domingo, 1 de outubro de 2023

A grande contradição de Salvador Allende

BLOG  ORLANDO  TAMBOSI

O intento de subverter as instituições para encurralar uma parte da sociedade não tinha como dar certo. José Carlos Rodríguez para The Objective:


Alas tres de la tarde del 11 de septiembre de 1973 se radia desde Santiago: «El orden reina en Chile». Si la alocución respondía a la verdad, era un verdadero ojo del huracán. Por detrás quedaba la trágica experiencia de Salvador Allende, y por delante la criminal dictadura de Pinochet.

Pero a decir de las crónicas, en ese momento sí debió de producirse un gran alivio. El país había tenido pendiente a todo el mundo de la «vía chilena al socialismo», un audaz intento de llegar al total control de la economía y la sociedad por la vía democrática.

Visto con perspectiva, el intento era absurdo. Nunca tuvo opciones de triunfar. Si era plenamente democrático, no podía llegar al socialismo. Si era plenamente socialista, nunca podría implantarse por métodos democráticos.

Lo cierto es que Salvador Allende estuvo prácticamente solo en su intento. El Partido Socialista (una formación marxista desasida del yugo soviético) descartó la vía democrática ya en 1967. La mayor concesión que el PS le hizo a la democracia es la de mantenerla mientras no fuera estrictamente necesario el uso de la violencia: «Las formas pacíficas de lucha solo son aceptables como tácticas limitadas dentro de un curso que implica un creciente uso de la violencia por opresores y oprimidos».

No es que cambiaran de parecer una vez en el gobierno. Carlos Altamirano, dirigente del PS, dijo en 1971 que ellos no habían llegado al poder para mantener «la rotación partidista del ejercicio del poder dentro de las reglas burguesas de la democracia representativa».

La posición del Partido Comunista, este sí una terminal de Moscú, era más estricta. Condenaba sin paliativos el aventurismo revolucionario, y animaba a ampliar la coalición con otros partidos de izquierda para ir avanzando en el programa de socialización desde las instituciones chilenas, que eran democráticas. Pero no se engañaban al respecto de lo que habría de pasar. En última instancia se habrá de producir un enfrentamiento a muerte entre la burguesía y la facción del pueblo que ellos representaban. Luis Altamirano, seis meses antes del golpe de Estado, lo dijo sin ambages: «Está claro que en el curso del proceso revolucionario puede volverse imperioso pasar de la vía pacífica a la vía armada (…) Jamás hemos considerado que la vía de la revolución chilena era una vía exclusivamente electoral».

Fidel Castro visitó el país durante 24 días, 24 tortuosos días para Salvador Allende, que era un don nadie en su propio país al lado del triunfante dictador cubano. Fidel profería arengas por todo el país, daba órdenes y organizaba a grupos que apoyaban la revolución en Chile.

Castro se lo dijo a Allende: «¿Por qué esperar que los sectores dominantes cedan de buena gana su poder? ¿Qué clase de marxista se sienta a esperar que las clases explotadoras entreguen mansamente sus privilegios? ¿Dónde había ocurrido algo así?». En uno de sus múltiples discursos, precisó: «Elecciones… ¿para qué? No hemos venido a aprender cosas caducas y anacrónicas en la historia de la humanidad».

Salvador Allende llegó al poder con estas palabras: «Chile es hoy la primera nación de la Tierra llamada a conformar el segundo modelo de transición a la sociedad socialista». Pero él mismo sabía que debían producirse cambios fundamentales en el sistema político del país. Chile tenía una democracia convencional, con imperio de la ley y división de poderes, y el socialismo exigía lo contrario: unificar el poder bajo la batuta de un dictador, y que las normas no fueran un impedimento a la actuación arbitraria del líder socialista.

¿Cómo podían encajar una democracia liberal con el poder sin oposición de un gestor socialista? La respuesta es fácil: no podían. Salvador Allende, cuando apenas llevaba siete meses en el poder, amenazó al sistema político, haciéndole ver que tenía dos opciones: plegarse y facilitar la implantación del socialismo, o atenerse a las consecuencias; a la violencia política: «Nuestro sistema legal debe ser modificado. De ahí la gran responsabilidad de las Cámaras en la hora presente: contribuir a que no se bloquee la transformación de nuestro sistema jurídico. Del realismo del Congreso depende, en gran medida, que a la legalidad capitalista suceda la legalidad socialista conforme a las transformaciones socioeconómicas que estamos implantando, sin que una fractura violenta de la juridicidad abra las puertas a arbitrariedades y excesos que, responsablemente, queremos evitar».

Allende mantuvo esa ambivalencia entre el cascarón democrático y la realidad de la violencia política durante todo su mandato. La contradicción era insalvable, y Allende la resolvió ejerciendo la violencia contra sí mismo, cuando se suicidó pegándose un tiro bajo el mentón con fusil que llevaba la inscripción: «A Salvador Allende, de su compañero de armas Fidel».

El presidente chileno, por ejemplo, nunca condenó el terrorismo. Lo ejercían sus socios de gobierno, y dependía de ellos. Pero tampoco jugó con la idea de mostrar una incomodidad ante el constante goteo de asesinatos por motivos políticos. Es más, en más de una ocasión mostró su cercanía con los asesinos.

El 8 de junio, cuando no se había cumplido un año de su mandato, unos correligionarios mataron a tiros a Edmundo Pérez Zujovic, exvicepresidente de la República por la Democracia Cristiana. Allende indultó a estos militantes, a los que calificó de «jóvenes idealistas».

