quarta-feira, 28 de junho de 2023

Virtudes e desventuras da política

 



A infecção ideológia leva muito tempo marcando a política, apresentando-a, de modo abusivo, como uma luta interminável entre o bem e o mal. J. L. González Quirós para Disidentia:


La buena política está llamada a ser muy otra cosa que un engaño ideológico o una seducción mágica, y es del mayor interés que seamos capaces de reconocer sus mejores virtudes si queremos sobrevivir frente al empuje irracional del autoritarismo y de las nuevas idolatrías. En lo que hacen los políticos cabe distinguir tres funciones básicas: la primera, su oficio representativo; la segunda se refiere a la gestión de los asuntos comunes y ordinarios, a la administración de lo que se conoce como el orden establecido o gobierno; la tercera y más importante tiene que ver con el liderazgo, con la resolución de conflictos y con la apertura de nuevos horizontes en la vida política, con la invención de nuevos escenarios de convivencia.

En las democracias contemporáneas, a la primera función le corresponde un carácter legitimador que permite al político tener cierta libertad de actuación, fundándose en el principio de que sus acciones representan la voluntad de quienes lo han elegido. Cualquier representación es, por principio, diferente e inferior a lo representado, pero otorga una libertad creativa a los electos que debiera emplearse en beneficio de todos, del conjunto de la comunidad para cuyo bien se ha efectuado la elección. Toda representación adquiere cierto carácter ficcional y en ese discurso se descubre que la representación es, por principio, divisiva, es siempre de unos frente a otros, porque los conflictos nunca se acallan con la elección, lo que no debiera inducir a una conducta muy equivocada, a repetir, incluso a ampliar, la tensión social, sino a buscar, en efecto, aquello que mejore la situación común.

Los electos deben intentar disolver las nieblas que impiden la convivencia, los diversos mitos y malentendidos que pueden maniatar la función representativa, deben, por tanto, intentar que los parlamentos no se reduzcan a un aguerrido campo de batalla en el que se haga imposible lograr cualquier acuerdo distinto a la imposición de las mayorías coyunturales. Aquí cabe recordar que la política no tiene ninguna sustancia, no es nada físico, es acción, es acuerdo, no hay ninguna realidad política fuera de ellos, pues, como ha escrito Arendt, «no hay nada político en los hombres, la política nace entre los hombres».

La segunda función política, apoyada en la representación, corresponde a la tarea de gobernar, que es a lo que aspira todo político que se precie y se plasma en las políticas públicas, y en la gestión de las enormes cargas que han ido asumiendo las distintas instituciones y, en último término, los Estados. Ahora mismo se tiende a reducir todo a gestión, a buena gobernanza de la economía, pero es muy peligroso, en particular, que la política se limite a este tipo de gestión, al tiempo que se supone se trata de un asunto de suyo claro, lo que está bastante lejos de cualquier evidencia sólida.

La tercera función, el liderazgo y la innovación, es la esencial en política y en la percepción de sus resultados se funda la adhesión o el rechazo de los ciudadanos, lo que cierra el círculo que forman las tres funciones básicas. Es importante anotar que, aunque el fin de la política sea el cambio, no puede haber ningún progreso sin estabilidad, tiempo de maduración y espera, pues de lo contrario se generaría una vorágine ingobernable y de ahí la sabia institución de los períodos de legislatura.

Ahora es corriente oír el argumento de que, puesto que se podría saber en cada momento, mediante sistemas digitales de recuento, lo que los ciudadanos desean, se podría reducir al mínimo la función representativa, pero esa suposición olvida que la inmediatez es tan cambiante que se podría dar lugar a un auténtico caos, aparte de que no es ni siquiera concebible un sistema de control de la voluntad popular sin intermediaciones que la condicionan, pero le dan viabilidad.

Cualquiera que haya participado en un chat de más de cinco personas entenderá con facilidad de qué se trata: sin representación y sin reglamentos no es posible acordar nada, ni siquiera lo es hablar con orden. El cambio y la estabilidad tienen que acompasarse y lo han de hacer con tiempo por delante, que es la única manera, por otra parte, de que los ciudadanos puedan sopesar sus informaciones, reflexionar, actuar con responsabilidad y, si es necesario, cambiar de opinión y votar de otra manera.

Debido a inercias y temores difíciles de obviar, los gobiernos tienden a perpetuarse porque siempre subsisten resistencias ante los cambios y porque un talante, en el fondo, conservador, empuja a muchos a preferir lo malo conocido frente a lo bueno por conocer, la experiencia efectiva a lo que es fácil considerar simple propaganda. Por esa razón, salvo que se empeñen, los gobiernos no suelen perder las elecciones a las primeras de cambio, porque el público tiende a percibir la permanencia en el poder como una garantía frente al riesgo de lo desconocido, en especial cuando ese desconocido arrastre recuerdos ingratos.

