Rodeados como estamos de publicidade, vídeos, textos, canais que reclamam nossa atenção, as propostas de Pascal podem ser mais ravolucionárias. Miguel Ángel Quintana Paz para The Objective:
Brilló
en tantos campos Blaise Pascal (matemáticas, física, filosofía,
teología, literatura francesa), que aspirar a compendiar sus enseñanzas
en tan solo un articulito parecerá intento vano. Mas él mismo ya ironizó
en su día sobre nuestras vanidades:
«La
vanidad está tan anclada en el corazón humano», escribió en sus
Pensamientos, «que un soldado, un escudero, un cocinero o un mozo de
cuerda se jactan y pueden tener sus admiradores; y hasta los filósofos
lo desean; y los que escriben en contra quieren tener la gloria de haber
escrito bien; y los que los leen, la de haberlos leído con acierto; y
yo, que escribo esto, tengo quizás las mismas ganas, y tal vez quienes
me lean…». Y quien escriba en THE OBJECTIVE. Y quienes nos leen.
También
tuvo palabras Pascal para esa vanidad típica de los veranos que pasamos
en este siglo XXI, nuestros viajes y nuestros turisteos, así como esas
fotos con que luego aturullamos nuestras redes sociales: «La curiosidad
es vanidad tan solo. Las más de las veces, no buscamos conocer algo,
sino solo hablar de ello. No emprenderíamos un viaje por el mar si luego
no pudiésemos contarlo, no nos satisfaría nada cuanto viésemos, sin la
esperanza de luego narrarlo».
En
verdad, también resulta vano aprovechar la mera circunstancia de que
acaben de cumplirse 400 años de su nacimiento para aprender algo de él.
Y, si siguiésemos enumerando vanidades, rondaríamos quizá alguna
depresión como aquella que invadió a nuestro autor cuando contaba con 31
años. Solo salió de ella merced a una experiencia mística, que para no
olvidar escribió en un pergamino, pergamino que luego fue cosiendo y
descosiendo en el dobladillo de cada uno de sus gabanes, como temeroso
de alejar de sí lo que vivió aquella noche: «Alegría, alegría, alegría,
llantos de alegría».
Con
lo que llevamos dicho, se vislumbrará ya que Pascal fue digno hijo del
Barroco, la edad de los claroscuros. Pues fue hombre de contrastes, que
pasa de la desesperación a la exultación. Hombre de fe pero también de
razón estricta, que a los 12 años ya sabía demostrar teoremas de la
geometría euclidiana. Hombre de mundo, que no obstante se retira con
frecuencia al monasterio de Port-Royal, convencido de que la vida
política nos enloda. (Parece que ya antes del 23-J había a quien le
tentaba el desesperar).
Esos
contrastes son, sin embargo, lo que acaso nos cree una distancia casi
insalvable con él. Uno, rodeado del relativismo floreciente del siglo
actual, de este mundo en que casi nada parece sólido, no puede sino
plantearse esta pregunta al leer sus obras: pero, ¿no se tomaba este
hombre todo demasiado en serio?
Esta
duda dice más sobre nosotros que sobre él. Pascal fue estricto en
asuntos religiosos: repudiaba los tejemanejes que hacían que la fe
sirviera igual para un roto que para un descosido. Así, escribió las
Cartas provinciales para fustigar, con sorna, los jesuitismos que por
entonces ya proliferaban; las justificacioncitas que, partiendo del Amor
de Dios, acaban dando el visto bueno a lo que haga cualquiera, total,
nada es para tanto, y no vaya a parecer que Dios no nos ama muchísimo.
Dicen que esas Cartas están en el origen de la literatura panfletaria
actual y que, incluso, fueron las que fijaron el francés moderno; pero
en todo lo demás parece haber triunfado su enemiga, la actitud laxa que,
por miedo a que Dios no nos parezca un tío majo, lo mismo minusvalora el aborto en medios episcopales que te dice que da igual lo que votes, pues todo es mucho lío y, caray, no vayamos a perder la cordialidad.