En enero de 1972, la oposición acusó al ministro del Interior, José Tohá, de complicidad con los crímenes que ensangrentaban las calles de Chile. Tohá fue incapaz de dar una respuesta convincente ante la evidencia de que los grupos armados que mataban a quien se opusiera a la revolución formaban parte de las organizaciones que apoyaban al propio gobierno. Así, presentó la dimisión como ministro de Interior. Salvador Allende acto seguido lo nombró ministro de Defensa y dijo: «El Parlamento lo acusará y el pueblo lo absolverá». El MIR y el resto de organizaciones terroristas siguieron aplicándole el socialismo a balazos a periodistas, propietarios, políticos y todo el que se pusiera por delante. El número de muertos no dejó de crecer hasta el último día de Allende.

Formalismo democrático en una mano, sangre revolucionaria en la otra. Así es como se presentaba Allende ante el Parlamento, al cual iba a proponer una reforma política fundamental. El 4 de noviembre de 1971, con motivo del primer aniversario de su gobierno, dijo: «Debemos fijarnos nuevos objetivos para el año 1972. Transformar las instituciones, ajustándolas a la nueva realidad social que estamos construyendo. Por eso, el martes 10 de la próxima semana entregaré al Congreso Nacional el proyecto que establece la Cámara Única para reemplazar al Senado y a la Cámara de Diputados (…) Se podrá disolver el Congreso en un período presidencial».

Su propuesta fue rechazada. Su conclusión parece certera, aunque nunca llegó a asumir su corolario: «El Estado burgués no sirve para construir el socialismo, y es necesaria su destrucción» (El Mercurio, 12 de marzo de 1972). Su ministro de Justicia fue igualmente claro: «La revolución se mantendrá dentro del derecho mientras el derecho no pretenda frenar la revolución».

El gobierno también le aplicó el socialismo a la prensa, que tuvo que elegir entre entregarse al poder o sucumbir ante él. Esto fue lo que ocurrió, en última instancia, a medida que pasaban los meses. Pero hubo una fuerza a la que el gobierno socialista no pudo sobreponerse: las consecuencias políticas de la grave crisis económica a la que condujo al país.

El 21 de agosto de 1972 se inició una huelga de los camioneros. Era un sector atomizado y competitivo, con 56.000 camiones en manos de unos 40.000 propietarios. El Gobierno les amenazó con crear una empresa pública para acaparar el mercado, y ante la perspectiva de perder su medio de vida, paralizaron el país. El Gobierno decretó el estado de sitio en 18 provincias, y anunció que requisaría los camiones de los propietarios en huelga, sin posibilidad de devolverlos. Pero la protesta se extendió por muchos otros sectores (cientos de miles de campesinos y de comerciantes), y pasado un mes el gobierno tuvo que ceder ante los manifestantes.

Al año siguiente, una revuelta en la mina de El Teniente se extendió también por otros sectores. Tras tres meses de enfrentamientos violentos, los manifestantes decidieron marchar de Rancagua a Santiago. No pararon ni ante la actividad terrorista de la coalición de gobierno. Allende tuvo que ceder de nuevo.

En 1973, las elecciones legislativas le dieron un pequeño respiro a la coalición UP, ya que mejoró su presencia en la Cámara, pero certificaron que Allende representaba una minoría (el 43%) frente a una oposición que acudió unida por pura supervivencia. Entonces, el Gobierno propuso una reforma educativa de carácter socialista con «la urgencia de crear un nombre nuevo», pero fue rechazada.

Entre el desprecio, los ataques verbales y de nuevo el terrorismo, el enfrentamiento del Gobierno con el poder judicial fue total. Una de las manifestaciones de esta actitud del gobierno fue que el ministro Carlos Prats firmó una circular secreta (enero de 1973) en la que ordenaba no conceder fuerza pública al cumplimiento de las sentencias. El Tribunal Supremo acabaría diciendo: «Tomamos acta de lo que Su Excelencia entiende al someter el libre criterio del Poder Judicial a las necesidades políticas del gobierno. Sepan que este poder no será excluido del marco político y que jamás será revocada su independencia».

De nuevo, Salvador Allende puso su indudable capacidad retórica al servicio de una lógica implacable, y brutal: «En un período de revolución, el poder político tiene derecho a decidir en el último recurso si las decisiones judiciales se corresponden o no con las necesidades históricas de transformación de la sociedad, las que deben tomar absoluta procedencia sobre cualquier otra consideración; en consecuencia, el Ejecutivo tiene derecho a decidir si lleva a cabo o no los fallos de la justicia».

El 22 de agosto de 1973, la Cámara de Diputados aprobó una declaración en la que hacía una prolija exposición de todos los atentados de Allende contra la Democracia. Al día siguiente, el Senado se sumaba a esa declaración. Prácticamente, era una llamada a la intervención por parte del Ejército.

Hay varios paralelismos de la experiencia del socialismo chileno con la España del Frente Popular, cuatro décadas antes. En España, la izquierda quiso rebasar la legalidad, y no temía un enfrentamiento violento con la derecha; una parte lo esperaba, de hecho, para firmar con sangre ajena una revolución apenas empezada.

El paralelismo con la España actual es más inseguro. Pero lo que es indudable es que los intentos por subvertir las instituciones para arrinconar a una parte de la sociedad no tienen por qué salir bien.
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