunca pasará nada. Sin embargo, ya está pasando.
Con Sánchez, nada es imposible. Con una sinceridad involuntaria, que se
manifiesta por la vía de los hechos, lleva tiempo advirtiéndonos que,
con él, lo peor siempre será cierto.
Postado há 5 weeks ago por Orlando Tambosi
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