Si
nada nos importa demasiado hoy en día, más que pasarlo bien, llevarnos
bien con los nuestros y quejarnos de la «polarización» que nos impide
confraternizar con todos, otras muchas sentencias de Pascal se nos
tornarán también incomprensibles. Verbigracia, aquella en la que
diagnosticaba que «toda la desdicha de los hombres se debe a una sola
cosa: no saber permanecer en reposo en una habitación». O cuando
advertía, en la misma línea, que cuanto más felices somos, menos
necesitamos «divertirnos». «Pero ¿no consiste la felicidad justo en que
nos regocije la diversión? No; porque esta viene de otra parte y de
fuera, y así es dependiente, y está sujeta a mil turbaciones». Por eso,
el aburrimiento es quizá el mayor de los bienes del hombre, «porque
puede contribuir más que cualquier otra cosa a hacerle buscar la
verdadera curación; mientras que él considera la diversión como su mayor
bien, es en realidad su mayor mal porque le aleja, más que nada, de
buscar un remedio a sus males». Rodeados como estamos de publicidades,
vídeos, textos, canales que reclaman nuestra atención, la propuesta de
Pascal no nos puede resultar más revolucionaria: «¡Atreveos a
aburriros!».
Con
todo, terminemos con una nota de optimismo —al fin y al cabo, era
«alegría, alegría, alegría» lo que llevaba cosido nuestro filósofo a su
gabán—. Sí que existe acaso un rasgo en que este pensador puede
resultarnos bien coetáneo. Es un rasgo que también podemos recabar, por
cierto, de don Félix Lope de Vega, algunas décadas anterior en el
tiempo, y tan diferente a Pascal en casi todo lo demás.
Se
trata de la peliaguda cuestión de cómo llegar a hacerse cristiano.
Pascal había dado un argumento famoso (la llamada «apuesta de Pascal»),
en el cual ahora no podemos detenernos, pero que venía a decir que nos
resulta mucho más conveniente creer (pues podemos ganar mucho: la vida
eterna) en vez de no creer (lo cual no nos da nada: ya hemos aclarado
que quedarse con esta vida es conformarse con un mero jueguecito de
inanidad). Ahora bien, tras este argumento tan cerebral, Pascal, como
buen barroco, sabe que estamos hechos de contrastes, y que algo que
aluda solo a «las razones de nuestra cabeza» no nos convencerá. Es
entonces cuando nos aporta un consejo que me parece bien pertinente hoy.
Pues
hoy también mucha gente, harta de este mundo en que «cada cual tiene su
verdad», es decir, en que nadie tiene verdades sino solo opinioncitas,
desea apostar por algo firme y permanente. Por una verdad que lo sea no
porque la ve este o aquel (o yo mismo), sino porque es verdad, sin más.
Una verdad que lo sería aunque nadie nunca la viese. Y eso es Dios.
O
apostar por un bien que es bueno no porque me guste a mí o a ti o al
otro. Un bien que sería bueno aunque nadie lo disfrutase nunca, porque
no depende de nuestro disfrute, sino que, al contrario, nuestros
disfrutes deberían depender de él. Y eso es Dios.
O
apostar por una belleza que no dependa de la moda o del estilo en que
nos han educado, que no se adapte a mis gustos, sino que exija a mis
gustos que se adapten a ella, que aprendan a apreciarla, porque es
belleza, sin más. Y eso es Dios.
Mucha
gente hoy quiere hacer esas apuestas por lo verdadero, o lo bueno, o lo
bello, pero no le basta el argumento primero de Pascal, el argumento de
que, bueno, al fin y al cabo nos conviene más hacerlo. De hecho, ¿no
hay cierta contradicción en adoptar por nuestra conveniencia algo que no
depende de ninguna conveniencia, porque es bueno, verdadero, bello de
por sí? Mucha gente ha deducido hoy que sin Dios el mundo es un
desatino; que la religión da herramientas bien potentes para hacer
frente al batiburrillo que nos rodea; pero, pese a esas deducciones, no
tiene fe en Dios. Y no sabe cómo podría alcanzarla, ahora que ya está
convencido las buenas razones que la abonan… pero solo en su cabeza.