La infección ideológica lleva mucho tiempo lastrando la política, presentándola, de modo abusivo, como una lucha inacabable entre el Bien y el Mal. No se puede hacer política sin tener una concepción moral y ni siquiera sin plantearse dilemas todavía más metafísicos, porque los políticos no pueden distinguirse del resto de los seres humanos. Pero el político tiene que hacer algo más que tener convicciones o ideologías: tiene que lograr que la vida de la comunidad sea pacífica, que haya libertad y que se respete a los que disienten, que haya un progreso social efectivo y compartido, y eso no se consigue estando muy convencido de nada, sino haciéndolo posible mediante acciones políticas, mediante propuestas y negociaciones que no se pueden reducir a ningún prontuario ideológico.

El tópico puede presentar una contraposición entre políticos con principios y meros gestores, de la misma forma que se puede contraponer, por decirlo en la forma que Weber ha hecho clásica, una ética de convicciones y una ética de la responsabilidad; pero la tarea del político no se puede evaluar con ninguna tabla en la que se computen sus acciones en relación con verdades eternas o principios inmarcesibles, ni con ninguna visión preconcebida de lo que es el progreso o la verdadera democracia, por ejemplo.

La forma en que se corta el nudo gordiano que representa la contradicción entre proyectos y resultados, entre promesas y fracasos, para ganar la confianza de muchos, pese a que los frutos no hayan dado todos los resultados apetecibles, es el liderazgo. El liderazgo no consiste en lo que ironizaba Quevedo, en ponerse delante de una masa que marcha donde fuere, sino en ser capaz de proponer las mejores metas posibles dado el estado de las cosas en el presente. Para eso hace falta visión, que puede ser equivocada; cálculo, que puede errar; y valor, que podría tomarse por temeridad.

El buen político no vive en un universo de certezas, sino en un laberinto de posibilidades, y su responsabilidad es acertar a elegir de la mejor manera posible; puesto que la política es un oficio de riesgo, algunos han apostado por no hacer nada, actitud que siempre facilita las peores consecuencias. Los políticos que se arriesgan y deciden son los únicos que dejan huella, aunque puedan quemarse antes de lo que les gustaría, pero les debiera caber el consuelo de que los pueblos pueden acabar reconociendo más luego que pronto los méritos políticos de los líderes a los que derribaron. El político jamás debiera desentenderse de las consecuencias de sus acciones, aunque suelan ser bastante imprevisibles, al menos en el medio y largo plazo.

La tendencia a la rutinización de la política, a hacerla en el fondo inoperante, no se funda solo en el recurso a la ideologización, sino que se apoya también en diversas disculpas sobre la complejidad. La dificultad que crea la ceguera ideológica, cuando responde a una intención de engaño, tiene su contrapunto irónico en la selva administrativa, en el imperio de los intereses creados por distintas formas de corporativismo y por el conjunto de poderes que acampan a la vera de los órganos del poder político con intención de condicionar su actuación en provecho propio. La tendencia al gigantismo de las administraciones y los aparatos públicos, además de que parece bastante insostenible, supone una dificultad creciente para articular cualquier proyecto innovador.

Tal vez habría que proponerse que el gobierno se ocupe de las cosas esenciales y deje de ocuparse de tareas profesionales para las que puede haber sustitutos más eficaces, aunque esto siempre pueda debatirse con pasión y caso por caso, entre otras cosas porque suele caer bajo el hechizo de uno de esos vocablos paralizadores, como lo es privatización, un veto que, como hemos indicado, se aplica con mejor intención que acierto. La política consiste en adelantarse al tiempo, en obligar a que se planteen debates necesarios de la manera más conveniente, lo que exige proponer, incluso provocar, desafiar y, sobre todo, tener una idea bien articulada de lo que se ofrece. Los gobiernos deberían preocuparse de dos cosas, de que sus políticas sean coherentes con los fines supuestos y de que tengan la continuidad que exige el beneficio de todos.

Tener algún poder es una condición necesaria para hacer política; ahora bien, hay muchos poderes, además del poder político. Hay, qué duda cabe, el poder económico, el poder religioso, el poder funcionarial, el poder de la opinión y/o la cultura, etc., etc. Desde todos esos poderes es posible participar en la vida política, pero ese tipo de tareas son muy distintas de las propias del político vocacional, que es, por principio, una especie de iluso, porque profesa la creencia de que hay cosas esenciales que pueden ser cambiadas o mejoradas, y, además, está convencido de que esa será y tendrá que ser la voluntad de sus conciudadanos. El buen político comienza, por lo tanto, por creer en tres entidades de las que se mofan con frecuencia los cínicos, los supuestos maquiavelos y los hombres que presumen de tener sentido práctico: la perfectibilidad de la ciudad, la virtud de los ciudadanos y la libertad humana.

Hay muchas otras formas de hacer lo que parece hacer el político, pero lo que constituye la sustancia de su actuación, cuando resulta beneficios, es la triple creencia en la existencia de cambios posibles, que signifiquen mejoras compatibles con un Bien común, por decirlo a la manera clásica, en la relevancia de los imperativos morales y en la inviolabilidad de la conciencia de las personas. Es obvio que esas tres son las cosas que olvida de manera sistemática el corrupto, el que no hace política, sino que se consagra, en exclusiva, a su beneficio personal, sea en términos de poder, sea en términos de recompensa económica.
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