¿Cabe ofrecer alguna respuesta a personas así?
Pascal
supo prever esa situación que uno ve cada día más a su alrededor
(«donde abunda el peligro abunda lo que nos salva», predijo ya también
Hölderlin). Pascal sabía que no éramos solo razones cerebrales, sino
también «razones del corazón». Pero ¡ojo! No interpretemos eso como
meras sensiblerías (entonces no serían razones, sino solo corazonadas).
Son razones, pero de otro tipo: no solo cerebrales, porque no somos solo
cerebro, sino también cuerpo, costumbres, relaciones, tiempo. Y, como
somos todo eso, Pascal dio también una respuesta a aquellos que tienen
ya convencido su cerebro, pero no su vida entera.
Es
la respuesta que anunciamos que aparecía también en Lope de Vega, más
en concreto dentro de su comedia Lo fingido verdadero. Allí, un actor
romano, de nombre Ginés (el argumento se apoya en la hagiografía de este
santo, de hecho), mientras ensaya y ensaya una obra en la que el
emperador le ha encargado que imite al cristianismo… acaba
convirtiéndose. De tanto imitar a los cristianos, acaba
comprendiéndolos. Si actúas de un modo, ese modo acaba siendo parte de
ti: fake it till you make it, que dirían en inglés.
Pascal
habría entendido bien esa obrita (y también el dicho anglosajón), pues
lo que propone al hombre que quiere apostar por Dios, pero aún no puede,
es que actúe como si ya lo hubiese hecho. Que se porte como si Dios
existiera (etsi Deus daretur), que participe en la liturgia como si ya
creyera, que rece como si ya supiese que hay alguien al otro lado. «No
me buscaríais si no me hubieseis ya encontrado», decía san Agustín.
No
somos solo cerebro, sino también cuerpo, obras, diálogo interior:
cuando todos estos se vayan acostumbrando a lo divino, como se habituó a
ello san Ginés en sus actuaciones teatrales, llegará un punto en que el
milagro (poco milagroso, pues se apoya en lo cotidiano) acaecerá. No se
cree primero internamente, solo ante Dios, en lo más íntimo y separado
(como querría un Martín Lutero) y luego ya solo en lo externo, como mera
excrecencia; al contrario, lo interno y lo externo, el alma y el
cuerpo, mi pensamiento y mi hábito se entrelazan, y ninguna de esas dos
facetas puede reclamar ser «yo» más que la otra. Contra Descartes, no
somos solo un pensamiento que usa el cuerpo como una máquina para
moverse de acá para allá. Soy tanto mi cuerpo como mi pensamiento, y sus
costumbres, y su tiempo, y sus relaciones. Cuando los hindúes desean
domar a un elefante salvaje, lo colocan junto a otros elefantes ya
educados. Lo que realizas, lo que decides, lo que compartes, tus
relaciones, no son solo cosas que tú hagas: son cosas que también te
hacen, te configuran a ti.
Esta
es la solución que proponía Pascal; una solución que no niega las
maravillas de la interioridad humana: recordemos que es el mismo Pascal
que nos recomendaba quedarnos solos en nuestra habitación, sin
diversiones. Y el mismo Pascal que tuvo una experiencia interior,
exultante, que le marcó tanto, que llevaba su relato siempre cosido a su
ropa.
Porque
ahí está la clave, para no confundirnos ya nunca entre lo interno y lo
externo. La experiencia más interior hay que colocarla también en esos
gabanes que nos quitamos y nos ponemos. Esos gabanes que nos quitan el
frío y que, a veces, prestamos. Y, a su vez, esos gabanes, aunque
parezcan estar solo por fuera de nosotros, en realidad pueden
calentarnos hasta el corazón. Nadie creería a quien afirmarse que quiere
mucho a otra persona, tanto que no le presta su gabán porque sería
«quedarse en lo externo». Abandonemos todo dualismo. Somos corazón,
movimiento, tiempo, amigos. Somos incluso gabanes. Y nos cosemos en
ellos (también en los amigos y el tiempo) lo más íntimo del corazón.
Postado há 3 weeks ago por Orlando Tambosi
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